Martha ha decidido llevarme hasta el instituto en coche alegando que yo no conozco todavía el camino y puedo perderme y llegar tarde. Sin embargo, ahora, sentada en el asiento del copiloto, me doy cuenta de que solo se trataba de una excusa. Martha no para de lanzarme preguntas. Cuestiones que haces cuando quieres conocer a alguien. Intento ser amable e intento contestar a todas ellas. La mayoría son sencillas, y pronto acaba su interrogatorio. Ahora, habla con un tono de voz bastante elevado sobre la última broma de los chicos en la casa. Por lo visto, Colton, Luke y Sam causan bastantes problemas. Problemas que me resultan tan divertidos que no puedo evitar soltar alguna que otra carcajada mientras Martha conduce. A si mismo, descubro que los tres no son los únicos en la casa.
—¿Y solo hay hombres en la casa? Es decir, a parte de Miranda y tú.
Asiente a modo de respuesta y sigue hablando de cómo pusieron tinte en la caldera que regula la temperatura del agua de la ducha, de forma que cuando cada uno de los habitantes de la mansión se bañaron, acabaron de color rojo, azul, verde o morado; según la zona de la casa en la estuvieran sus habitaciones. Esto había sucedido una semana atrás, y aunque Martha se empeñe en demostrarme su enfado, un pequeño atisbo de sonrisa se cuela entre sus finos labios.
Después de diez minutos de trayecto, el coche frena frente a un gran edificio de cemento blanco. Mi pulso se acelera y un sudor frío recorre mi nuca.
—Todo va a estar bien, tesoro. Ya lo verás. No dejes que te intimiden, recuerda que lo lobos olemos el miedo—dice Martha al mismo tiempo que da un ligero apretón en mi mano y me guiña un ojo.
Me han criado como una cazadora, como alguien que siempre debe mostrarse fuerte. ¿Pero cómo quiere que no tema si estoy sola frente a decenas de lobos más fuertes y rápidos que yo? No tengo armas con las que luchar y aún sigo adolorida por las heridas. Además, no conozco el terreno. Todo esto es nuevo para mí y eso es algo que me pone en clara desventaja. Sin embargo, mi mayor miedo ya no es que me hieran. No, mi mayor temor ahora es el rechazo. Quiero una nueva vida; quiero encajar; quiero dejar de sentirme sola y fuera de lugar.
Bajo del coche murmurando una suave despedida y cierro la puerta con un golpe seco y poco sonoro. Entonces, comienzo a caminar hacia la gran puerta roja que anuncia, con un gran cartel encima, que me encamino hacia el Instituto Bronce: el instituto de la manada. Noto varias miradas fijas en mí y eso me incomoda. Sin embargo, no tardo ni dos segundos en reaccionar y seguir andando.
« Puedes con ellos, Ares. Puedes con todo ».
Me digo a mí misma cuando entro al edificio y recorro el gran pasillo de taquillas rojas. Y de verdad que necesito ese pensamiento porque antes solo me miraban un par de ojos curiosos, pero ahora son cientos. Vale, quizás exagere. Pero todo el mundo en el pasillo ha dejado lo que estaba haciendo para mirarme y susurrar cosas en los oídos de sus compañeros. La mayor parte de las miradas son de sorpresa, pero cuando diviso un grupo pequeño y separado de los demás estudiantes a lo lejos, recibo algunas de asco y superiorid
Acato mis propias órdenes y me detengo en una pequeña puerta con un reluciente cartel dorado a su izquierda. La secretaría, ya he llegado. Abro la puerta y casi me sorprendo de que sea tan ligera. Una señora regordeta está sentada frente a un escritorio grande y gris. Alza la mirada y una sonrisa amigable aparece en su rostro al verme. Enseguida se levanta de la mesa cubierta de papeles y se acerca hasta mí. Aparenta tener unos cuarenta y pocos años. Una falda con un colorido estampado floral modela sus piernas y una bonita blusa roja con escote en forma de "V" le da un aspecto alegre y jovial.
—¿Ares, verdad? —pregunta sin dejar de sonreír.
—Sí. Vengo a por mi horario y el número de la taquilla —digo bajando la mirada algo nerviosa.
—Enseguida te lo doy, corazón.
La mujer se da la vuelta y da pequeños saltitos hasta su mesa. Su corto, rebelde y alborotado cabello oscuro se mueve al compás de su cuerpo. Los papeles salen volando mientras ella susurra un ''A ver este... No, este tampoco es''. Sonrío ante el desastre que esta formando por encontrar mi horario.
—¡Aquí estás, precioso! —exclama al encontrar lo que buscaba.
Extiende su brazo y me entrega el folio con mis asignaturas. Más tarde, escucho con atención la explicación de la secretaria sobre dónde se encuentra cada clase y dirijo mis pies a través de los innumerables pasillos y escaleras hasta llegar a la sala D-234. La puerta está abierta y no todos los sitios ocupados, por lo que voy hasta la parte trasera y me siento en un pupitre al lado de la ventana. Apoyo mi mochila en la superficie lisa de la mesa y saco un cuaderno y varios bolígrafos de distintos colores. De nuevo, siento la mirada de todos puestas en mí, pero con la llegada del profesor, un hombre mayor, alto y fuerte; todos vuelven su cabeza hacia el frente y acallan sus murmullos.
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Editado: 16.05.2018