Wolf Hunter

XVI

 —¿Qué es lo que ha fallado? ¡Buscad a Raider ya! —el hombre uniformado grita a su teléfono.

  El coche derrapa en cada curva por la gran velocidad que llevamos. No sé a dónde nos dirigimos, pero sí soy consciente de las preocupadas miradas que me dirigen los cuatro hombres del vehículo. También lo soy de la agitada respiración que hierve en mi pecho y del rápido movimiento de mis ojos, quienes viajan de un lugar a otro en el reducido espacio.

  El conductor frunce el ceño concentrado; el copiloto discute con el hombre de traje que se queja del absoluto fallo de seguridad; y Collins juguetea nervioso con sus dedos. Mientras tanto, yo miro ensimismada cómo el viento azota las solitarias ramas de los árboles y cómo el cielo se cubre de un serio traje negro. Llevo pocas horas en Lyon y ya deseo marcharme más que nada en este mundo.

  De repente, el coche se detiene abruptamente y me obligan a bajar de él. Forcejeo contra la fuerte presión que ejerce uno de los hombres e intento liberar de este a mi ahora lastimado brazo.

 —¡Collins! —exclamo e intento detener los acelerados pasos que me obligan a dar.

  —Cállate —espeta el hombre y ejerce más presión.

  Planto los pies en el suelo y me giro hasta dar con la mirada de culpabilidad de Collins. Tras un sonoro gruñido, soy levantada del suelo y depositada sin ningún cuidado sobre un fuerte hombro. La sangre viaja rápidamente hasta mi cabeza a medida que nos alejamos de Collins. Los restantes dos hombres nos siguen a una medida prudencial. De un momento a otro, soy arrojada a una incómoda silla metálica. Hago un gesto de dolor cuando mi espalda impacta duramente contra el respaldo de esta. Entrecierro los ojos por la escasa visibilidad de la sala y me tenso al notar el frío metal de las esposas brillando en mis muñecas.

  —No me encadenes—suplico.

  Con esto, lo único que obtengo es una dura mirada y más dolor en mis magulladas muñecas. De nuevo, una dolorosa nube de recuerdos conquista mi mente y me pierdo en la agonía del pasado.

  El peso de un gran cuerpo sobre mi espalda me despierta de mi profundo sueño nocturno. Estoy en la misma habitación de siempre. Es de noche y la pequeña ventana con barrotes no deja paso a la blanca luz de la Luna. Todo se sume en la oscuridad y no soy capaz de descifrar quién se cierne sobre mí. Decido que es mejor fingir que sigo dormida, por lo que regularizo mi respiración y no emito ningún sonido que pueda delatarme.

  ¿Esto es lo que harás si algún lobo te ataca? Eres una inútil cobarde. No sirves para nada dice Ankar.

  Su voz destila asco e ira. Han pasado varios años desde la última vez que busqué su cariño. Ahora soy consciente de su burbujeante odio hacia mí y sé que es mejor pasar desapercibida. ¿Pero cómo hacerlo cuándo no eres capaz de asesinar o herir al inocente?

  Algo afilado desgarra la piel de mi costado derecho y un grito es silenciado por mis dientes clavados en mi labio inferior. Si algo he aprendido con el paso del tiempo es que no debo mostrar el dolor que siento. Él detesta la debilidad.

  Tres cortes más que parecen querer arrancarme el alma suceden en mi debilitado cuerpo. Un río de espeso líquido recorre mi cadera y cae pesadamente en el viejo colchón. Antes de desfallecer, siento sus ásperas manos chocar contra el cabecero de la cama y desatar de él las vendas que han mantenido mis brazos quietos durante mi tortura. Sus dedos recorren y se hunden en las recientes heridas y sonríe sobre mi piel.

  Nadie podrá quererte con tantas cicatrices.

  Escapo de mi ensoñación cuando descubro que estoy hiperventilando.

 —¡Desátala ahora! —ruge una voz conocida.

  Un rápido borrón negro se acerca y libera mis muñecas a la vez que otro me levanta y lleva en brazos a través de los pasillos de vieja madera. Corremos a gran velocidad hasta que una ráfaga de aire frío choca contra mi piel. Soy sentada en el borde de una chimenea tapada.

 —Ares, mírame —ordena con suavidad.

  Me llevo las manos hasta mi cadera derecha y palpo la piel de la zona. Cuatro pronunciadas líneas sobresalen. Ahí están algunas de mis cicatrices, pero las peores, las llevo dentro.

 —Ares, por favor —suplica.

  Poco a poco cambio el rumbo de mi mirada hacia sus ojos miel. Él sabe todo lo que he sufrido. Los insultos, golpes y humillaciones. Todo. También fue el único que me consoló y me mostró que no sólo existían el odio, asco y rencor.




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