No se sabe cuánto tiempo estuvieron los hermanos caminando. Tal vez años, puede que meses, quizá semanas o incluso horas. Los niños no recordaban cuándo habían salido del Jardín por completo. El hecho era que ya llevaban mucho tiempo caminando por el País de las Maravillas y no se habían encontrado con ninguna pista que les encaminara directamente hacia el Castillo Real. Ni siquiera se habían encontrado con algo interesante que fuera digno de su curiosidad.
Tras haber abandonado el Jardín, los niños se encontraron ante una gran extensión de hierba, césped, flores —esta vez del tamaño común— y extraños árboles que no supieron identificar, cuyas hojas eran muy distintas y curiosas, y cada una de ellas poseía un color brillante y llamativo.
Los hermanos llevaban recorriendo esa inmensa pradera un largo, larguísimo rato interminable, pero no había signos de que estuvieran avanzando demasiado. Esa pradera se extendía kilómetros y kilómetros hacia el horizonte y no podían ver nada más allá que no fuera césped, hierba, flores y árboles. ¿Es que acaso esa enorme pradera no tenía fin? Los niños por un momento dudaron de haber escogido el camino correcto, tal vez se habían equivocado y para ir al Castillo de la Reina no había que tomar esa dirección...
Pero entonces, ¿por dónde se iba? Los hermanos estuvieron tentados en numerosas ocasiones en dar media vuelta y volver por donde habían venido, dirigirse de nuevo hacia el Jardín y... Y una vez allí, ¿qué harían? ¿Regresar al claro donde se hallaba Abssolette y preguntarle el camino que debían seguir...? Eso no podían hacerlo porque podrían perderse yendo hacia el Jardín, y en el peor de los casos, Abssolette podría negarse a recibirlos y enviarlos de nuevo a la pradera con una patada en el trasero.
No, el tiempo de las preguntas al Oráculo ya se había terminado. Ahora ellos debían marcar su camino... y cumplir con su destino.
Los hermanos estaban agotados de tanto deambular por la pradera pero no podían detenerse a descansar dado que la Reina del País de las Maravillas les había invitado a una fiesta en su Castillo para esa misma noche. Iba a ser un Banquete Real en su honor para celebrar su llegada y darles la bienvenida al País de las Maravillas. Por eso tenían que apresurarse. Sin embargo, no sabían exactamente dónde se hallaba el Castillo Real, ni tan siquiera si estaba muy lejos de allí... ¡tal vez no llegarían a tiempo a la fiesta! Y no querían que eso ocurriera... En primer lugar, porque era una fiesta dedicada exclusivamente a ellos y estaban muy emocionados por ese motivo ya que nadie nunca antes les había invitado a una fiesta, mucho menos en su honor. En segundo lugar, podrían visitar y explorar el Castillo a fondo, pues nunca habían estado en uno y les hacía muchísima ilusión ver uno de cerca. Y en tercer lugar, ¡conocerían a la Reina! Tenían muchas ganas de verla, saber cómo era y hablar con ella. ¡Querían hacerle mil preguntas! Acerca del País de las Maravillas, la Guerra y la misteriosa historia de las Tres Legendarias que nadie se atrevía a contar.
No fue hasta pasados unos instantes cuando los niños se dieron cuenta de que, exactamente, no sabían cuándo iba a anochecer. No tenían reloj, así que era imposible saber la hora que era... Y tampoco podían guiarse por el color del cielo ya que permanecía igual desde que habían llegado al País de las Maravillas, mucho tiempo atrás. De hecho, el cielo era lo único que no cambiaba: seguía con su color rosáceo habitual, sin indicar si era mediodía o si estaba atardeciendo. Además, el País de las Maravillas, al parecer, carecía de Sol. ¿Cómo iban a saber cuándo se haría de noche?
Con estas inquietudes los hermanos seguían avanzando por aquella inmensa pradera cogidos de la mano, como era su típica costumbre.
Hasta que, de repente, algo ligero y veloz cruzó el cielo y se estampó contra el césped, no muy lejos de los niños. Los hermanos, curiosos, corrieron en la dirección donde aquello había caído. Y lo que vieron allí era...
—¡¿Un avión de papel?!—exclamaron ambos, asombrados ante aquel descubrimiento.
La hermana menor se agachó y lo recogió del suelo.
—Parece que tiene algo escrito por la parte de dentro—comentó la niña, y acto seguido desplegó el avioncito de papel. Luego lo alisó lo mejor que pudo para poder ver lo que había allí escrito, y se lo mostró a su hermano.
En el folio se podía ver una imagen grande y en color. Esa imagen mostraba una pequeña —casi diminuta— carpa de circo, y alrededor de ésta se podían distinguir varios personajes: había diversos animales totalmente extraños y desconocidos para los hermanos, una bella mujer sátiro vestida con un hermoso vestido de época, un hombre centauro que saltaba por el centro de un círculo de fuego, un niño sonriente con gigantescas y emplumadas alas blancas, una chica que se doblaba por la mitad en una posición un tanto incómoda y compleja, dos jóvenes altísimos que sobrepasaban a los demás en altura por varios metros y que iban vestidos con elegantes trajes de baile; y por último, dos hombrecitos pequeñitos, bajitos y rechonchetes que iban disfrazados de payasos.
Editado: 27.08.2018