Día 14 - Hombres Lobo
Estaba muerto. Lo supe desde que abrí los ojos, sentía su sangre dentro de mi boca, hervía con violencia, los restos de lo que alguna vez fue su cuerpo, estaba esparcido sobre el mío. Me estremecí llena de odio, a pesar del asco, relamí mis labios, recordando el sabor. Toda la escena era grotesca, casi gritando que era mi culpa. Por supuesto que lo era, después de todo, fui yo quien olvidó poner el candado en la puerta.
Me puse de pie, quitando pedazos de carne de mis piernas, debía darme una ducha, no podía dejar que los niños me vieran en este estado. Mi, ahora difunto, esposo y yo prometimos nunca dejar que nuestros hijos descubrieran mi secreto, al menos no hasta que fueran adultos. Y ahora más que nunca me sentía obligada a cumplir esa promesa, después de todo, no podría brindarle un funeral decente, no quedaba nada de él.
En la ducha, me costó trabajo remover la sangre seca, tenía piel que no era mía, plumas y pelaje. Mi marido se empeñaba en conseguirme animales para saciar el hambre que me corroía cuando llegaba la luna llena. Y si en algún momento de mi vida fui vegetariana, ahora más que nunca odiaba comer carne de animales. Se lo dije, interminables veces, «las cabras no me gustan», «los picos de las gallinas son imposibles de digerir», pero él jamás me escuchaba. Creía que si tenía la suficiente comida todo saldría bien. Pero no se necesitaba ser una experta para saber que a mi otra parte le interesaba otro tipo de presa.
Después de cambiarme salí de la bodega. El sótano que habíamos adecuado para esos días especiales se encontraba debajo de nuestro actual sótano, un segundo nivel subterráneo que cumplía con todas las medidas de seguridad. Bufé, la amargura me golpeó de pronto y las lágrimas se aglomeraron sobre mis ojos. ¡Maldita sea!, ¡maldita sea!, ¡maldita sea!
Lavé mi rostro con agua fría, casi deseando lavar mis pecados con ella. Pero jamás podría lograrlo. Cargaría con esa cruz hasta que mi momento llegara, o hasta que una bala de plata me atravesara el corazón.
Los niños se despertaron, escuchaba sus pasos en el piso de arriba. Lo único bueno de ser un monstruo sin alma era que tus sentidos se intensificaban al nivel de un super héroe. Volví a bufar, mi esposo habría amado esa broma. Él siempre usaba esa carta cuando me sentía una asesina. Y aunque mis «habilidades» nos habían beneficiado en más de una ocasión. Si llevara la cuenta, ganaba el lado malo.
Los escuché bajar las escaleras, miré a la mesa, todo estaba listo. Sonreí, sintiendo que el aire se me iba, no estaba lista para decirles lo que le pasó a su padre. Pero mi esposo había creado un plan si ese momento llegaba. Cerré los ojos, recordando el discurso que les daría.
«Son nuestros hijos», la voz del espectro de mi esposo susurró en mi oído. Giré mi rostro, y ahí estaba él, usaba la misma ropa que la noche pasada, habría sido lindo, de no ser por la cantidad de sangre que lo cubría. Había olvidado la peor parte de ser esta bestia sin control. Ahora tendría que verlo todo el tiempo. Un castigo que sin duda merecía.
—No van a creerlo —susurré, al espacio vacío.
«Ellos» no podían escucharme, estaban dentro de mi cabeza.
El fantasma de mi esposo sonrió, sujetando una taza de café, bebió un sorbo y me hizo una seña con sus ojos. Los niños corrieron a la mesa y se sentaron mientras reían de algo.
—Buen día, mami —dijeron, casi al unísono.
Me acerqué, temerosa de decir las palabras incorrectas. Pero debía ser fuerte, ahora estaba sola.
—Coman todo de su plato —dije— Hoy tenemos un día importante.
Ellos me sonrieron, obedeciendo. Luego de unos segundos, como si hasta ese momento lo hubieran notado, me miraron confundidos.
— ¿Dónde está papi?
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Editado: 22.06.2023