Día 16 - Terror Teconológico
Era día de actualización.
Me levanté, movido por el «chip» que tenía instalado en mi cerebro. Me sentía una marioneta, sin voluntad, sin libre elección. Si el «chip» lo dictaba se hacía. Y si tu cuerpo no obedecía, el «chip» se encargaba de moverte a toda costa. Era una sensación extraña, si ponías la mínima resistencia, una fuerza invisible tomaba el control al instante, como si alguien detrás de ti te empujara. Pero no había nadie, todo estaba dentro de tu cabeza.
Recordé, mientras lavaba mis dientes, que, hasta hace unos años, este día significaba otra cosa. Era un día alegre, que se celebraba, había pastel, regalos, y la familia se reunía para desearte lo mejor. Escupí el resto de pasta de mi boca y me miré al espejo, no veía mi reflejo, sino la lista de cosas que debía hacer ese día.
Papá me contaba que antes de que la tecnología dominara al planeta, los humanos celebrábamos los cumpleaños con simplicidad. Lo más tecnológico eran las cámaras y los celulares, cosas que encontrabas hoy en día en museos. Suspiré, anhelando tener uno de esos festejos de antaño, aunque sea una vez en mi vida.
Hoy cumplía cuarenta. La amargura me golpeó sin clemencia. Lo que quedaba de ese momento era un pequeño símbolo sobre la fecha del día de tu actualización, una estrella que parpadeaba, marcando el inicio de la tortura.
Caminé, dejando que la voluntad artificial me manejara a su antojo, no tenía caso luchar, no podría hacerlo, aunque lo intentara, y si la experiencia me había enseñado algo, era que entre más rápido comenzara, terminaría pronto.
Seguí la fila que era movida por una banda eléctrica, llevando consigo a los cientos de miles que compartían «cumpleaños» conmigo. Las miradas en sus rostros iguales de vacías y aterradas que la mía. No había unidad en ese grupo, solo temor, y recelo.
Ser actualizado no siempre te dejaba mejor. Eso lo sabíamos todos. Muchos habían terminado en la basura luego de que el sistema rechazara el siguiente modelo. Me estremecí de pensarlo. Y por más horrible que sonara, una parte de mí deseaba ser uno de aquellos que terminaban convertidos en desechos. Al menos ya no sufrían.
Cualquier cosa era mejor que la vida que llevábamos.
Esperé mi turno, temeroso, aunque era imposible que mi lenguaje corporal lo denotara, por más que quisiera temblar o mover mis manos, el «chip» no lo permitía. Había aprendido a leer las emociones de los demás observando sus ojos. Ellos nunca mentían. Todos llevábamos la misma vida, la misma rutina y el mismo trabajo. Y si algo abundaba aquí, era la incertidumbre.
Mi nombre apareció en la pantalla frente a mi asiento, una luz roja me dejó ciego por unos segundos, luz que solo yo podía ver, esta mostraba a un personaje que intentaba ser gracioso, informándome que el mejor momento del año estaba a punto de comenzar. Miré de reojo a los que estaban detrás de mí, como rebaño listo para entrar al matadero.
Lo peor fue cuando crucé las puertas. Porque siempre veía a algunos que ya habían sido actualizados. Y aunque intentaba cerrar los ojos, el «chip» me obligaba a mirar, a admirar en lo que me convertiría dentro de pocos segundos. Esas cosas que pasaban a mi lado ya no eran personas. Sonreían, pero los ojos no tenían vida, y seguían moviéndose como si todo estuviera bien.
Tragué el nudo en mi garganta y mi cuerpo se sentó en la silla alta. Agarré aire, haciendo algo que nunca había hecho, y que mi padre contaba que solían hacer cuando la esperanza desaparecía. Recé por una respuesta. Pedí que un poder superior me sacara de ese infierno. Que la humanidad regresara a sus tiempos simples y toscos. Que los cumpleaños nos hicieran sentir algo más que terror absoluto.
Que mi actualización fallara, y pusiera fin a mi sufrimiento.
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Editado: 22.06.2023