Algunos ángeles estaban entre nosotros también. Eso había dicho la mujer.
Ya era de noche y me dirigía a casa. Caminaba con uno de sus perros blancos, ya que tenía dos, insistí en que me lo prestara para que me acompañara un rato, así que el pulgoso me seguía meneando la cola.
Los ángeles no se presentaban a las personas a pesar de que algunos sí podían verlos y escucharlos. Según ella, era una de las pocas capaz de lograr eso. Dijo que somos energía y que debía transformar la mía en positiva, dijo que tenía tanta energía que podría ser capaz incluso de castigar con mis malos deseos. Eso era nuevo. Pero si quizá podría desear tanto el mal como el bien a alguien, podría cumplirse.
Una muchacha me atajó el camino y alcé la vista. Arqueé una ceja ante tremendo monumento con ropa apretada.
—¿Gustas un poco de esto? —Hizo ademán de subirse un poco el top.
Un corto ladrido me detuvo de tocarla. Chasqueé los dientes y miré al perro.
—¿No que no eres un ángel? No te metas.
El animal soltó sus lloriqueos. Negué y seguí mi camino, solo porque luego el animal debía volver temprano con su dueña.
—No tienes idea de lo que es no poder tener tu “hora feliz” si sabes que un endemoniado gato podría estarte mirando —renegué—. Extraño mi maldita privacidad.
El animal seguía caminando como si nada. Ya estaba loco por hablarle a un perro. En ese instante corrió hacia una perra y la quiso montar.
—¡Oye! ¡No, no, no, no! ¡Si yo no tengo hora feliz, tú tampoco! —Tiré de su collar y la perra encima quiso morderlo. Me aparté enseguida con el bicho calenturiento.
Estúpidos bichos calenturientos.
En eso escuché un extraño ruido.
Miré a mi alrededor. Las calles estaban vacías y oscuras. El ruido había sido como una especie de grito extraño. Corrió un poco de viento y se me escarapeló la piel. Continué buscando con la vista por si no veía un animal o algo, sin embargo, de la nada, sentí un poco de miedo como si alguien me observará.
¿Era otro espíritu negro? O bueno, energía negativa. Ya qué mierda, cómo sea.
—Avanza —le ordené al perro que miraba atento y lloriqueando hacia la vuelta de una esquina desértica.
Al llegar a mi casa al fin, Lucero, el perro, quedó plantado en la puerta. Se incomodó bastante y empezó a hacer ruidos y cortos ladridos, renuente a entrar.
—Sí, ya sé, tú y tu sexto sentido de perro ya detectaron al demonio que vive en mi casa. Bueno, puedes volver con tu dueña.
No hizo falta que lo empujara, solito se fue corriendo. Suspiré y entré.
Ahí estaba Melody jugando con el susodicho gato. Ambos quedaron mirándome, ella puso uno de sus pequeños dedos sobre sus labios. Me pregunté por qué lo haría y no tuve que esperar mucho para saberlo.
—¿Alex, eres tú? —quiso saber una ronca voz. Cerré los ojos y maldije. Mi padre, ebrio otra vez—. ¡¿Estas son horas de llegar?!
Me giré y lo vi, ahí sentado en el sofá, o mejor dicho, desparramado en el sofá.
—No te importa, ¡tú no te metas en mi vida!
—¡¿A quién crees que le alzas la voz, mocoso de mierda?! —Intentó ponerse de pie pero se tambaleó y cayó otra vez al sofá—. ¡Tu madre me dijo que te estás drogando! ¡Solo para eso sirves, inútil!
—¡Mira quién habla, cerdo asqueroso!
—¡Ahora sí vas a ver!
Mi madre apareció de repente y me empezó a tratar de empujar para que me fuera, pero la aparté de forma brusca.
—¡A ti nadie te dijo que le dijeras nada sobre mi vida a ese hombre! —le grité.
—Ve a tu habitación. No quiero numeritos en frente de tu hermana.
—¡Ese mierda viene cada vez que se acuerda, ¿y lo defiendes?!
—¡Basta, Alexander!
—¡Idiotas! —gruñí.
Subí, fui a mi habitación y azoté la puerta con fuerza. ¡Maldito hombre, ese había matado a mi madre biológica! La molestosa risa del gato me atormentó, tomé un pesado libro y lo lancé hacia donde venía el detestable ruido. El objeto se estrelló contra la pared vacía y brinqué por el otro golpe que se oyó en mi puerta.