“Si lo ves y te asustas… Te perseguirá eternamente”
—¡Woah! —exclamé al despertar.
Tuve una horrible pesadilla, la peor y la más real. Una mezcla de uno de los más tristes recuerdos de mi niñez, y lo que pasó anoche.
—Cállate —se quejó mi compañero en la cama del costado.
Estábamos en uno de esos estúpidos retiros religiosos en medio de la nada, a los que nos obligaban a venir al menos una vez durante la secundaria. Anoche nos habíamos escapado a la capilla abandonada del centro. Este viejo convento quedaba a las afueras de la ciudad y era bastante horrible a decir verdad.
—Soñé algo de espanto —murmuré.
—Seh, seh —balbuceó—. Anoche no parabas de repetirlo.
—¿Anoche?
—Calla. ¿Cómo te atreves a despertarme a las ocho de la madrugada? —Se dio la vuelta y continuó durmiendo.
Me volví a recostar y traté de rememorar. Ya ni sabía qué había sido real y qué no, pero sin duda eso no había sido real.
Nos habíamos contado historias de terror ya que alguien mencionó que era martes trece y debíamos hacerle honores. Entre leyendas sobre duendes y demás criaturas, un amigo contó una antigua creencia sobre cabezas de brujas que salían a deambular por las zonas rurales y montañas. Justamente en donde nos encontrábamos.
Se decía que volaban y emitían gritos parecidos a los de los cuervos, aves de rapiña o traqueteos de toda clase. Mi amigo Joel juró e híper juró que una vez había visto a una, cosa que nadie creyó. Si se enteraban de que yo había tenido experiencias paranormales reales incluso a plena luz del día, me iban a creer loco, así que no lo hablaba sin importar que estuvieran tocando el tema.
Era algo que incluso había decidido dejar de lado al haber crecido siendo ignorado cuando quería explicarlo. Mi madre murió cuando yo era muy pequeño y no tenía esa confianza con mi madrastra aunque la apreciara por haberme criado, por otro lado, odiaba a mi padre. Era mejor ser aquel tipo cool de último año en la escuela, jugador en el equipo de básquet, alto, fuerte y genial, al que los demás admiraban y seguían.
Otro amigo contó algo un poco más fuera de contexto. Habló sobre leyendas de carretera, decía que cuando viajabas en bus había que tener cuidado si estabas despierto a eso de las tres de la madrugada, llamada “hora muerta”. No había que ver por la ventana, porque si un espíritu de algún atropellado te veía directo a los ojos, se llevaba tu alma.
Ya me estaba entrando el miedo al pensar en que esas cosas podrían pasarme, las caras serias y pálidas de cada uno indicaban que estábamos iguales, el flaco, el gordo, el de pelo largo al que siempre molestábamos, todos parecían más adultos al estar asustados, hasta que escuchamos el grito de un ave, sí, justamente esa, y era hora muerta.
Empezaron las apuestas y nuevamente el grupo de adolescentes tonto que me rodeaba volvió a su estado natural.
—Te reto a que no sales. Dicen que si la ves, te echará una maldición.
—A veces, si la ayudas no te hace nada.
—Cuidado —advirtió otro—, dicen que sus dientes son afilados.
—Cállense —les reñí—, iré yo. Cobardes.
Salí del pabellón de habitaciones, bastante rústico. Estaba construido con adobe, un material a base de barro y paja, endógeno de esta zona.
La oscuridad reinaba, estando en medio del campo, en medio de la nada. Los religiosos nos habían quitado incluso nuestros teléfonos móviles. Me adentré por los huertos que rodeaban todo el convento. Algo se movía por ahí y estaba seguro de que era algún pequeño zorro o similar.
—¡BUH!
Solté el grito más marica que podría haber dado. Mi amigo se carcajeó de mí hasta decir basta. Ya lo conocía, él reía hasta por la nada, y con lo que me acababa de hacer tenía para reír hasta que se olvidara.
—Imbécil…
—Agradece que vengo a acompañarte, Alex.
Caminamos por el campo hasta que divisamos la vieja capilla, ya bastante erosionada por la lluvia. Lo peor de todo era que bajo esta se hallaban enterrados los antiguos sacerdotes y monjas del convento. Vaya costumbre.
—Dicen que bajo algunos conventos se han encontrado fetos —murmuró mi amigo.