¿y si Digo Que No?

Capítulo Quince: Cenizas

El denso añil cubriendo las paredes del dormitorio de mamá definen las emociones que tienen mi cabeza inflamada. Acabo de caer en cuenta respecto a la visita a la montaña, cuando amaneció decidimos bajar cuidadosamente, caminé con extrema cautela, un nivel tan improbable para mí que, irónicamente, resbalé antes de llegar a la cabaña.

Pero, si no lo hubiese hecho, el cuerpo putrefacto de Sedán seguiría esperando a que alguien tenga valor para anunciar su desaparición. Una bolsa de papel bien acomodaba reposaba sobre su pecho, creí que las elevaciones se debían a la vitalidad de su ser, sin embargo, el exterior refutaba mis alucinaciones.

Fuimos unos tontos al ignorar a Sedán, además, lo que fuese que contenía esa bolsa, brillaba más que mi incierto futuro. Nos convencimos de que fue una decisión sensata para evitar escarmientos y miramientos después. Y recientemente no he cumplido ninguna de esas.

Resoplo y tomo las llaves de mi motocicleta para ir a casa de Dissa.

Hoy, hace dos meses, mi abuela Pennyna usó el aliento que le quedaba para susurrar mi nombre, jamás me dolió escuchar un «Minett Antonieta» salir de sus labios. Ella pidió por escrito que cuando aceptáramos que ya no está, nos reuniríamos a recordarla de la forma más bonita.

Arreglamos la sala colocando velas aromáticas, una mesa alta y pequeña para el altar, y en pocos minutos están todos los que considero familia llenando el área.

—Por ti vimos que existir es mucho más que pisar y retroceder —comienza Aleka—, que con fuerza el mundo se doblegaría ante nosotros.

Que el destino es lo único que no existe —Oleína hace acto de presencia, y termina las palabras de la abuela.

Aquel hombre corpulento viene del brazo con ella. A la luz del día aparenta cuarenta años, no los cincuenta/sesenta que supuse en el bosque. Se desplazan hasta quedar a escasos centímetro de distancia de mí.

—Es urgente, iré mañana a buscarla. Lee y firma todo lo que te incumba —exige Oleína retirándose tan rápido como apareció.

—No tengo nada que hacer por ustedes —muerdo mi mejilla interna para contener las palabrotas que quiero vociferar.

Él vuelve la cabeza, repara en lo que traigo puesto y alza una ceja. Así sin más, salen de la sala. A duras penas los chicos no intervienen y continuamos inmortalizando las memorias de Penny. Al concluir, Hungría se acerca y me envuelve sus brazos, atrayéndome a un abrazo que no sabía que necesitaba.

—Dime, ¿por qué no puedo tener un día tranquilo? —se encoge de hombros.

—Las cosas no salen siempre como quieres, nena —acuna mi rostro entre sus manos y deposita un casto beso en mi frente.

Suspiro cuando rompe el abrazo. Me fijo en la cubierta de la carpeta amarilla. En ella se lee una oración que, por alguna razón, vibra en mi cabeza.

Al paso darle tiempo, abadesa.

***

Enero, 28.

Indeterminado.

El día por fin había llegado, ella sentía las contracciones, se retorcía y gritaba en la cama mientras apretaba las manos de Gael hasta romperle los huesos. Los lúgubres pasillos blancos estaban vacíos, muy raro para un hospital a las dos de la mañana ubicado en el centro de la ciudad.

Podía atribuírselo a las gruesas gotas que azotaban techos y carreteras por igual. Atormentada, me asomé, la diminuta ventanilla mostraba a mi hija traer al mundo a mi nieta.

La esperanza no me cabía en el pecho, ella era la primera en venir sin una tela envenenada a sus espaldas.

Infringí las reglas dejando la puerta entreabierta, escuché su primer lloro, y con él el cielo cedió, curiosa salí a verlo, las estrellas iluminaban la oscura ciudad, víctima de un mal servicio eléctrico.

Corrí en busca de mis tesoros, ya las habían trasladado al cuarto. Entré, chispas de felicidad brotaban de su sonrisa. Mi buen presagio se fue por el caño cuando tomó al bebé por el cuello e intentó asfixiarla.

—Suéltala —dijo Gael arrebatándosela de los brazos.

—¡¿Qué te dije sobre esto?! —Mis infinitos reproches durante el embarazo fueron en vano.

Entrelacé mis dedos en su nuca, la atraje e hice lo mismo con mi mano restante, pero con la suya.

—Te relevo de tus acciones a cambio de la salud de la pequeña, ¿lo juras? —abrió sus ojos, denotaba un aire sombrío.

—¿Eso es posible? —cuestionó fingiendo demencia.

—¿Lo juras? —repetí hablando con delicadeza.

—Lo juro —ya sellado el trato pasé mi vista a la nueva integrante de la familia.

La cargué por primera vez, y vi a través de la ventana una lluvia de cenizas, posteriormente, una explosión se coordinó con el abrir de los ojos de Bianchi, hice muecas, y su risa desencadenó una serie de eventos indeseados.

Mal presagio.

—Te protegeré la vida entera, lucecita.

¿Por qué no cruzó el límite vital aquel juramento?




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