Y si tú supieras...

Capítulo 2

Capítulo 2.

 

 

 

El amor es todo aquello que dura el tiempo exacto para que sea inolvidable.

MAHATMA GANDHI.

 

Había llegado septiembre para cuando Amelia y Nicolás decidieron regresar a Coyoacán a enfrentar lo que estaba pendiente.

En su corazón, desearon que don Rigoberto se encontrara un poco más blando respecto a su huida y también respecto a la boda secreta. Quizá, si le contaban que Amelia estaba embarazada su actitud sería otra; probablemente la idea de tener un nieto le tocaría las escasas fibras sensibles que poseía su endurecido corazón, y terminaría perdonándolos. Tal vez ya hasta los había perdonado y ahora los esperaba con los brazos abiertos.

Pero nunca, ni en el más adverso de los escenarios, imaginaron lo que les esperaba tras las cuatro paredes de la residencia de los Sánchez Aldama y Pimentel.

Amelia tocó la puerta con un profundo miedo atenazándole el alma, tiritando a pesar de que aquel año les había regalado un otoño cálido y era cobijada por los brazos fuertes y musculados de Nicolás; Celia, su antigua nana, descubrió el cerrojo del portón y lo abrió de tajo sorprendiéndose al encontrarse con la familiar cara de su niña adorada.

De la mano de su esposo, en absoluto silencio, la joven cruzó el umbral de la entrada principal y suspiró de modo profundo al recordar todos los buenos momentos vividos en aquella casa; sollozó por la nostalgia que le producía estar de nuevo en su hogar y, finalmente, sonrió cuando se cruzó con la asombrada y devota mirada de su marido.

Observó los prolijos jardines que estaban recién podados y las decenas de árboles que estaban empezando a perder sus hojas; recorrió con la mirada todo el entorno circundante y se estremeció por completo. Algo en aquel lugar le parecía ajeno, extraño, algo le hacía pensar que las cosas estaban peor de lo que se imaginaba.

En aquel sitio ya no se respiraba con libertad, no podía dar dos pasos adelante sin sentir que el aire a su alrededor la intoxicaba. Aterrada sostuvo su vientre y casi de inmediato la sobrevino una pequeña arcada. ¡Las náuseas la estaban matando!, luego avanzó unos pasos más y una lágrima alcanzó su mejilla, provocándole otra arcada que logró descontrolarla.

¿Qué había sucedido ahí? ¿Por qué las cosas se encontrarán tan turbias? ¿Acaso su padre ni siquiera había concebido la idea del perdón?

En cuanto la pareja de jóvenes hubo avanzado por el pasillo que daba acceso a la estancia de la residencia, se volvieron sonrientes hacia la ama de llaves y Amelia la saludó con la candidez que caracterizaba, mientras Nicolás asentía con la cabeza y la mujer le devolvía el gesto del mismo modo. Celia sonrió de medio lado, y comprendió a la perfección que, aunque el temple de ese muchacho era de acero, en ese preciso momento estaba bastante aterrado y tal timidez le causo gracia. Nunca había resultado fácil enfrentar al Viejo búho sin salir escamado.

Celia y Amelia cruzaron varias palabras y se abrazaron como dos viejas amigas que se reencontraban después de no haberse visto en un largo tiempo; con parsimonia, la mujer les indicó en donde estaba don Rigoberto y partió hacia la cocina sin siquiera anunciarlos. Probablemente aquella estrategia jugaría como una ventaja a su favor; tal vez el entrar al despacho del anfitrión sin ser anunciados les garantizaría algo de tiempo sobre don Rigoberto.

Cruzaron el salón de la casa y se dirigieron hacía el despacho del Viejo búho, en lo que muchos años después recordarían como el trayecto más largo y eterno de su vida. Amelia tocó la puerta y esperó la respuesta de su padre durante unos segundos; un gélido e impersonal «adelante» la alertó para tomar el mango de la puerta y abrirla con lentitud.

Don Rigoberto desvió su atención de unos papeles que tenía sobre el escritorio y apartó de sus ojos las gafas para la miopía, luego levantó la mirada creyendo que quien llamaba a la puerta era Celia y tuvo que ponerse de nuevo sus lentes para observar con mayor claridad aquel par de manchas que cruzaban el marco de la puerta de nogal tallado. Los invasores de su despacho habían resultado ser Nicolás y Amelia.

Con una rapidez abrumadora, el color en el rostro del padre de la joven fue drenado y las lágrimas comenzaron a salir de sus ojos sin que él pudiera evitarlo, mientras comenzaba a hablarles:

—¿Sabes cuánto tiempo ha pasado, Amelia?

Amelia permaneció estoica y no movió ni un solo músculo de su cuerpo:




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