Yo soy lo inadecuado

2. [G]uardar las apariencias

—Prefiero un hijo gay a uno muerto.

Escapan de su boca sin su permiso, arañan por sobre la rabia y sus creencias; se expanden sobre la habitación gris como una tormenta, descendiendo sobre las paredes y la mirada verde, sorprendida de su hijo que le ve con la boca abierta. Se observan a una distancia prudente, saboreando la declaración que se ha convertido en las primeras palabras pronunciadas desde que volvieron del hospital hace tres días.

El silencio reina aunque el eco de la frase retumba aún. Se siguen mirando y él por un momento deja de apoyarse en el marco de la puerta y mueve un pie, da un paso, dos. Quiere llegar a la cama y estar más cerca pero se detiene. Hay algo en la forma en la que su hijo está acostado, tapado hasta el cuello y enrollado entre las frazadas, que le fractura el alma y le impide avanzar, siente que si se acerca más lo va a quebrar, su imagen va a esfumarse en las palabras que siguen sonando en sus oídos.

—Prefiero un hijo gay a un hijo muerto —repite, ha ensayado este discurso desde ayer. Tiene una idea vaga de lo que quiere decir. Respira tan fuerte que se escucha cuando expulsa aire de la nariz—. Te prefiero vivo.

Todo se detiene. Él, como la autoridad absoluta en esa casa desde hace más de veintitrés años nunca se ha quedado corto en sus palabras. Siempre tuvo la última. Y la primera. Podía hablar durante horas del mismo tema sin cansarse y seguir al día siguiente. Pero ahora, allí, sin dejar de mirar a su hijo acostado, no está tan seguro de su don. ¿Qué le puede decir a un hijo que intentó suicidarse después de haberlo acompañado durante casi dos semanas en el hospital sin decir una sola palabra? ¿Qué? ¿Exigir explicaciones? ¿Abrazarlo y prohibirle hacer algo así otra vez? ¿Preguntar cómo se siente? ¿Qué le dices a alguien así después de llegar a casa y no cruzar palabra alguna?

¿Qué dices cuando en el fondo, sabes la verdad y las razones detrás?

No está seguro. Todas las cosas que ensayó mientras buscaba valor para decirlas se esfumaron. Solo lo mira con intensidad, la suficiente para que su hijo desvie la mirada y se acurruque aún más en sí mismo, haciendo parecer la cama de plaza y media mucho más grande de lo que es.

—No debiste —dice en un tono más brusco del que pretende. Tose para ordenar sus ideas y escoger con cuidado—. Esta casa ya es lo suficientemente grande para que esté solo todo lo que me queda de vida. Cuando te fuiste a la universidad hace tres años este sitio se convirtió en un desastre, abandonado, horrible y solo.

No está seguro si habla de la casa o él mismo, pero prefiere seguir pensando en el sitio, como algo vivo que despertó sentimentalismo entre sus paredes. Le habla de eso, en un tono falso y distante. De lo grande que se sintió la cocina sin ver más sus desastres intentando hacer el almuerzo, los arreglos que nunca finalizó en el jardín porque ya no estaba para cuidar las plantas. Su habitación, que la dejó tal cual cuando se fue, parecía abandonada, en especial con ese horrible póster de Oasis desteñido por el tiempo que cuelga al lado de la ventana. No hizo nada más allá de la limpieza, comenta paseando su vista por el escritorio abarrotado de recuerdos y cosas inservibles.

Habla de ese sitio casi cinco minutos completos. De sus dimensiones, su soledad y peso. Espera, cree que por la forma que su hijo le mira, con sus ojitos verdes agotados y cansados, que entiende a lo que se refiere. Remata la conversación con un "es muy triste darte cuenta que ni siquiera para las vacaciones de verano era necesario poner dos platos en la mesa pero lo hacía de todos modos. Me costó dejar el hábito atrás".

El peso de la mirada de su hijo quema después de su monólogo. Da otro paso. Dos pasos más y está en medio de la habitación, bajo la luz de centro que a esa hora está apagada; el sol siempre ha iluminado el cuarto. Su respiración, el aire fuerte que entra y sale de sus pulmones es lo único que se escucha un momento. Ya no hay palabras que flotan, declarar sobre la soledad de una casa no es suficiente para que se estanquen entre ambos. Espera que signifique que el mensaje fue captado. Respira. Fuerte. Mira un punto sobre el hombro de su hijo, no puede ser esos ojos verdes para formular su pregunta. Necesita ser un padre valiente, desnudo de prejuicios y es difícil.

¿Por qué?

Pregunta y quiere tener millones de momentos para desglosar la palabra, explicarla, voltearla. Su hijo no le da ese lujo. Le dispara la verdad con su mirada agotada en un susurro que está seguro, quiebra algo en su interior. Algo que ni sabía que existía:

—No soportaba más, papá.

Lo sabe, sí. Es la respuesta obvia después de un intento de suicidio. No hace falta ser un genio, solo tener dos dedos de frente. Pero es diferente saber a confirmar y duele, un agujero negro en su corazón que amenaza con desbordarse. Relame sus labios y traga, la garganta está seca, sus ojos arden. Sigue con la mirada fija sobre su hombro; de pronto decide que lo mejor es mirarlo a medias, no del todo.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.