Los efectos devastadores de la guerra, las epidemias, el hambre debido a la escasez de alimentos y la pobreza generalizada en Europa han afectado a muchos huérfanos y niños abandonados. La devastación se produjo a grandes pasos, especialmente entre las sórdidas calles de Moldavia.
Muchas mujeres murieron durante el proceso de parto y sus hijos crecerían en el ambiente cruel de las calles. En ese momento, decenas de niños hambrientos deambulaban entre el vicio y la mugre, vagando por las calles oscuras de Moldavia, pidiendo caridad y viviendo de pequeñas limosnas. El frío penetraba profundamente en sus pequeños huesos, en las interminables noches de su soledad.
La policía moldava los arrestaba y los enviaba a campos de refugiados donde luego eran enviados a la llamada "Casa de la Misericordia". La sociedad los acusaba de inhalar drogas y se consideraban analfabetos porque no sabían leer o escribir y
y que sólo se dedicaban a pequeños robos en la calle a consecuencia de su hambre. Se les consideraba agresivos
por motivo de querer sobrevivir al cruel abuso de los adultos que los estigmatizaba como el oprobio y la escoria de la sociedad, que inmersos en un mundo de falsos valores no habían leyes reales que velaran por su seguridad.
Los refugiados que se establecieron en Moldavia construyeron un orfanato para niños de guerra. Se les impusieron regímenes carcelarios para enseñar el trabajo.
En Hamelín los niños no dormían, como en otros orfanatos, sino que comían y pasaban parte del día entretenidos entre trabajos, talleres y aprendizaje de idiomas como el checo, el español y el inglés.
Después de la guerra, muchos niños se negaron a hablar o mencionar a sus padres fallecidos y sus vidas manteniendo una actitud indiferente, sin sentimientos ni emociones.
A su corta edad, no rompían el hielo, ni lloraban ni expresaban su dolor. Eran como muñecos sin vida. Estaban muy desorientados. Sus ojos secos se habían olvidado de cómo llorar. Otros sufrían de insomnio, querían estar con sus padres que habían muerto y no seguir viviendo más. El olor y el sonido de las bombas no se borraría fácilmente de sus mentes. Sobrevivieron a la guerra, pero aún seguirían luchando con desastrosos recuerdos cada día.
La madre superiora Minerva era la encargada de administrar el orfanato perdido entre las colinas de Vaghis Moldavia, propiedad de un hombre rico que prefería quedar en el anonimato. Se decía que la religiosa era la única mujer que conocía a aquel hombre altruista con un corazón de oro y que era común que recibiera en su casa hogar a niños que rechazaban otros orfanatos.
Niños siameses o bebés con deformidades congénitas, amputaciones de miembros, quemaduras, víctimas de los horrores de las armas de uranio, jóvenes que escaparon de la adicción y el crimen gracias a los talleres artísticos y educativos descubiertos en Hamelín.
Fueron considerados "hijos del pecado" y miles de niños de Moldavia y sus alrededores fueron aislados de la sociedad, la mayoría de los cuales fueron enviados al orfanato de Hamelín.
La mayoría de ellos habían sido abandonados por una madre soltera que había quedado viuda por la reciente guerra.
En su beneficio acudieron ayudas sociales, donaciones de instituciones religiosas y privadas. Sin embargo, aún cuando llegaban estas donaciones, los niños fueron incomprensiblemente enviados
desde los orfanatos a los manicomios. Su diagnóstico: "niños psicóticos".
El orfanato de Hamelín acogió a miles de niños entre 1860 y 1980. Al cuidado de los Hermanos de la Liturgia de la Divina Ascensión, que formaban parte del grupo de la Iglesia Ortodoxa General de Moldavia responsable de la crianza de los niños, mal denominados "hijos de nadie". Parecía el lugar ideal para criar huérfanos.
En el tercer piso a la izquierda al final del pasillo había una habitación rotulado en la puerta con las letras de colores "Cunero A". Ahí había más de 100 cunas con bebés que lloraban de dolor, de hambre todo el tiempo o porque querían que alguien los abrazara. Todavía podía escuchar esos gritos y llantos como muchos otros gritos en la memoria.
En la otra habitación llena de bebés al final del pasillo a la derecha de la entrada decía "Cunero B". Ahí había un silencio casi aterrador. Ahí no había llanto, ningún grito. Trás una semana después de llegar, aquellos bebés del cunero B habían aprendido que no tenía sentido llorar durante horas y aprendieron que nadie los ayudaría, que los habían abandonado a su suerte.
Buscarían misericordia y clamarían justicia, pero al final se rendirían a su destino descubriendo un mundo egoísta de ambición y muerte donde sus voces llenas de cicatrices, que hasta el mismo Dios parecería ignorar, se perderían como una hoja en el viento a los oídos sordos de la sociedad.
Pero cuando llegué al orfanato siendo apenas un bebé, nunca pensé que habría más crueldad de la que podía haber imaginado.
Tengo vagos recuerdos de lo que sucedió allí, como las huellas de una guerra incierta.
Pero a veces, el agua turbia de mi memoria se volvía tan nítida al pasar por el mar de la subconsciencia donde al despertar volvería a olvidarlo todo. En este momento lo recordaba como si hubiera ocurrido ayer.
El lugar en el que estábamos era enorme y las habitaciones estaban divididas por edades. Las cunas estaban una a lado de la otra. Crecí junto con aquellos niños a mi alrededor. Recuerdo cómo eran los rostros de los chicos, independientemente de su corta edad, y cómo formaban lazos y amistades entre ellos.
En la cama inferior de la litera de la cama donde yo dormía había un chico con el que siempre jugaba. Lo llamaban Aquileo. Siempre se reía mucho y de un lado de la cara, tenía cabello oscuro y ojos grises rasgados. El chico se había vuelto mi mejor amigo. Cuando te abandonan es normal que te aferres mucho a lo que tienes a lado, o en este caso "debajo".
Pasaron seis años en un abrir y cerrar de ojos. En ese momento, las monjas y el clero nos obligaban a construir un edificio en el recinto, incluso cuando hacía frío, mientras los clérigos supervisaban cerca de una fogata que solo les proporcionaba calor a ellos.
Un día, Aquileo se distrajo del trabajo porque según sus ojos creyeron haber visto a un niño, con una complexión extremadamente pequeña, correr y empujar a una niña a la cual le hizo perder su muñeca dentro de la fogata y a quien enseguida ordenaron meterse al fuego para recuperar esa muñeca. Aquileo y yo intervenimos sacando la muñeca por ella, lo que nos dejó la piel enrojecida, los clérigos se endurecieron y nuestro acto provocó que uno de ellos nos enseñara su código moral propinándonos una paliza. Nos azotó con varas, nos pateó en el estómago, nos golpeó en la cara y después, como un acto mitigante, nos sentó en su regazo para decirnos que no quería lastimarnos, pero que nos habíamos portado mal.
Aquello sólo fue el inicio de una serie de maltratos sistemáticos que sufriríamos durante los siguientes años.
Recuerdo que nos llevaron a desayunar a un lugar de grandes comedores, y nos dieron avena en vez de papilla. Era una avena con grandes grumos. Me dieron náuseas y vomité. Me sentí físicamente enfermo. Y de repente, me dieron un manotazo en la cabeza y escuché un grito que me decía: "¡Cómetela toda!". Esos fueron los primeros días sobre el maltrato físico que comenzaba a tener conciencia y comenzaba a retener en mi memoria.
Las monjas regularmente obligaban a los niños a comer su propio vómito quien osara a no comer la comida que a veces parecía en mal estado.
Teníamos que acatar las reglas que nos imponían exigiéndonos rectitud y obediencia.
Ahí también había una pequeña niña como de la misma edad de Aquileo, que se encontraba siempre callada, tenía una piel blanquecina, al igual que su cabello, y ojos rojizos dolidos que expresaban un alma atormentada más. Aquella niña albina sólo llevaba un año en el orfanato. Siempre cargaba consigo una muñeca de porcelana que ahora se encontraba negrecida por el fuego. Era la misma niña que habíamos salvado de quemarse por la orden de los clérigos. Decía llamarse Helena. Nos agradeció por haber metido las manos al fuego por ella. Nos contó que aquella muñeca se la había obsequiado su madre antes de morir, y que si hubiera tenido que sacarla del fuego con sus propias manos, lo hubiera hecho. Más tarde, durante ese año, Aquileo y yo nos volveríamos sus mejores amigos.
El deseo de ser adoptado por una familia o cumplir la mayoría de edad para poder salir de ahí, era el inalcanzable horizonte compartido por todos. Nada compensaba el anhelo de atravesar las puertas de aquél orfanato. Cualquier cosa era mejor que aquél lugar. No obstante, el pensar dejar a Aquileo y a Helena mientras yo me iba con otra familia sería igual a abandonarlos como el resto del mundo lo hizo. Eran más que mis amigos, eran como mis hermanos y deseaba más su libertad que la mía. Aunque aquello conforme pasaba el tiempo se iba volviendo imposible. Si de por si era difícil adoptar a un bebé de entre todos los que habían en Hamelín, mucho menos adoptarían a unos niños ya grandes, esqueléticos y harapientos como nosotros. Estaba claro que nuestro destino sería permanecer en ese lugar.
La crueldad de aquellos severos castigos cesaba al anochecer, justo antes de irnos a dormir.
El salón estaba repleto de niños inmersos intentando olvidar la desdicha con la música de piano que tocaba la hermana Evangeline, cual droga que anestesiaba por unos breves instantes nuestro sufrimiento. A mis cortos años era capaz de distinguir las características básicas de las notas a la perfección.
Gracias a ella comencé amar la música.
Todos los niños la amaban por ser la única monja que les brindaba consuelo sin un castigo previo. Ella era la única que se comportaba como una santa madre en vez de un cruel verdugo. Sin embargo, sólo podíamos estar con ella en la clase de música durante una hora. No nos imaginábamos la estancia en el orfanato sin ella.
Varias veces me salvó a mí y a otros de ser castigados a manos de los clérigos aunque sabíamos que, si seguía metiendo las manos al fuego por nosotros, correría el riesgo de que la terminasen transfiriendo a otra institución, excomulgasen o incluso algo aún mucho peor. Pero ese abrazo que nos brindaba era la parte de ella que necesitábamos más. Que sin ella algunos no sabríamos lo que significaba recibir un beso y un abrazo. Esa calidez humana que aún nos hacía sentir amados y no el odio de aquellas personas que jamás comprenderían los sentimientos amargos que nos invadían desde muy pequeños.
Nunca supimos por qué no se casó y no tuvo hijos, pero se volvió para nosotros como la madre que nunca tuvimos.
A veces no sabía que había hecho mal para merecer los castigos que ahora me costaba recordar.
Sé que no estaba loco, ni era raro, ni nada de eso, era sólo que percibía las cosas de una manera distinta. Era un niño como cualquier otro, con sueños e ilusiones. Excepto por mis sentidos; eran más agudos. Por eso los gritos de las monjas me eran insoportables. Escuchaba todos los ruidos al mismo tiempo. Como el canto de los grillos, el llanto de las cigarras, las voces temerosas de los niños, los frecuentes regaños y golpes de los clérigos, los sollozos tras los truenos en la noche, los rezos en oscuras habitaciones y aquel tenebroso silbido que no parecía el de un pájaro sino de algo más, algo siniestro. Era capaz de escucharlo todo. Las imágenes me llegaban en forma de luces instantáneas, y los colores de una forma un tanto distorsionada en el día, por eso no podía mirar bien a los ojos cuando me lo pedían pero era capaz de ver perfectamente por las noches. El tacto me era casi nulo, por eso era capaz de aguantar más que otros niños los golpes que nos propinaban. Por el contrario, mi organismo interno era mucho más sensible. Algunos alimentos me causaban alergia, vómito, diarrea, desorientación, dificultad para respirar, e intoxicaciones.
Y gracias a mi olfato, que era más agudo de lo normal, era capaz de saber si Aquileo o Helena, incluso alguien más, se encontraban cerca o lejos de mí. No comprendía muy bien el lenguaje no verbal, por eso a veces me quedaba en shock y podía parecer retraído, pero más allá de mis percepciones sensoriales, era un niño como cualquiera. Pero a pesar de que sabía que no era mi culpa de haber nacido así, las monjas y clérigos pensaban que así lo era y se encargaban de hacérmelo saber con sus cruentos castigos.
Recuerdo aquellas voces en las noches clavando en mis oídos a través de las paredes implorando ayuda, mientras que durante el día, el cruel silencio de las víctimas hacía de cómplice de aquellos crímenes sin culpables que nadie jamás vio ni escuchó. No se atrevían verse a los ojos. No se atrevían alzar la voz o el castigo sería aún mucho. Aunque no podían imaginar qué tipo de castigo sería más cruel de lo que ya habían experimentado.
La opresión y el sufrimiento que ejercían de parte de los religiosos habían sumido a los niños en un terror profundo. Cualquier expresión, gesto o comentario que implicara desobediencia era castigado con dolor. Los castigos iban desde ser colgado boca abajo por una de las ventanas más altas, hasta sumergir la cabeza en un balde lleno de agua. Aquellos verdugos no toleraban la más insignificante indisciplina.
Éramos obligados a pedir limosna en las peligrosas calles de la ciudad y ser alimentados con comida en mal estado. Si mojábamos las sábanas, nos hacían dormir en el suelo entre cucarachas y plagas de termitas. Estas plagas erosionaban la madera y amenazaban con colapsar el edificio sobre nosotros dentro de algunos años más, y con la prohibición irrefutable de abandonar las instalaciones.
Incluso hubo una noche que Helena tuvo que pasar el resto de la noche en la enfermería llorando por el insoportable dolor de un insecto que se había alojado en su oreja, y después de eso, por el resto de su vida le vendrían dolores en el oído a causa de ello.
Lo que sucedió dentro de los muros de Hamelín siempre ha sido objeto de rumores, especulaciones e incluso acusaciones de organizaciones no gubernamentales que no fueron tan fuertes como las alabanzas que había generado el trabajo de la madre Minerva en favor de los niños necesitados.
En todos esos años nunca me di cuenta o mejor dicho, no quise ver todo lo que se fraguaba en aquel siniestro lugar por medio de golpes y opresión, forjándose la sumisión absoluta en las almas de aquellos cuyos rostros se enmascaraban con la frialdad y el vacío, pretendiendo ocultar una cruda verdad.
El edificio que se había terminado de construir por manos de niños del orfanato y personas ajenas a la institución, y que se le había dado el nombre "Miraculous" comenzó a albergar a un número determinado de infantes de entre los cuales configuraban los niños con necesidades especiales. También se hallaban ahí los bebés que fueron rechazados por nacer con aparentes deformidades y los que ya habían finalizado la pubertad y comenzaban a dar paso a la adolescencia. Era un hecho que una vez dentro del albergue, no podíamos abandonarlo, a veces ni siquiera cuando se alcanzaba la mayoría de edad, y cada vez que alguno lo lograba desapareciendo de la noche a la mañana, ya sea un bebé, un niño o un adolescente, se decía que había sido adoptado o fue víctima de un supuesto suicidio, aunque todos sabíamos que era una mentira para que no sepamos que todos... tarde o temprano acabaríamos muertos o en el manicomio a manos de ellos.
Dejamos de ver a muchos niños, poco a poco iban desapareciendo. Aquellos los habían separado del resto de los niños supuestamente más normales. Era como una sentencia que se evidenciaba por medio de desgarradores gritos que se manifestaban a casi cualquier hora del día. Era imposible huir de aquel suplicio. El edificio Miraculous como el orfanato en sí, estaba rodeado en su totalidad de una valla electrificada, y custodiada por un par de embravecidos perros de raza San Bernardo.
Hubo un niño que se electrocutó cuando trató de gatear debajo de una valla mientras usaba un casco de metal. Murió de quemaduras producidas por electricidad cuando se arrastró bajo un cable de alta tensión e hizo contacto a través del casco de metal que, según pensaba él, lo protegería de los perros. Aquel chico de trece años solamente estaba intentando escapar del orfanato.
Helena vio aquél momento justo de su muerte y rompió en llanto. Helena fue forzada a besar el cadáver de aquel niño que había sido electrocutado por el mismo clérigo que nos golpeó a Aquileo y a mí al querer salvarla.
Aquileo, otros dos niños y yo quisimos intervenir de nuevo; pero una monja con ayuda de un clérigo arrojaron a uno de los dos niños por la ventana desde el tercer piso y al otro lo sumergieron en el agua hasta ahogarlo. Teníamos mucho miedo, nos amenazaban con ahogarnos o que nos encerrarían en un manicomio de por vida si volvíamos a rebelarnos o contábamos lo sucedido.
Al día siguiente, Aquileo había desaparecido, según se decía había sido adoptado. Aunque mi corazón me gritaba que era una vil mentira. La última vez que lo vi fue cuando dijo que quería vengarse de aquel clérigo y de aquel niño extraño que había empujado a Helena provocando que tirase su muñeca al fuego, y que aún lo seguía viendo correr y perderse entre las habitaciones y los pasillos del orfanato a una velocidad curiosamente superior a un gato pese a su diminuto tamaño. Nunca le llegaba ver su rostro al estar cubierto con un viejo suéter rojo con capucha, pero él sabía que había algo malo con ese niño que solía silbar de una manera irregular. Pensaba que la imaginación de Aquileo, producto de los fuertes y recurrentes golpes en su cabeza que sufría de los clérigos, había dado rienda suelta como el resto de los niños que terminaban por inventar cosas según los clérigos y monjas, y que terminaban por ser llevados al edificio Miraculous. Cosas como aquél monstruo que siempre irrumpía en sus habitaciones de noche o que terminaba por llevarse al pobre niño que se aventurara a caminar por los pasillos en la madrugada. Pobre de aquel que intentase escapar porque ya no veía de nuevo la luz del amanecer.
Los monstruos en Hamelín no se encontraban debajo de la cama, sino vestidos con hábitos o en las pesadillas de aquellos que han sufrido, amenazando con devorar sus mentes y apoderarse de sus cuerpos, convirtiéndose así en lo que más temían.
Los demás días posteriores a la desaparición de Aquileo fueron una interminable tortura, puesto que la ausencia de mi amigo y su desconocido paradero hacían del ambiente del orfanato una lúgubre pintura en blanco y negro que parecía que nunca fuera a finalizarse.
La misma angustia de no saber siquiera si estaba vivo o ya lo habían asesinado.
Fueron días de incertidumbre, días llenos de una de las más desgarradoras emociones que puede sentir el ser humano, la impotencia. Saber que hay alguien querido en peligro, y no poder ayudarlo.
Saber que pudo haber sido torturado hasta la muerte y que no hay nada que puedas hacer al respecto.
Después de aquel tiempo sin verlo, sin escuchar su voz y sin olfatear su olor, aprendí después de sufrir mi primera pérdida que no tenía que hacerme demasiado amigo de nadie.
Sentía como un segundo abandono, y que cada vez que volvía un nuevo chico al orfanato buscaba la sonrisa ladeada de mi amigo; para ver si lo habían devuelto.
Sentía cada día su ausencia. Y aprendí a no encariñarme, a no hacer amistades. Me volví algo más huraño y retraído con las personas que no conocía mucho. Me atemorizó involucrarme porque me acordaba de aquel primer niño con el que hice amistad. Incluso dejé de hablarle a Helena aún cuando sabía que no tenía la culpa de nada, pero no quería experimentar de nuevo aquél doloroso sentimiento de abandono cuando se les ocurriera también apartarla de mí. Quería romper cualquier vínculo mientras estuviese dentro de aquel orfanato.