Zignum Meiga Entre las dos caras de la luna

Capítulo 24 La Bestia

-Ulysses, polvo eres y en polvo te convertirás-. Sentenció el sacerdote con el rosario negro entre sus manos que se enroscaba entre sus dedos cual serpiente negra en los pérfidos dedos de un maquiavélico demonio.
Aún tenía el arma entre mis manos a la espera de que pudiera causar el daño suficiente que retrasara, aunque sea por unos instantes, los ataques mortales que se avecinaban rápidamente y que me diera la oportunidad de eludirlos.
En las alturas, suspendida con las alas extendidas se aproximaba la criatura voladora que se había lanzado en picada hacía mí eclipsando con su lúgubre sombra la luz de las lámparas de cobre por donde quiera que pasaba. Permanecí expectante su descenso veloz a que en su cercanía no pudiera escapar de la trayectoria de la bala que estaba a unos segundos de dispararle. De repente, en un movimiento sorpresivo y abrupto, fui empujado por alguien, disparé el arma antes de tiempo por causa del empujón y la bala perforó la base de la fuente bautismal la cual comenzó a resquebrajarse en múltiples grietas que acabaron por romperla totalmente por el peso del agua que contenía y que fue liberada mojando a su paso como un arroyo parte del suelo de la iglesia, formando al final un charco donde nos encontrábamos. El ave se había desvanecido y había reaparecido detrás de mí, y en ese instante me percaté de la intención de ser empujado. El encapuchado había salvado mi vida al empujarme apartándome, de esa manera, de la trayectoria de las puntiagudas garras del ave fantasma. Sin embargo, aquel que recibió el peligroso ataque fue el encapuchado. Su capucha y túnica se habían desgarrado liberando en el instante parte de su rostro y cuerpo. Su cubre bocas se había roto a la mitad y se había formado una larga herida en vertical en su piel que sangraba desde la sien hasta su pecho. El ave fantasma desvío la dirección de su vuelo. Esta vez disparé al ave en pleno vuelo pero las balas sólo llegaban a perforar el techo de la iglesia. De pronto, algo más distrajo mi atención. Introduje mi mano izquierda dentro de mi chamarra mientras en la derecha aún llevaba el arma, y saqué por inercia aquel brillante objeto que había invocado a aquél ángel que me protegió aquella vez de ser una víctima más del Silbador. El hombre de la capucha había desaparecido. El sacerdote ya no se hallaba en el altar sino que se encontraba cerca de mí. Tenía el mismo pérfido rostro, sin embargo, caminó hacia mí como si no fuera él mismo. De repente, en ese preciso instante, sentí las garras del ave fantasma clavándose en mi cabeza. En mi descuido fui hipnotizado por aquel grito tortuoso procedente de las cuerdas vocales de la criatura que parecía oír en un eco a la distancia como si aquel grito de sufrimiento proviniera de algún lugar perdido de alguna gigantesca y oscura cueva infernal que me impedía moverme mientras mis oídos y la parte frontal de mi cabeza derramaban pequeños ríos de sangre. De pie, sobre mi cabeza, el ave fantasma se inclinó a la altura de mi rostro para mostrarme de cabeza su terrorífica faz, su siniestra máscara se partió en dos y los pedazos dejaron al descubierto el resto de su emplumado rostro. Su ojo derecho, oculto tras la anterior máscara, se reveló abriéndose en el instante y caí en el vacío de una inmensa oscuridad creada por sus pupilas. Caí en un profundo y oscuro pozo mental mientras el grito de ultratumba aún permanecía taladrando en lo más profundo de mi ser. Sus plumas del color de la madera caían como la nieve con forma de astillas de madera, y sus fragmentos comenzaban a cubrirme de pies a cabeza. Poco a poco sentía convertirme en una estatua de madera. De pronto, abrí mis manos dejándolas caer a los costados por la fuerza que menguaba por aquellas garras enterradas en mi piel que parecían drenar mi energía, y dejé caer el arma al suelo así como también el objeto que llevaba en la mano izquierda. Aquel era el rosario de Valentina. El reflejo del rosario, que cayó en el agua, mostró un escalpelo brillante que surgió del piso abandonando la superficie reflejada y voló disparada contra el ave fantasma. La criatura soltó mi cabeza y voló velozmente esquivando en el acto el bisturí que iba cual proyectil destinado a perforar su corazón. Enseguida, el espectro de Valentina apareció de inmediato. El ave fantasma apuntó sus garras contra Valentina quien, una vez más, se movió velozmente en su uniforme de enfermera esquivando los ataques de la criatura. El filo del escalpelo logró cortar en algunas áreas el cuerpo de la criatura quien comenzaba a tomar vuelo a distancia. En ese momento, tomé el arma del suelo y apunté rápidamente al sacerdote quien aún se encontraba cerca de mí, aún conociendo su naturaleza inmortal. Extrañamente, esta vez, los hombres armados que lo protegían solamente se limitaban a observar. Ya ni siquiera me apuntaban con sus armas. Mientras Valentina mantenía a raya a la criatura, yo hacía lo mismo con el sacerdote. Sin embargo, sabía que, en cualquier momento, ambos cruzarían la barrera.
-¡Espera!-. Advirtió el sacerdote con las manos en alto. Y comenzó a caminar a paso lento hacia un lado, rodeándome en el sentido contrario de las manecillas del reloj en un semicírculo mientras observaba escudriñando el suelo mojado bajo mis pies. Caminó de lado hasta detenerse y quedar de espaldas al altar.
-Sólo quería decir que... si vas a disparar, esta vez apuntes en medio. Recuerda que mientras más quieta está el agua, más claro es el reflejo-. Aconsejó juntando las palmas de las manos. El rosario ya no se hallaba entre sus pálidas manos. Cavilé sobre lo que quería decir realmente. Escudriñé más allá de sus palabras para tratar de averiguar sus verdaderas intenciones. Podía ver su reflejo en el piso mojado y, en el área del altar donde no había nadie, atisbé una figura humana también reflejada en el agua del piso. Entonces lo entendí.
-¡A un lado!-. Advertí al sacerdote quien hizo caso apartándose rápidamente de la trayectoria de la bala que salió disparada para impactarse en algún punto en el altar. La sangre brotó de un lugar en el altar donde parecía no haber nada y las 59 cuentas del rosario cayeron como pequeñas canicas al piso mojado del altar. Valentina detuvo sus ataques contra la criatura y pareció desvanecerse por un momento. El sacerdote, con sus manos ensangrentadas, se reveló nuevamente en el altar donde nunca se había movido, y cerca de mí, quien estaba realmente, se trataba del encapuchado quien por fin había revelado su ahora lastimado rostro. Los hombres armados que protegían al sacerdote apuntaron sus armas contra nosotros de nuevo. Aquel hombre que había revelado su identidad se colocó en frente de mí interponiéndose entre los hombres armados y yo y protegiéndome cual escudo humano de ellos.
-Como te habrás dado cuenta, el ave fantasma tiene el poder de confundir los sentidos de los que oyen su voz y ven sus ojos. Es decir, puede ser invisible y hacer invisibles a otros siempre y cuando tengan alma, haciendo que veas lo que él quiere para confundirte. Pensarás que está cerca cuando está lejos, y pensarás que estará lejos cuando esté cerca. Sin embargo, ya será demasiado tarde cuando te des cuenta de ello, y lo último que verás son aquellos ojos que arrancarán tu alma y terminarán por convertir tu cuerpo en una estatua de madera-. Habló el misterioso hombre de espaldas a mí.
-¿Y cuándo planeaba decirme eso?-. Repliqué.
-¿De qué sirve decir las cosas a oídos de alguien imprudente?. Además sabía que lo descubrirías tú solo. Descubriste la ubicación del sacerdote ¿cierto?, y pudiste dispararle con sólo ver su cuerpo reflejado y solamente visible en el agua, el único medio por el cual el poder del ave fantasma no tiene efecto, ya que en realidad no viste su ilusión sino el reflejo en el agua que muestra la verdadera apariencia. Ahora dime, ¿Cómo supiste que destruyendo el rosario, destruirías también el vínculo del sacerdote con la criatura? ¿Ves a aquellos hombres que iban a dispararnos? Ahora no pueden vernos, no saben dónde apuntar, pues han caído bajo el influjo de la criatura que al parecer se ha vuelto a nuestro favor-. Dijo aquél hombre, y al instante, los hombres armados voltearon sus armas hacia ellos mismos y comenzaron a dispararse entre sí hasta caer al suelo y teñir de rojo el agua del suelo con su sangre derramada.
-Tal vez piense que estoy loco pero lo vi en una visión, la misma visión donde te vi morir. Alguien me mostró aquel artilugio en forma de rosario hecho de piedras de un raro mineral que tiene la habilidad de percibir la energía de personas con facultades especiales. De ser así, también habría la posibilidad de que controlara el poder percibido. Aunque aún no sé cómo es posible eso. De hecho, nada de esto es posible.
-Es sencillo, el alma del ave fantasma se encontraba atrapado en el rosario negro y éste se encargaba de darle poder a Abelard para localizar a sus víctimas-. Al decir esto, pensé en la posibilidad de que el alma de Valentina estuviera de alguna manera aún viva, atrapada dentro de su rosario de oro blanco, y que fuera éste el vínculo para llamarla cuando yo estuviese en peligro.
-No creas que estás loco muchacho, ya que aquí todo es una locura, más sin embargo también es real. Aunque sigue siendo un misterio el mineral del que estaba fabricado aquel rosario que tú destruiste.
-¿Y qué hubiera pasado si el ave fantasma no hubiese detenido a los tiradores? Hubieras muerto acribillado al interponerte entre las balas y yo. ¿Por qué arriesgaste tu vida de esa manera después de que te disparé?.
-Te dije que si tenía que romper tus huesos para salvar tu vida, lo haría sin dudarlo. Eso incluye arriesgar mi propia vida.
-¡¿Pero por qué?!.
-Porque me recuerdas a mi hijo. Y no te preocupes por lo que me pase, soy más resistente de lo que podrías imaginar. Además, estaba seguro que el ave fantasma detendría a los tiradores porque sé muy bien quién es. El ave fantasma es mi hijo Zazil-.
De repente, alguien comenzó a aplaudir, aquél era el sacerdote quien se encontraba totalmente sanado y libre de heridas de bala.
-Otra vez el indio inicuo. Así que nos volvemos a ver Zamná. Creí haber acabado contigo.
-No digas estupideces. Una maldición como esa jamás acabaría con este viejo-.
De pronto, las puertas de la iglesia comenzaron a azotarse como si alguien o algo quisiera entrar con violencia.
-Tan insensato y casquivano como siempre. Me gustaría quedarme a ver el encuentro familiar entre padre e hijo, pero me temo que será en otra ocasión. Ya tendré la oportunidad de acabar contigo con mis propias manos y de terminar de despojar al inválido del resto de sus extremidades. No se sorprenda joven Ulysses, pude sentir el nulo calor de tu pierna en la patada que me lanzaste que me reveló de tu discapacidad, y por eso declino la invitación. No deseo tener a alguien así en la cofradía quien sólo busca de la perfección de sus adeptos. Ahora, alguien más a venido a verlos. Me tomé la libertad de avisar al pueblo ladino que el judío que andan buscando se encuentra aquí mismo en la iglesia y no tardarán mucho en traspasar esas puertas para acabar con ustedes-. Avisó el sacerdote. Por fortuna Zamná había cerrado bien las puertas después de entrar al lugar.
-Mucha suerte caballeros. Ahora sí me disculpan tengo asuntos que atender-. Se despidió el sacerdote tomando en el instante el incensario de bronce que se encontraba sobre la mesa cercana a una de las estatuas de los santos del altar y partió dirigiéndose a la sacristía.
Enseguida, el ave fantasma y Valentina aparecieron abruptamente en un ataque simultáneo en contra del sacerdote, quien en un veloz movimiento empuñó la argolla del incensario de bronce y en un movimiento de muñeca, cual si fuese un péndulo, balanceó a la altura de su pecho una vez.
-Pulvis es et in pulverem-. Rezó el abyecto sacerdote y en el instante el ave fantasma y Valentina fueron convertidos en bruma la cual fue aspirada por el incensario. El sacerdote se dio la vuelta nuevamente para retirarse. Sin importar mi vida más que el alma de Valentina, corrí lo más rápido posible bloqueando su paso a la sacristía para intentar detenerlo. Apunté nuevamente con el arma y disparé múltiples veces a su rostro y pecho a una distancia considerable, pero en segundos, las balas iban siendo expulsadas de su cuerpo y sus heridas iban cerrándose tan rápidamente como entraban las balas en él. Se iba regenerando más rápido que antes e iba cerrando su distancia hacia mí cada vez más. Zamná sacó rápidamente debajo de su capucha una pequeña vara de bambú la cual convirtió rápidamente en una daga recta al sacar la hoja de su funda de bambú y apuñaló en el acto la espalda del sacerdote. El ruido de la muchedumbre fuera de la iglesia se apaciguó probablemente a causa de los estridentes disparos.
-¡No dejaré que te lleves a mi hijo, maldito bastardo!-. Imprecó Zamná.
-¡Ya basta! ¡No permitiré más insolencias de míseros humanos como ustedes! ¡Pagarán caro su osadía! No planeaba manchar mis manos con su sangre impura pero, bajo estas circunstancias, no me queda de otra más que acabar con su inútil existencia cuanto antes y de paso masacrar a esa escoria ladina en cuanto den un paso al interior de este lugar-. Imprecó el sacerdote, en ese preciso instante, un ojo con pupila grisácea se abrió en el centro de su frente y un remolino de aire, opaco y gris translúcido, tan denso y casi tangible como la niebla matutina en invierno, apareció de la nada engullendo al sacerdote de tres ojos en su interior para después escupir algo salvaje de una hostilidad y cólera tales que amedrentarían hasta el más valiente. Aquella bestia era semejante a un terrible y descomunal lobo gris de excepcional tamaño como aquella especie de lobos extintos que vivieron en el pleistoceno. Poseía dos ojos grises, sus extremidades eran largas, el morro era largo y las mandíbulas potentes, con dientes gruesos y fuertes capaces de triturar huesos, y llevaba una marca circular en el centro de su frente. El remolino de aire se desvaneció en cuanto apareció aquel lobo y, al emerger en un salto fuera del remolino, metió precipitadamente el incensario que había caído al suelo dentro de sus fauces y lo engulló en un instante. Lo último que se vio de aquel objeto fue la cadena que desapareció en la oscuridad de su boca hasta caer en sus entrañas. Las almas de aquellos seres más queridos fueran tragadas por aquel único animal que tenía el poder de influir en mi mente mi más grande fobia. El pavor por aquella bestia, que antes fuese un vil sacerdote, era indescriptible pero el miedo de perder a Valentina lo era aún más. La daga salió disparada del cuerpo del lobo soltando un feroz aullido que reverbero en todas las paredes de la iglesia hasta penetrar en mis oídos y volverse un sonido aún más despreciable que el grito del ave fantasma, y en un veloz movimiento las fauces de la bestia se precipitaron con suma violencia sobre el cuerpo de Zamná. Sus mandíbulas se clavaron en su pecho para luego lanzarlo, cual muñeco de carne, con gran potencia contra una pared cercana al altar, causando que se rompiera accidentalmente al caer al piso, por la potencia del golpe, la estatuilla realista del niño Dios que liberó en el acto un polvo extraño que parecían ser cenizas. Zamná tras ser arrojado en esa violenta y mortal acción, el lobo dirigió su hostil y grisácea mirada hacia mí y saltó impetuosamente al ataque. De repente, Zamná apareció de la nada y arremetió contra el lobo interponiéndose de un salto entre el lobo y yo. Y mirándome sobre su hombro, con heridas sangrantes, mientras inmovilizaba con una fuerza sobrehumana el hocico del furioso lobo, vociferó.
-¡Corre muchacho y salva tu vida!-.
La situación era en extremo desfavorable. La causa de aquel frío sobrecogedor que me atenazaba por todas partes se hallaba frente a mí. Aquellos gruñidos descarnados me hacían sentir presa del pánico.
Hice empero, un violento esfuerzo de voluntad para serenarme pero la evocación de las estériles pesadillas encarnadas en la atroz existencia de este fiero animal hacían mella en mi mente que, con cada gota de sudor frío que recorría mi temblorosa piel, gritaba desesperadamente que escapara cuanto antes, y mi corazón, que latía a mil por hora, imploraba con cada temeroso latido salir de mi pecho y abandonarme a mi suerte, pero mi alma, que estaba a punto de perder, le susurraba a mis fuerzas endebles, laxas, que debía seguir luchando. No podía abandonar a Zamná, no podía dejarlo morir. Y lo que no me permitía dar marcha atrás era la decisión irrevocable de no perder a Valentina otra vez. El lobo gruñó encolerizado y mordió el cuello de Zamná quien soltó un alarido de dolor por aquellos filosos colmillos que se enterraban cada vez más en su áspera piel. Cualquier intento de lucha de mi parte habría sido infructuoso. Sabía que no podía hacer nada más que esperar a convertirme en su siguiente víctima. "Huye hoy, pelea mañana". Eran las palabras que me repetía una y otra vez que me permitieran salir del trance en el que me había sumido y poder escapar. No me podía permitir morir sin haber dado batalla. No podía dejar que me devorasen sin haber salvado el alma de Valentina. Maldecía la inclemencia de un momento que me obligaba a tomar una cruel decisión.
Fui un idiota al pensar que lo mataría tan fácilmente. Zamná me lo había dicho y ahora moriría por mi culpa. El resultado de tales afanes me conduciría a una única decisión.
Besé el rosario de Valentina antes de guardarla una vez más en mi chaqueta, pidiendo perdón, pues había decidido huir de aquel lugar.
Pero antes de dar un paso atrás, mis ojos necios buscaron cualquier ínfimo detalle por más fútil y prosaico que pareciera que al final fuese la clave trascendente para detener a la bestia. Como aquella vez que mis ojos, posando su atención sobre la imagen reflejada en el agua, desvelaron así el engaño del ave fantasma. De pronto, un extraño destelló refulgió en mis pupilas llamando de nuevo mi atención. Fue entonces cuando mi extraviada mirada vino a fijarse en un objeto.
Aquella luz provenía de un objeto semienterrado en las cenizas que escaparon de la estatua del niño Dios al quebrarse. Aquél objeto se trataba de una llave de oro en forma de un escorpión látigo. La bestia miró en la dirección de la llave al percatarse de mi impresión al haberla encontrado. Como si la hubiese escondido ahí con un fin, tal vez esperando a que nunca fuese encontrada.
Para llamar su atención y que de esa manera soltase el cuerpo de Zamná, corrí apresuradamente hacia la llave mientras Zamná mantenía al lobo a duras penas sujetándolo de sus fauces. Llegué al altar y tomé rápidamente la llave. En ese instante, tuve una breve visión que duró tan sólo unos instantes. Vi La cruz que era impuesta en la frente de varios feligreses por los dedos del sacerdote mientras sentenciaba: "Polvo eres y en polvo te convertirás". Sin embargo, pude descubrir que las cenizas que utilizaba no eran las de la quema de los ramos bendecidos que se usaban en esta ceremonia sino que usaba cenizas de aquellas víctimas infantiles que él asesinó.
En seguida, la bestia arrancó de una mordida parte del cuello y hombro de Zamná lanzando brutalmente en el acto su cuerpo contra las bancas de la iglesia. Sabía que esta vez lo había asesinado y que mi plan para distraerlo había fracasado. Corrí de regreso a la puerta de la sacristía con la llave guardada en mi chaqueta. De pronto, en ese preciso instante, fui abatido por la fuerza descomunal de la bestia cuya energía, conservada en exceso, pedía a gritos ser descargada de la manera más atroz y despiadada contra mi cuerpo que, en contraste con él, se sentía vencido por una fatiga fuera de la común esperando quedar sumido en un sueño muy pesado entrecortado por turbulentas pesadillas. Al derribarme, dejé escapar un breve grito inarticulado, sentí mi espalda azotarse fuertemente contra el piso.
La bestia que me restregó contra el suelo causó que tirase el arma. Para mi fortuna, al momento de caer al suelo, logré percatarme a tiempo de la daga de Zamná que se encontraba a escasos centímetros cerca de mí. Alargué mi mano y tomé rápidamente la daga. La bestia abrió su boca y atacó con premura en dirección a mi rostro. Sin embargo, la bestia, al abrir su boca e intentar morderme, sus fauces fueron atravesadas en el instante por la punta de la daga que logré meter verticalmente en el interior de su boca y que le imposibilitó cerrarla en una mordida mortal.
Pude observar de cerca sus grandes ojos grises cenizos, del mismo color que su pelaje, que eran rasgos de una apariencia recíproca y familiar que yacía dormida en mi interior.
De inmediato, aprovechando aquel momento, tomé rápidamente el arma de nuevo, giré rodando lateralmente fuera de su alcance y emprendí de nuevo la huida en dirección a la sacristía. No podía salir por la entrada de la iglesia sabiendo de antemano que, de hacerlo, pondría en riesgo a la demás gente que hace unas horas llenaba de algarabía la festividad del pueblo. Resultaba forzoso moverse con presteza. Abrí la puerta de la sacristía, entré y enseguida cerré la puerta tras de mí mientras la bestia buscaba la forma de desencajarse la daga de su hocico. La luz de las lámparas de cobre iluminaba el interior del lugar donde se hallaba un pequeño pasillo que conducía a unas escaleras que llevaban a un sitio bajo la iglesia como una especie de sótano. Bajé rápidamente las escaleras que me llevaron a una puerta de madera sólida con cerrojo. Desafortunadamente la cerradura no coincidía con la llave encontrada. Disparé el arma apuntándole al cerrojo pero la puerta no se abrió. Recordé que cada puerta tenía un punto débil según cómo fue fabricada.
Las puertas más pesadas eran más débiles en el seguro y justo debajo del cerrojo.
Analicé rápidamente la puerta para dilucidar la parte más frágil que normalmente se encontraban en el marco, el seguro o la cerradura que en estos momentos debería serlo por el aquel impacto de bala. Me concentré en la zona justo debajo del picaporte. Respiré hondo una vez, y me preparé para golpear. Levanté mi pierna y pateé. Con la pierna derecha, pateé de lado la zona que quedaba justo debajo del picaporte con bastante fuerza. Al propiciar la patada con todas mis fuerzas, me aseguré de mantener firme la pierna izquierda de la prótesis en la que me apoyé para así transferir en la patada la mayor energía posible.
Cuando pateé, se sintió como si estuviera "cayendo" sobre el objetivo. Sentí que la puerta se inclinó hacia adentro un poco cuando la pateé. Entonces la pateé de nuevo en ese mismo punto. Dada la dureza de la madera, necesitaba más de un golpe antes de romperse. En el caso de la puerta de la casa de Gema, ella pudo abrir la puerta de inmediato porque la puerta ya se había ablandado con el fuego. En algún momento de dar patadas, el marco de la puerta se astilló y pude soltarlo de un golpe. La puerta por fin se había abierto. Enseguida, entré sin más demora y accedí por el umbral hacia un pasaje de mina subterránea con rieles. Ahí, increíblemente, se hallaba un vehículo con cabina de conducción con tres vagones en fila el cual funcionaba con electricidad. Al escuchar a la bestia aproximarse, enseguida me subí y lo encendí, al tiempo que se encendieron un par de luces rojas que se encontraban delante del vehículo y que iluminarían el camino. El vehículo arrancó a través del misterioso túnel el cual trajo a mi mente el recuerdo de aquellas instalaciones subterráneas del Bohemian Collyseum en Praga y de su túnel por el cual pude escapar.
De nuevo me vi entre oscuras paredes, entre fétidos olores, entre sendas oscuras de aquella mina del hastío. No podía desistir ante tal empresa. La atmósfera se volvía cada vez más densa. Visiones, en sueños la verdad se escondía. Era todo un desafío discernir la verdad, aunque, a veces, la más somera reflexión podría abrirle los ojos al más ciego respecto a tantos engaños. Los arcontes tomaban de las naciones subdesarrolladas sus minerales, robaban hasta que agotaban la riqueza del suelo, le ponían precio a la vida, condicionaban el constructo social, e inconformes succionaban hasta el alma misma y luego migraban a otras naciones en busca de nuevos bancos de riqueza, así habían llegado hasta este lugar.
Cada persona era una riqueza y por guerras entre naciones se perdían. Y por aquel monstruo impasible e imperturbable llamado guerra, una medalla era el consuelo para silenciarnos, para "alegrarnos el espíritu..." Como si una maldita medalla pudiera borrar las pesadillas que aguardaban; impacientes, en las noches por el resto de nuestras vidas.
Terminado el conflicto, los perros de la guerra recogían el Poder; el resto de la población recogía sus cadáveres...
Éramos sólo juguetes bélicos en manos del poder constituido por ellos.
Todo sería tan diferente si los líderes de las naciones resolvieran sus problemas entre ellos en un cuadrilátero del Bohemian Collyseum, enfrentando a los presidentes, ministros, asambleístas y demás PERROS DE LA GUERRA; dándose puñetazos los unos a los otros hasta que les sangren inclusive sus obscuras almas y no fabricando viudas y huérfanos en los frentes de batalla.
No había que darle juego al odio, a la desesperanza y a la venganza. Había que aumentar la riqueza de otros. Dar amor, reproducir en otros buenos sentimientos. Tal vez así aquellos viles ojos no se fijarían ya más en nosotros.
Desgraciadamente éste era un mundo de ciegos, de mudos y de sordos; ahogados de egos al por mayor, viviendo en la comodidad de la ignorancia y la estupidez, olvidando la gratitud y humildad, enturbiando de esa manera el alma, preparándola como un platillo especial para ser consumida cual manjar para sádicos reyes.
Dentro de la caverna, pude descubrir con horror la ubicación de los restos de todos los extraviados del terremoto que, como una tumba olvidada, yacían sus huesos en horribles posiciones decorando las paredes del túnel cada 50 metros como una perturbadora galería de arte bizarro donde el tema a tratar era la tortura.
Después de vagar durante más de media hora aproximadamente por las enfermizas y prohibidas galerías de la caverna, me había encontrado incapaz de regresar por los mismos tortuosos vericuetos que había recorrido desde que entré por aquella puerta. Y hubiera estado sumergido en la negrura total y casi palpable de las entrañas de la tierra si no fuera por las luces rojas poco firmes y evanescentes que emitía el vehículo. Había llegado a un lugar en el túnel donde se dividía en dos caminos, uno más estrecho que el otro. Seguí por el camino más amplio.
Habían pasado cerca de 40 minutos cuando de pronto, con un sobresalto, algo me llamó la atención. Con aprensión pude escuchar el suave ruido de pasos acercándose sobre el
rocoso pavimento ultraterreno del túnel.
Tales pasos, que no correspondían a ningún ser humano mortal, avanzaban sin titubear. Pese al ruido que producían el vehículo y los vagones al avanzar por los rieles, me parecía distinguir las pisadas de cuatro patas. Estos impactos eran blandos y cautelosos, como producidos por las garras de un felino o un lobo. Desafortunadamente, sin luces traseras en el vehículo que pudieran alumbrar lo que se acercaba, aquello se revelaría al final en el momento justo cuando ya se encontrara a unos centímetros de mí.
Era evidente que aquello, que estaba sumido en la oscuridad, percibía mi olor, lo había estado siguiendo desde una gran distancia en una atmósfera como el túnel que se encontraba libre de efluvios ajenos que pudieran distraerlo. Se acercaban cada vez más las terroríficas pisadas de las zarpas.
Podía escuchar la trabajosa respiración de aquello que resollaba como si viniera de muy lejos.
Comprendí que debía de
haber recorrido una distancia considerable, probablemente desde la entrada del túnel y que estaba por ello fatigado. Escuché como aquello
saltaba y volvía a caer a cierta distancia; allí pareció detenerse. Luego, un salto más. El eco del túnel parecía estar jugando con mi mente, ya que de cuatro pisadas captadas por mis oídos, ahora pasaron a ser ocho. Como si se trataran de dos y no sólo uno.
Intentaba acelerar más. Sin embargo, el vehículo no podía ir más rápido.
Y fue allí donde hizo acto de presencia, con las patas delanteras en ataque, aquella bestia infernal que se había subido al último vagón del vehículo.
Saltó con gran rapidez de vagón en vagón hasta llegar detrás de la cabina donde yo me encontraba. Pude divisar por la ventanilla como aquel lobo se arrojó impetuosamente para romper la parte trasera de la cabina, sin embargo, algo lo detuvo. Un segundo lobo había saltado también a uno de los vagones en movimiento y comenzaba a atacar al primer lobo. El segundo lobo era semejante al primero con la diferencia que su pelaje era de color café al igual que sus enormes ojos marrones y llevaba tatuado extraños símbolos blancos como marcas de alguna cultura indígena, mística y olvidada en su espeso pelaje pardo. Aquel lobo parecía un enorme oso pardo. Las dos bestias comenzaron una salvaje y sobrenatural batalla donde ninguno de los dos cedía a los ataques del otro. El lobo pardo poseía una fuerza y fiereza descomunal y el lobo gris poseía una velocidad imparable. Ambos atacaban con sus fauces y fuerza corporal de tal forma que parecía que en cualquier momento acabarían por volcar el vehículo. La luz que comenzaba hacerse visible al final del túnel auguraba una salida. Poco a poco comenzaba a divisarla. De pronto, el lobo gris fue lanzado precipitándose entre los rieles delante del vehículo que estaba por arrollarlo.
No obstante, la bestia saltó una vez más antes de ser aplastado y se sujetó con habilidad al vehículo. Increíblemente sus patas delanteras se habían transformado. El lobo había alterado la forma de sus patas en un par de enormes manos humanas con garras de lobo y se sujetaba con fuerza con ellas del vehículo. En seguida, el lobo gris rompió el cristal de la ventana del vehículo con la parte superior de su cabeza e introdujo su hocico por el agujero con la intención de devorarme. Sus fauces estuvieron a punto de alcanzarme cuando el lobo pardo agarró de la cabeza de la bestia gris, habiendo también transformado sus patas como grandes extremidades humanoides, y lo lanzó fuera del túnel. Sin más camino que recorrer más que una curvatura de los rieles que doblaban y regresaban hacia si mismos para comenzar el retorno, el vehículo por fin había llegado a su destino.




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