Zignum Meiga Entre las dos caras de la luna Parte 2

Capítulo 18 La Cueva

En aquel lugar, por el cual se llegaba a través del tubo volcánico en conjunto con mano de obra de más de diez kilómetros de largo aproximadamente, se hallaba una cueva compuesta de basalto. Y en medio de la caverna, la cual se hallaba iluminada por antorchas, se encontraba una reluciente estatua de obsidiana negra de un caballo esquelético montado por su jinete quien llevaba una máscara de chacal en su rostro y una balanza en su diestra. Ahí también se hallaban en fila varias jaulas con varias especies de animales, tales como monos araña, aves exóticas como guacamayas y quetzales, tapires, tigrillos, pumas y jaguares. Aquel sitio, el cual traficaba con animales, indicaba que tal vez la doble S se hallaba cerca. Por más que quisiera, no podía liberar a los animales en ese momento. Debía sobrevivir primero y buscar ayuda para acabar con el problema de raíz. 
Salí corriendo del vehículo y me dirigí a aquel lugar de la siniestra cueva. El lobo pardo, que había adoptado una forma humanoide en su cuerpo de bestia, corrió en sus cuatro extremidades y siguió en su batalla contra la otra criatura, que también había cambiado a un aspecto más erguido, la cual se desató ahora en lo que parecía ser la guarida de alguien. Aproveché el instante en el que ambos lobos se encontraban peleando mediante mordidas y zarpazos entre las rocas volcánicas para intentar escapar hacia un lugar seguro, pero eso no existía en aquella cueva de la muerte. De repente y sin previo aviso, me vi rodeado de cinco personas que me apuntaban con armas de fuego y que ocultaban sus rostros con pasamontañas. No obstante, el ruido de los lobos derribando las rocas a causa de la batalla los distrajo. La batalla de los lobos se llevaba a cabo dentro de la misma cueva e ignorarlos era imposible. De pronto, uno más de los hombres con pasamontañas apareció y disparó contra los que me tenían rodeado, logrando acabar con tres de ellos. Yo aproveché el instante y saqué el arma que aún llevaba y disparé a acabando con los otros dos restantes. Apunté de inmediato con el arma al hombre del pasamontañas y éste, de improviso, se la quitó revelando su identidad. Aquel hombre se trataba del agente Sirhan Ramsey. Inesperadamente, de entre las rocas, aparecieron tres extraños provistos con túnicas negras y con máscaras funerarias mayas de mosaico de piedra de jade. Máscaras ceremoniales brillantes de color verde que representaban a los temibles dioses del inframundo cubrían sus misteriosos rostros. Junto a ellos, en colaboración, aparecieron una docena de hombres con pasamontañas que nos apuntaban con sus armas de fuego una vez más. 
Mi mente viajó hasta aquellos días en el infierno iraní. 
Podía sentir de nuevo el estremecimiento constante del suelo sísmico que pisábamos; cadáveres por doquier, a nuestro alrededor todo era sangre, miembros desmembrados y un mar de cadáveres hediondos a descomposición de un sueño de victoria que se había tornado en una violenta pesadilla.
No era una fiesta ni eran fuegos artificiales; era una masacre, los soldados caían ante las ametralladoras al lanzarse sobre ellas como moscas sobre la miel; el NAPALM lo incendiaba todo a su paso; las bengalas que atravesaban la oscuridad nocturna hiriéndola como saetas sin destino ni acomodo; eran balas depredadoras buscando a su presa, alcanzando a su víctima para morir en ella como morían las abejas al clavar sus aguijones. 
El desierto, el sueño, el hambre, la fiebre, los insectos, las botas sudadas, las manos cansadas, la gripe, la muerte; el alma misma que yace inerte y apática, fragmentos fratricidas y balas despiadadas; y este dedo desquiciado que jalaba de nuevo el gatillo automáticamente. 
Eran todo retazos de una pintura infernal.
La pólvora invadía mi olfato otra vez. El miedo impregnaba mi garganta. 
El silbido de las balas recordaba la fragilidad de la existencia. Las balas destrozaban cuerpos y los demonios comían almas; y la sangre estaba por mezclarse de nuevo con la aurora.
La sangre se derramaría sobre ocasos que cerraban sus turbios ojos ante el clamor de la muerte.
No quedaba otro remedio que salvar nuestras vidas matando al enemigo. 
No eran hombres, eran demonios.
Recomenzaba la carnicería.
Volví a correr, jadear, respirar con suma dificultad; como aquellos días en los que buscaba escapar de las balas y acaparar el escaso oxígeno para los pulmones acartonados entre gases y humaredas. 
El suelo se estremecía de nuevo junto a mi alma con cada estallido certero, con cada atronadora explosión; cada vez más cerca, cada vez más real y alucinante. En la guerra corríamos de un lado a otro buscando guarecernos; caíamos una y otra vez comiendo tierra; nos alzábamos nuevamente y volvíamos a correr de espaldas y en retroceso mientras disparábamos al frente. 
-¡Levántate y dispara y corre y sigue disparando!- Esa era la orden que había que obedecer.
Mi mente estaba dividida en dos momentos caóticos.
En la cueva, el agente y yo corrimos escudándonos detrás de la escultura de obsidiana.
En la guerra, entre gritos y estallidos y murallas incendiadas atravesamos la zona calcinada cual saetas embriagadas de coraje.
En la cueva, el agente y yo nos resguardamos en seguida de las balas del enemigo detrás de las rocas de la caverna. 
En la guerra, para resguardarnos, cavamos las trincheras, hondas como fosas, húmedas como tumbas, terribles como pesadillas. 
En la cueva, uno de los dos había sido alcanzado por una bala en el hombro izquierdo, mientras que los de la doble S nos seguían disparando. 
En la guerra, después de cada batalla sólo quedaban fracturas, quemaduras, cortadas y cicatrices profundas como el pánico que se instalaba en las entrañas. Y cadáveres y sueños rotos; cadáveres alfombrando plazas como festín para cuervos, y huérfanos y familias desmembradas en ambos bandos. 
Los animales enjaulados en la cueva nos temían del mismo modo que los civiles en la guerra tenían miedo de nosotros; ya no sabían si nos había traído algún dios o algún demonio; no confiaban, sólo temblaban, sólo lloraban y suplicaban de rodillas. Y se escondían al vernos a lo lejos... Unos temblaban, otros gritaban, otros lloraban y suplicaban por sus vidas; otros, inmutables, nos observaban con la ira propia de una fiera asesina cuando asecha a su presa. 
Después de un año, me había hartado ya de esta maldita conflagración y cansado, cansado de matar, cansado de morir poco a poco, tan cansado que prefería que me fusilaran de una buena vez a seguir en este insufrible averno; a continuar en este mundo bizarro, surrealista y al revés. Me confesaba desertor y objetor de consciencia; y con los brazos caídos me declaraba en huelga de armas, hasta ese día en el que vi a esa pequeña niña correr hacia nosotros. Traía explosivos atados a su pequeño cuerpo. Yo, al verla antes que ellos, era el único que podía detenerla con un disparo en su frente. Sin embargo, decidí no hacerlo. Por el ruido de las balas nunca escucharon mis gritos de alerta y decidí correr hacia ellos. Luego ocurrió la explosión. Después de eso, yacía atrapado en una fosa dejada por la explosión de aquella bomba, rodeado de cadáveres ya putrefactos, sumergido en mi propia sangre de la pierna que había perdido, sumergido entre lágrimas resentidas, de desesperación y odio y rencor y resentimientos...
Ya no me quedaba sino el vacío, ya no me otorgaban nada sino balazos, ya mis amigos estaban en fosas sin una lápida, sin una cruz. Ya no sabía lo que era la luz, todo era tinieblas hasta de día... todo era horrendo como un infierno. 
Esta guerra se me había hecho eterna en este tiempo que; aletargado, se hacía tan largo sin fenecer. Fenecía yo, de a poco a poco. Perecía yo, cada minuto, como cada instante un hombre en la guerra muere bajo la lluvia de artillería... 
Sentía odio y rencor, resentimiento... Tanto que matar no satisfacía. Quería más; más sadismo, más tortura, quería ver a todos aquellos desalmados suplicando inútilmente mientras cortaba poco a poco sus falanges, mientras clavaba mi puñal en sus entrañas, mientras hundía mis pulgares en las cuencas de sus ojos. Quería oírles gritar con desespero; quería verles llorar con frenesí, y quería hervirlos; tal vez, a fuego lento y destruirlos tantas veces como pueda destrozando sus órganos por dentro. Tenía también pánico y terror; tenía ansias y apatía, tenía ganas de cortarles las orejas como a toros... como a toros en corrida para luego desmembrarlos mientras chillaban. Quería arrancarles las extremidades así como me habían quitado la mía... Quería muerte y venganza, y más venganza todavía... 
En la confusión, no me percataba de mis compañeros caídos, no me daba cuenta que había heridos a ambos lados de mi cuerpo. De pronto, en ese momento, sentía que no me hallaba en mi cuerpo; estaba alienado totalmente como máquina sin freno, sentía que corría sin consciencia, sin razonamiento alguno... Ya no escuchaba, ya no veía, ya no sentía, ya no pensaba... Me había transformado en una fiera asesina, en una máquina mortal, en instinto puro, en una bestia, en un lobo negro.
Y eso es lo que todos éramos al fin y al cabo, fieras acorraladas en los campos de batalla... 
Todos eran enemigos ante el fragor de la batalla. Hasta el llanto inocente de un niño se disfrazaba de amenaza... 
Mi personalidad se deformaba ante tanta aberración dantesca. El yo se desintegraba. Los fantasmas al fin asaltaban mis sueños; persiguiéndome y exigiéndome cuentas. 
Los espectros de soldados adversarios me gritaban entre sueños ¡ASESINO! Me acusaban de fabricar ataúdes y féretros y huérfanos y viudas y llantos infinitos. ¡Asesino, asesino, asesino! se repetía como un eco la sentencia que destrozaba todo signo de cordura...
Porque moría otro poco cada vez que caía un adversario bajo el fuego insensible de las armas que empuñaba. Había muerto ya tantas veces como enemigos había logrado abatir.
La tragedia de la guerra seguía acosando como plaga invencible a la humanidad y continuaba mostrándonos la peor de sus semblanzas ante los ojos atónitos de los siglos y su historia... Ya era hora de que se acabara el fanatismo, la xenofobia, la segregación y demás atrocidades. Pero las rencillas se multiplicaban. Los odios se encarnecían. Los xenófobos se multiplicaban como termitas que todo lo devoran y la guerra volvía a traer consigo hambre, plagas e incrementaba la miseria del hombre y todo eso se convertía en un festín para cuervos, en un festín para lobos, en un festín para los arcontes.
Al final, en la cueva como en la guerra, los enemigos nos tenían asediados. Sólo faltaba que ocurriese un milagro. Uno que tal vez nunca llegaría. De repente, en ese preciso instante en que la esperanza feneció, se escuchó el aullido de un lobo voraz que anunciaba su último aliento, pues también había fenecido. Su corazón había dejado de latir.
Hubo violencia en aquella noche turbia en que el terror tomó lugar.
La lluvia de balas no cedía, y parecía que no fuera a terminar nunca. Cada disparo explosivo le traía a mi mente un odiado fragmento de la guerra. Las termitas que todo lo devoran habían devorado también mi poca cordura. Sentía que me había vuelto loco. Recordaba fragmentos de aquel lobo negro en el que me había convertido, desconociendo si aquel recuerdo era real o una fantástica pesadilla producto de la fiebre que se desató por tanta sangre derramada de aquella pierna perdida. Lo único que logré recordar después de la explosión en el que perdí la pierna fue que desperté en el hospital sin saber cómo había sobrevivido. 
Perdido en mis memorias y reflexiones por aquellos traumas que llegaban a través de los zumbidos de las balas, comencé a desasociar. Mientras tanto, los enemigos se acercaban a la roca donde nos resguardábamos. No me había percatado de que una de las balas de los enemigos había perforado el hombro izquierdo del agente, además de que intentaba decirme algo. No alcanzaba escuchar sus palabras. El eco de las pesadillas prevalecía. Todo la realidad se había ido al carajo, todo lo había mezclado como un revoltijo en la mente de un desquiciado. Era como un demente sin conciencia. Mi mente ya no se hallaba en la cueva, se hallaba en Irak. Veía al agente Sirhan como uno de mis compañeros de guerra y a los miembros de la Doble S como el bando enemigo, era como si el tiempo no hubiera pasado y, perdido en un limbo, aún permanecía en la guerra. 
De repente, el aullido resonante del lobo, que se magnificaba dentro de la cueva, me trajo de vuelta. Desperté como cuando se despierta de una pesadilla para continuar viviendo en otra. El agente Sirhan sujetaba a presión su herida, intentando detener la hemorragia producida por la bala alojada en su hombro izquierdo. 
-¿Qué ocurrió contigo? ¿A dónde te habías ido? ¡ Sea como sea no hagas eso de nuevo!-. Me reprendió el agente por mi anterior estado mental. 
-Pon atención soldado... Debemos ganar el mayor tiempo posible distrayendo a la Doble S.
-¿De qué hablas? ¿Qué ocurre?.
-Te lo diré sólo una vez más, esos malditos raptaron a Eshkol y lo han traído hasta aquí. Por suerte me encontraba cerca del área en busca de la guarida secreta de la Doble S. El sacerdote Abelard hizo un llamado a sus informantes que estuviésemos en guardia, ya que pronto se efectuaría un ritual de sacrificio. Había escuchado que tenían un escondite bajo las faldas de un volcán inactivo en la reserva natural de Santa Clara, aunque no conocía su ubicación exacta, sólo sabía que se trataba de una cueva por la cual convergen varios tubos volcánicos. Debiste llegar aquí por uno de ellos, ¿no es así?. Quería detenerlos, pensaba que la víctima sería un niño, pero cuando de improviso alguien llegó corriendo hacia mí, lo supe en ese instante al ver que no se hallaba con él. Entonces recibí ayuda de quien menos esperaba, pude encontrarlo gracias a Zeév, su perro guía que vino hasta aquí olfateando su olor. Entré por una de las trampillas que yacen ocultas alrededor de la zona y que me dio acceso a este lugar. Ahora debemos rescatarlo antes que el resto de los miembros de la Doble S lleguen hasta aquí.
-¿Y Eshkol dónde está?.
-Mira ahí-.
Dijo Sirhan señalando por donde estaban los tres tipos enmascarados. Y justo detrás de ellos, lo vi. Estaba de pie, atado por una cuerda a una roca en forma de lanza. Había permanecido inmóvil con los ojos cerrados y la cabeza baja todo el tiempo, como si no hubiera estado ahí. Y parecía que movía los labios rápidamente como si rezara unos cánticos inaudibles. 
Mientras tanto, el aullido del lobo, que taladraba por última vez mis oídos, se iba apagando al igual que sus últimos jadeos de perro rabioso. 
Habían peleado por tan sólo unos minutos pero había parecido una eterna batalla. Al final se supo quién fue el más fuerte y voraz. La rapidez está vez no pudo con la fuerza. Habían peleado hasta por las paredes de la cueva como un par de monstruos que desafían la gravedad. El lobo gris había expulsado de su boca, cual mortífero aliento, una especie de bruma venenosa que poco a poco iba debilitando al lobo pardo. Sin embargo, uno de los impresionantes ataques del lobo pardo, quien había endurecido su pelaje como roca, había mandado al lobo gris a enclavarse en la lanza puntiaguda de una roca de un metro de altura que nacía desde el suelo, semejante al que permanecía atado Eshkol, lanzándolo en el acto con una potente embestida y, al caer bocarriba, había traspasado su cuerpo desde la espalda destrozando su pecho en el instante. La afilada punta del pilar de roca había abierto su pecho y el lobo pardo, acercándose a él, con sus dientes y garras había escarbado hasta encontrar su corazón. El lobo pardo le había arrancado el órgano vital y lo había devorado en unos instantes. El lobo gris al final soltó un aullido lastimero que duró sólo unos segundos, pues la inmortalidad se le había terminado. El cuerpo del lobo gris se convirtió en una estatua de madera, a continuación hizo implosión y enseguida se rompió en miles de viejos pedazos de madera podrida, liberando de esa forma aquel artefacto sacro que había absorbido las almas de Valentina y Zazil y que, al caer al suelo, liberó una densa bruma que luego desapareció. 
Los miembros de la Doble S se dividieron en dos grupos de seis personas. El primer grupo siguió disparándonos mientras que el segundo grupo comenzó a disparar en dirección al lobo pardo. De pronto, una laceración en sus dedos con una lesión en sus nervios, como si fuera hecho por un bisturí, causó que se entumecieran, y en ese momento, dejaron de disparar soltando sus armas de fuego en el instante por la pérdida de fuerza en su agarre. Se dispusieron a levantar el arma con la otra mano, sin embargo, el grito del ave fantasma aturdió algunos de los tipos, impidiendo que tomaran sus armas de nuevo. No obstante, algunos tipos con pasamontañas lograron tomar su arma y comenzaron a disparar otra vez. Pero, no sin darse cuenta, a causa del poder ilusorio del ave fantasma, que lo que ellos disparaban se trataba en realidad de sus propios integrantes a los cuales veían con la apariencia del agente, del lobo pardo y la mía. Aprovechando su confusión, el agente Sirhan y yo salimos de nuestro resguardo detrás de las rocas y atacamos disparando a algunos de los miembros de la Doble S, quienes no lograban vernos a causa de la ilusión impuesta en sus ojos. Y comenzamos a disparar acercándonos a los tres tipos encapuchados. Sin embargo, después del largo intercambio de balas que nos dimos entre los miembros de la Doble S y nosotros, al final, nuestras balas se habían agotado. 
De pronto, los integrantes de la Doble S, quienes habían recibido un disparo de los suyos, así como aquellos que recibieron un disparo nuestro, comenzaron a ponerse de pie y comenzaron a rodearnos de nuevo. Por desgracia, no me había percatado que todos ellos habían llevado todo el tiempo chalecos antibalas. El grito del ave fantasma resonó una vez más y la criatura voladora irrumpió en las alturas de la caverna, cubriendo hábilmente con su sombra fantasmal el fuego de las antorchas y extinguiendo en el acto su luz. La oscuridad cubrió todo, así como el silencio de la noche. En seguida, una chispa de fuego se generó, luego otra y otra más. Y un par de llamaradas se generaron de las manos de los enmascarados. Sus extremidades, que parecían llevar guantes de un color rojo vivo, se encendieron como antorchas de fuego iluminando el recinto. El lobo pardo apareció detrás de los hombres de la Doble S y los atacó lanzándolos con facilidad contra las paredes de la cueva y dejándolos inconscientes en el acto. En seguida, con una velocidad y ritmo acelerado, propio de una guepardo, el lobo se lanzó corriendo a cuatro patas en dirección de los tres enmascarados. Con un decidido y rápido ataque, abrió sus enormes fauces para intentar morder al que se encontraba en medio. En ese preciso instante, los tres enmascarados alzaron juntando sus manos de antorcha, entrelazando sus dedos de la mano izquierda con la derecha, formando así un agujero entre las palmas de sus manos de donde una serpiente de fuego emergió de cada uno. Y las tres serpientes llameantes atacaron al unísono, rodeando el cuerpo del gran lobo hasta devorarlo en llamas completamente. El lobo pardo fue propulsado por la explosión del triple ataque de fuego de los enmascarados, y su cuerpo voló hasta impactarse contra las paredes de roca. Centímetros estuvo de caer en una roca puntiaguda y tener el mismo final que el lobo gris. Su cuerpo se contrajo hasta convertirse en una estatua de roca, la cual se partió hasta dividirse y volverse polvo, liberando así el cuerpo desnudo de Zamná en su interior. Zamná había caído bocabajo a la tierra en un estado inconsciente. En seguida, el ave fantasma atacó a uno de los enmascarados desde arriba, posándose con sus garras sobre la cabeza del enemigo y, estando sobre él, le mostró de cabeza su emplumado rostro y le clavó sus ojos amarillos en una fría mirada que comenzó por petrificarlo. El fuego de las manos del enmascarado, quien traía al ave fantasma encima, comenzó a decrecer hasta apagarse por completo, pues sus manos, así como el resto de su cuerpo, se habían convertido en una tétrica estatua de madera de ceiba. Desafortunadamente, aquella conversión duró sólo unos segundos, pues así como el cuerpo de los lobos, la estatua del cuerpo del enmascarado se fue partiendo en varias fisuras hasta explotar en una gigantesca bola de fuego y liberar de improviso el cuerpo del enmascarado. Su vestimenta se había chamuscado y su máscara se había roto en mil pedazos, revelando su cuerpo desnudo el cual no era humano. No tenía cabello, sus orejas eran sólo dos orificios. Su piel estaba hecha de escamas de color granate con tonos jaspe marrón por donde fluían por debajo ríos de un viscoso líquido semejante a la sangre que parecía hervir cual ríos de ardiente lava y su rostro, de ojos rojos, de pupilas verticales, fríos como los de una serpiente y tan temibles como los de un dragón, era semejante al rostro de una víbora cornuda con rasgos semihumanos, y detrás de él se le asomaba una larga y repulsiva cola que se retorcía como si tuviera vida propia. Sus manos escamosas, que al principio pensaba que estaban cubiertas por guantes, volvieron a generar fuego. El ave fantasma elevó el vuelo. Sus patas parecían haber sufrido daño por graves quemaduras. Se alejó rápidamente del enmascarado, vaticinando un inminente peligro, pues sus poderes ilusorios eran inútiles en contra de este poderoso enemigo. Los otros dos extraños se quitaron las máscaras y revelaron sus rostros, los cuales eran semejantes al tercero, quedándose sólo con las túnicas puestas. La sangre arconte fluía por sus venas al igual que la maldad que los distinguía.
-¡¿Qué demonios es lo que quieren?!-. Inquirí sin saber si esas cosas hablaban el lenguaje humano. 
-No tienen idea de con quiénes se están enfrentando. Han perdido la pelea desde que decidieron oponerse a nosotros. Y mientras ustedes están aquí intentando rescatar a este mísero humano, allá arriba en el bosque se está llevando a cabo un incendio. La Doble S está quemando la superficie para la siembra de su preciada droga "ojos de muñeca". Pero... ¿quieren saber la verdad?. Entonces escuchen bien esto, nosotros no tenemos intención de colaborar con los hombres, nuestro propósito es sacrificar a todos los humanos posibles en nombre del jinete del caballo negro para su renacimiento y llegada a este mundo. Por eso mismo hemos sacrificado a tantos como hemos podido, pero aún no es suficiente. Nosotros, los arcontes, somos los autores del terremoto que ayudó a crear los tubos volcánicos alrededor del lago así como de sus muertos y desaparecidos. Somos los actores de la guerra de Guatemala y de toda la maldad que está azotando éste lugar. Y nuestro único propósito es destruir éste paraíso natural para aniquilar a todos sus habitantes. Después del gran incendio que se desatará, volveremos a hacer temblar la tierra para crear una inundación que terminará por devastar los pueblos y aniquilar así a la mayoría de los hombres. Por eso, está noche teníamos la intención de hacer un sacrificio de apertura con el cuerpo de un judío como se ha hecho desde hace siglos. Fue interesante ver cómo aquel judío ciego e ingenuo se ofreció para que lo lleváramos a cambio de que no lastimáramos a sus amigos. Ahora que lo saben todo, su tumba está marcada con su nombre en éste lugar. Morirán y eso es inevitable-. Dijo el arconte de en medio con una voz cavernosa y gutural. Enseguida los tres apuntaron con sus manos hacia el agente Sirhan y hacia mí para ejecutarnos con llamaradas de fuego. De pronto, la voz de Eshkol se alzó como trompeta detrás de ellos.
-¡Entonces dijo Adonai: toma tu vara y arrójala delante del Faraón, y ella se transformará en una serpiente!-. Sus palabras, como luces del alba, llamaron la atención de los arcontes. Los tres monstruos se dieron la vuelta con sus manos de fuego, desviando su atención de nosotros para observar a Eshkol quien yacía amarrado a la roca, y apuntaron los tres con sus manos en su dirección, como un reo que estaba por ser ejecutado mediante una descarga de disparos por un pelotón de despiadados fusileros. Las tres serpientes de fuego volvieron a salir zigzagueando de sus manos a través del aire y se dirigieron velozmente contra Eshkol. 
-¡No!-. Grité impotente.
El fuego de las serpientes cubrió la roca al rojo vivo, quemando todo lo que en ella se encontraba. Cuando por fin se detuvieron y el fuego se aplacó, lo que dejaron fue solamente una mancha negra y chamuscada de lo antes debió de ser un hombre. Sin embargo, aquello realmente no lo era. Eshkol se encontraba a unos pasos lejos de la roca chamuscada pues se había librado a tiempo de la ejecución, como si alguien hubiera cortado la cuerda para salvarlo, alguien con un escalpelo muy filoso.
Eshkol había sacado de su bolsillo un encendedor Zippo con un símbolo Khamsa judío con la palabra Jerusalem, e imperturbable, seguía rezando con la llama del encendedor que yacía entre sus manos, cerca de su serio rostro.
-¡Y echó Aarón su vara delante de Faraón y de sus siervos, y se hizo culebra. HaShem Elohim Baruj Der got vos hot geshpoltn dem yam vet dir shpaltn dem kop oykh Pulsa Denoura!-. Los tres arcontes volvieron a lanzar sus serpientes de fuego contra Eshkol. De repente, una chispa del encendedor se convirtió velozmente en un par de segundos en una enorme serpiente de fuego que devoró en el acto a las tres serpientes de los arcontes y siguió devorando hasta llegar a ellos y devorarlos de igual forma. El arconte que había permanecido desnudo y que se encontraba con algunas quemaduras, pese a tener inmunidad contra el fuego, saltó tres metros por encima de la serpiente de Eshkol y se sujetó con gran habilidad inhumana al techo de roca. Otro de los arcontes, quien recibió de lleno el ataque, se había convertido en cenizas. El último arconte, quien yacía de rodillas y con las palmas de las manos sobre el suelo, también había logrado esquivar la mordida ardiente y mortal de la serpiente de fuego, sin embargo, la mitad de su cuerpo se encontraba severamente quemada, de pronto, el ave fantasma regreso descendiendo sobre él. El monstruo intentó generar fuego, no obstante, sus habilidades de crearlo a través de sus escamas se habían anulado. Y sin poder impedir la conversión, fue convertido de inmediato casi sin ninguna resistencia en una vieja estatua de madera. A continuación, el arconte, que se había sujetado al techo y que se encontraba trepando como una horrible bestia infernal, se arrojó al ataque lanzando en picada a la serpiente de fuego una vez más de sus manos. En seguida, la serpiente de Eshkol contraatacó devorando a la serpiente llameante del arconte, pero de improviso, en un giro desafortunado, el arconte desplegó un par de alas con escamas de color verde jade, y con ellas, aprovechando que la serpiente de Eshkol consumía a su serpiente, rodeó y atacó con gran velocidad el flanco izquierdo de Eshkol. Sin embargo, los demás sentidos de Eshkol, agudizados por su falta de visión, previeron el ataque del arconte y le dieron tiempo suficiente para haber pronunciado una maldición. 
-¡Pulsa Denoura Krikhn zol er afn boykh Khamsa!-. Maldijo Eshkol. Enseguida, la cola de la serpiente de fuego se convirtió en un escudo de fuego que formó la figura del símbolo de la mano de Fátima y que detuvo el paso del arconte quien rugía de enfado por tener tan cerca a un judío ciego y no poder hacerle el más mínimo rasguño. De repente, algo sujetó de la cola del arconte, aquel se trataba de Zamná quien, aún herido, arrojó al arconte tomándolo de la cola y en el acto lo estrelló contra la estatua de madera, rompiéndola en mil pedazos a causa del choque. Uno más de los arcontes había sido destruido. Sólo quedaba uno. El arconte comenzó a ponerse nuevamente de pie, sin percatarse de la sombra que yacía bajo sus pies de reptil. Aquella sombra era la forma de un candelabro hebraico que se encendió abruptamente.
-¡Pulsa Denoura Vern zol fun dir a blintshik Menorah!-. Maldijo Eshkol una última vez. Enseguida, la silueta del candelabro se encendió en letras hebreas de fuego debajo del monstruo y ascendieron como la lava de un volcán en erupción, y el arconte ardió en llamas calcinantes siete veces hasta quedar sólo cenizas. 
Cuando se apagó el fuego, la oscuridad regresó. El agente sacó una linterna de su chamarra que no había llegado a utilizar para no delatarnos e iluminó con ella la caverna. 
Zamná, quien permanecía desnudo con extraños tatuajes blancos alrededor de su cuerpo, se encontraba sin heridas, sin embargo parecía cansado. 
-Por fin esos malditos demonios han muerto. Ahora debemos salir cuanto antes de aquí-. Dijo el agente Sirhan apareciendo detrás de mí mientras se cubría el hombro izquierdo con la palma de su mano, y comenzó a caminar a paso lento hacia Eshkol quien permanecía de pie junto a Zamná. 
-Detente ahí. Creo que te equivocas, aún falta uno de ellos. ¿Creíste que no me iba a dar cuenta?. Podrás igualar la forma, podrás igualar la voz, pero el olor jamás-. Dijo Eshkol.
-Eso los delata. Ese sutil y ferroso olor a sangre combinado con almizcle-. Añadió Zamná.
-Ahora dime ¿Qué hiciste con él?-. Inquirió Eshkol. En ese preciso momento, el agente Sirhan soltó la linterna y saltó con gran velocidad y destreza sobre humana al ataque en contra de Eshkol. Llegué a pensar que Sirhan había caído bajo el influjo de una ilusión que le hacía pensar que nosotros éramos sus enemigos. Zamná lo interceptó con mayor rapidez y sujetó su cabeza con un agarre de sus poderosos brazos. Eshkol se acercó rápidamente al agente Sirhan quien pataleaba como un poseso y le tocó la frente con la palma de su mano mientras murmuraba una oración con una voz apenas perceptible.
Enseguida, la marca incandescente, como hecha por fuego, de una estrella de seis puntas compuesta de triángulos superpuestos apareció en su frente y el agente quedó como sumido por un sueño profundo. De pronto, a lo lejos, un pequeño ruido de entre las rocas se escuchó detrás de nosotros. Tomé la linterna que se encontraba en el suelo y apunté con su luz hacia la dirección dónde provenía el ruido. Entonces lo vi. Era el agente Sirhan que se encontraba desnudo, arrastrándose con varias heridas y cortaduras sangrantes en su cuerpo y pedía ayuda con voz entrecortada. 
No sabía lo que estaba ocurriendo, hasta que iluminé con la linterna en dirección a los demás, miré de nuevo al otro agente Sirhan, aquel que yacía sometido por Zamná. Sin embargo, éste ya no era más el agente que conocí. Aquel que pensé que era Sirhan se trataba en realidad de uno de los monstruos con escamas.
-¿Qué haremos con él?-. Preguntó Zamná. 
-Interrogarlo-. Contestó Eshkol.




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