El día que besé a mi mejor amigo

Beso con demasiados sentimientos

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No creí que aquel martes fuera a ser tan distinto a los anteriores, ni siquiera lo replanteé cuando sonó el despertador a las siete de la mañana y salí de aquel sueño extraño. Toqué la pantalla del móvil para apagar la melodía terrorífica y me di la vuelta. Cerré los ojos unos segundos y los volví a abrir por miedo a quedarme dormida; les había prometido a mis padres que eso no ocurriría. Me desenrollé de entre las sábanas, las cuales se habían pegado a mi cuerpo por el sudor. Arrastré mis pies fuera de la habitación para darme una ducha rápida; al menos para mí era rápida y tampoco me interesaba lo que los demás opinasen.

—Buenos días, princesa. —Mi padre se acercó a mi mejilla y me besó—. Sí, deberías darte una buena ducha.

Levanté las manos sabiendo que olía mal, pero eso me pasaba por decir que iba a ducharme y posponerlo días. Realmente había perdido la cuenta desde la última vez; lo intentaba disimular con colonia y desodorante en espray, pero llegaba un punto en el que no funcionaba.

—¿Récord? —Mi otro padre salió de su habitación asombrado por dar ese paso—. Deberíamos apuntarlo y comprobarlo en el libro ese de los récords.

Puse los ojos en blanco y cerré la puerta del baño para darme esa ducha que tanto mi cuerpo ansiaba. Fui a recogerme el pelo porque era una de mis manías, pero recordé lo corto que se encontraba y gruñí al aire. Yo no quise que se quedase así, pero por culpa de aquel chicle no tuve más remedio que utilizar las tijeras. Mi mejor amigo se ocupó de que más o menos quedase igualado; luego mi padre lo remató y lloró por él al igual que yo. Era lo único que brillaba en mí; la gente me preguntaba cómo me lo cuidaba y yo me inventaba cientos de historias cuando, en verdad, lo lavaba con el champú más barato del supermercado. Cuando vi aquellas tijeras afiladas acercándose a mis mechones, lloré como una magdalena y, pese a que Wilmer intentó consolarme, no pudo más que abrazarme y llorar conmigo por aquel extraño incidente.

Después de llenar mi cuerpo de jabón y frotarme hasta sentir la esponja, me enjuagué con el agua más caliente que saliera. Esa que mis padres no soportaban y decían que iba a salir ardiendo algún día. Me envolví en el albornoz y quise recoger mi pelo en una toalla, pero volvió a ocurrir lo mismo… «Estúpida». Me peiné, peleándome con aquellos mechones que intentaban ondularse, pero que solo podían apuntar hacia arriba. Conseguí que estuviera medio decente y salí a coger la ropa del dormitorio con el tiempo justo. Me puse los primeros vaqueros y la única sudadera limpia que mis ojos veían… Aunque cuando la acerqué a mi nariz no parecía tan limpia, al menos mis ojos no veían manchas y nadie se acercaba a mis sobacos para olerlos.

—¡Meraki, Wilmer está aquí! —Mi padre chilló desde el comedor.

Vacié la mochila, la rellené con los libros de ese día y corrí hacia la puerta descalza. No fue hasta que no vi a mi amigo reírse cuando me di cuenta.

—El día que se deje la cabeza en casa no me extrañará —musitó mi padre Dylan.

Retrocedí, cogí mis zapatillas y me las puse sin calcetines porque no me iba a molestar en buscar la pareja. Aunque pocas veces llevaba la pareja.

—¿Seguro que lo tienes todo? —Wilmer me miró de arriba abajo—. ¿Los libros de hoy?

Asentí con una sonrisa.

Me acerqué a mis padres y besé sus mejillas antes de salir por la puerta rumbo al instituto. Coloqué bien la mochila a mi espalda cuando bajamos los pisos, me miré en la pantalla de mi móvil y me aparté los mechones del rostro.

—¿Hiciste los deberes? —Estaba clara la respuesta, pero le gustaba pincharme.

—¿Por quién me tomas? —Me señalé indignada—. Soy una persona responsable y capaz de…

—Sí, te los dejaré, pero…

Puse los ojos en blanco y me pasé las manos por el rostro. Él comenzó a reírse mientras yo me quemaba por dentro porque sabía que odiaba los «peros».

—Sé lo que vas a decir, pero no pienso enviarle un mensaje. —Negué con la cabeza y empujé la puerta del patio—. Gabe ni siquiera me tiene agregada, sería raro que tuviera su número.

—Si te pregunta, te lo he dado yo. —Se encogió de hombros como si nada.

—Que tengas a todos comiendo de la palma de tu mano no te da derecho a que des números ajenos a nadie. —Levanté un dedo dejándoselo claro—. No me gusta este aire de guaperas.

Wilmer siempre había sido el chico más guapo del instituto, incluso del colegio. No nos conocimos hasta que empezamos la secundaria y él intentó abrirme la cabeza. Fue un accidente tonto; en realidad, la culpa fue mía por estar por medio, pero jamás se lo admití y dejé que se sintiera mal por hacerme un chichón en la frente. Después de aquel desliz, nos volvimos inseparables y donde yo iba, venía él.

La gente se preguntaba por qué, mirándole a él y mirándome a mí, había mucha diferencia. Su pelo moreno y ondulado junto con aquellos ojos azules que te podían dejar hipnotizada.

Yo los utilizaba para aprender a maquillarme mejor y él se dejaba. Si tenía el cutis tan perfecto era porque hacíamos sesiones de mascarillas hidratantes; si bailaba bien era porque yo le había enseñado los mejores pasos de baile, y si cocinaba era porque aprendió conmigo.

Realmente no había cosa que no hiciéramos juntos y la gente empezó a acostumbrarse; me defendía en todo momento y tenía un hombro cómodo donde llorar mis novelas de amor. Pero la única línea que no iba a pasar iba a ser que se entrometiese en mis líos románticos. Aunque los llamase así, ese chico del cual hablo no sabía ni mi nombre… Bueno, quizás lo sabía, pero no se acordaba o se inventaba uno parecido.




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