Aquella noche, que era la última en que los señores Debienne y Poligny, los directores renunciantes de la Opera, daban su última fun- ción de gala con motivo de su retiro, el camarín de la Sorelli, una de las primeras figuras del cuerpo de baile, fue bruscamente invadido por media docena de integrantes del aludido cuerpo, que volvían de la escena después de haber "bailado" a "Poliuto". Se precipitaron con gran confusión, las unas lanzando carcajadas excesivas y poco natura- les y las otras dando gritos de terror.
La Sorelli, que deseaba estar sola un momento para repasar las palabras que deberla pronunciar poco después en el foyer ante los seño- res Debienne y Poligny, vio con mal humor que aquellas aturdidas se le echaran encima. Se volvió hacia sus camaradas y se inquietó del baru- llo que hacían. Fue la pequeña Saint-James –la nariz predilecta de Grévin, unos ojos de miosotis, mejillas de rosa, senos de lirio –, quien dio la razón del alboroto en das palabras, con una voz trémula sofocada por la angustia: