100 lunes para Recordarte

Capítulo 0 lunes de mil años

✦✦✦✦✦✦✦✦✦✦✦✦✦✦✦✦✦✦✦✦✦✦✦✦✦✦✦✦✦✦✦✦✦✦✦✦✦✦✦✦✦✦✦✦✦✦✦✦

Harper Chauvin

París Lunes 16 de junio de 2026 7: 00 h A.m

El sol apenas asomaba sobre el horizonte, tiñendo de dorado las calles silenciosas de París. Estaba en la cocina, con la cafetera zumbando como un recuerdo que no termina de irse. Observaba la ciudad desde la ventana, pero en realidad, miraba hacia dentro.

Los primeros rayos se colaban entre las cortinas de lino blanco, agitándolas con una brisa suave, indecisa, como si el día aún no supiera si quería empezar. Yo tampoco lo sabía. Había algo en esa luz temblorosa que me hablaba de comienzos... y al mismo tiempo, de todo lo que no se había ido del todo.

Afuera, todo parecía calmo. Pero adentro, el café no era suficiente para despertar del peso de lo que aún no soltaba. A veces el amanecer parecía una promesa. Otras, una repetición que dolía.

—Genial —dije, en voz baja—. Otro amanecer. Qué privilegio seguir aquí... aunque no sepa para qué.

El café comenzó a burbujear. Ni en eso confiaba ya. Estaba convencida de que saldría aguado, como si hasta la cafetera se hubiera rendido conmigo.

El aire estaba más frío de lo normal, como si el verano hubiera olvidado cómo calentar. Se colaba en mi pecho y se quedaba ahí, inmóvil, como ese tipo de tristeza que no grita, pero pesa.

Pensé en la carta. La carta. Esa que no llegaba. Esa que esperaba desde hacía semanas, como si fuera oxígeno, como si el mundo necesitara de esa tinta para seguir girando.

Nicolás. Su nombre se coló en mi mente como un ladrón de madrugada. Silencioso, pero brutal. ¿Dónde demonios estás?

Cada amanecer sin noticias suyas me arañaba un poco más por dentro.

A veces me pregunto si estoy esperando algo real... o si solo estoy tan vacía que me aferro a lo único que no me ha dicho "ya basta".

Me reí. Sin ganas.

Soné como alguien a punto de perder la cabeza. O como alguien que ya la perdió y ni se enteró.

Me quedé ahí, quieta.

Sintiendo cómo la incertidumbre se filtraba bajo mi piel, igual que el frío de la mañana que entraba por la rendija de la ventana.

Lo odiaba. Odiaba esperar. Odiaba la forma en que cada amanecer parecía reírse de mí, recordándome que seguía sin respuestas.

Y lo peor... es que tampoco confiaba en mí.

Suspiré. Dejé escapar el aire como si, con él, pudiera arrastrar la ansiedad. Pero no se iba.

La soledad tenía ese talento cruel: amplificarlo todo. Cada pensamiento. Cada duda. Cada pequeño temor que, al final del día, se hacía insoportable.

Y aun así, ahí estaba. Esperando.

Una carta. Una palabra. Una señal de que no todo había sido un espejismo bonito.

Y si no llegaba... ¿entonces qué?

¿Quién era yo sin esa espera?

Un golpe en la puerta me sacó de ese pensamiento. Corto. Seco. Como un latido fuera de lugar.

—¿Sí? —pregunté, sabiendo que la esperanza siempre llega tarde.

Había silencio. Solo mi voz perdiéndose en el aire, sin respuesta.

Como si el mundo también hubiera decidido callar.

Me abracé a mí misma. No por frío, sino por miedo.

Como si ese gesto simple pudiera evitar que todo dentro de mí se viniera abajo.

Como si contenerme por fuera bastara para detener la grieta que seguía creciendo por dentro.

A veces, uno se abraza para no desaparecer.

—Bueno. Supongo que esta es mi gran historia. Café frío y esperar lo que nunca llega.

Pero por ahora, sí lo era. Y dolía.

Nunca me consideré bonita. No de verdad.

A veces me miraba al espejo por las mañanas, cuando el sueño aún pesaba sobre mis ojos, y no entendía qué era eso que los demás decían ver. Mi cabello caía en ondas suaves sobre los hombros, pero para mí no era más que una sombra. Una sombra pesada. Una que no sabía reflejar luz.

La piel, pálida, casi sin brillo, parecía rechazar los halagos. Como si no le pertenecieran. Como si rebotaran al tocarme. Y mis ojos... esos que otros llamaban "especiales"... yo solo los veía rotos. Fragmentos que no sabían sostener la belleza. Ni la mía. Ni la del mundo.

Mis mejillas, suaves, discretas, eran "encantadoras", decían algunos. Pero yo no lo sentía. Nada en mí sonaba tan claro. Todo hablaba en voz baja. En un idioma que solo yo entendía. Uno lleno de dudas. De esas imperfecciones que no se notan, pero que una no deja de mirar.

Las líneas bajo los ojos. La curva caída de la boca. Ese gesto involuntario de no saber si estoy triste o simplemente cansada de existir en este cuerpo que nunca sentí del todo mío.

No era odio. Era extrañeza. Como si habitarme siempre me resultara un poco incómodo.

«Eres bonita», me decían.

«Tienes algo».

Palabras que pasaban como hojas al viento: flotaban, crujían... y seguían de largo.

Nunca entendí por qué alguien se detendría a mirarme dos veces.

Y cuando lo hacían, a veces me preguntaba si tal vez... sí había algo ahí.

Pero enseguida lo borraba.

"Es solo una ilusión."

Un error de perspectiva. Un mal ángulo.

Me costaba aceptar que alguien pudiera ver belleza donde yo solo veía fragmentos.

Tal vez nunca lo entendí.

Tal vez... tampoco necesitaba entenderlo.

Ese lunes parecía como cualquier otro.

Pero dentro de mí, no lo era.

Me levanté con ese hilo de esperanza que se niega a romperse.

Una rutina: preparar el té, mirar la calle, esperar.

Quizás hoy sí.

Quizás hoy había carta.

Intentaba parecer tranquila, pero las manos me temblaban.

Por dentro, era un torbellino.

Esperar noticias de Nicolás se había vuelto parte de mí.

No una costumbre.

Una forma de seguir. De respirar.

Pero ese lunes...

ese lunes el aire olía raro.

No sé explicarlo.

Era como si el día mismo supiera que algo faltaba.

Me acerqué a la puerta justo a tiempo para ver al cartero pasar.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.