100 lunes para Recordarte

Capítulo 3 Nicolás

Hospital, habitación 312 — 13:56 p.m.

Llevaba días ensayando lo que iba a decirte.

Frases enteras, palabras medidas, silencios preparados.

Como si pudiera ordenar el caos con una estructura bonita.

Y al final...

terminé soltándolo todo sin pensar demasiado.

Como quien deja caer una caja demasiado pesada.

Sin querer.

O queriendo.

No lo sé.

Solo sé que todo salió de golpe.

Sin filtro.

Sin lógica.

Como un grifo que se rompe por dentro.

Porque a veces no es cuestión de encontrar las palabras correctas.

Es cuestión de no poder seguir guardándolas.

—Así que... cuando empezamos a escribirnos, busqué cosas sobre el amarillo.

—No porque me pareciera bonito. Nunca lo fue.

—Es más, siempre me dio igual.

Me reí, apenas. Sin ganas.

—Pero tú me enseñaste que hasta lo feo puede significar algo hermoso.

—Y cada carta era eso. Un intento.

—Un comienzo. Incluso esta.Tomé tu mano. Estaba fría,pero seguía siendo tuya.No la solté.

—No sé si puedes oírme.

—Pero... igual voy a quedarme un rato.

—Por si acaso.

Me quedé un rato más contigo,

en silencio.

Porque a veces no hace falta más que eso:

quedarse.

Respirar.

No salir corriendo.

—No sé si vas a despertarte.

—Ni si puedes oírme.

—Pero aquí estoy. Como prometí.

—Cien lunes después... y con tu corazón todavía siendo tuyo.

Tragué saliva.

Despacio.

Como si incluso eso lo más simple, lo más humano doliera un poco menos que hablar.

O tal vez no dolía menos.

Tal vez solo me acostumbré

a callar en lugar de romperme

Saqué la caja de la mochila y la puse entre los dos.

Era de madera, con los bordes gastados y algunas flores secas pegadas en la tapa.

Nada especial.

O al menos no lo parecía.

Pero para mí...

era todo.

La abrí despacio, como si dentro no hubiera papel, sino algo vivo.

Algo frágil.

Algo que podía romperme si lo tocaba mal.

Las cartas estaban ahí.

Apiladas con torpeza, como una pequeña ciudad en ruinas.

Algunas dobladas de más,

otras con manchas que nunca supe si eran lágrimas o café.

Tal vez ambas.

Tal vez ninguna.

Pero seguían ahí.

Tu letra.

Tus palabras.

Tus intentos de explicarlo todo...

o de no explicarlo nada.

Y yo, frente a ellas,

intentando sostener lo que quedaba.

Como si leerlas otra vez pudiera devolverme algo. O devolverte a ti.

—Las tengo todas.

—No me juzgues, era esto o terapia.

El aire estaba quieto.

De ese tipo de quietud que no es silencio, sino una espera.

El calor se pegaba hasta en las pestañas,

y en algún rincón del mundo lejano, indiferente las cigarras cantaban.

—Esta carta es diferente —murmuré, sin mirarla—.

—No tiene respuestas. Ni preguntas. Ni dibujitos de mierda.

—Solo lo que nunca me atreví a decirte en persona.

Me detuve un segundo. Respiré hondo.

—Todo lo que me rompió...

—Y todo lo que, sin querer, me sostuvo.

Suspiré.

Decirlo en voz alta dolía menos.

Como si al ponerle sonido,

las palabras dejaran de apretar por dentro.

Como si el dolor, al salir,

perdiera filo.

O tal vez no era que doliera menos...

sino que ya me había acostumbrado al dolor

en forma de frase.

El sol caía directo sobre nosotros,

como si el verano también estuviera escuchando.

Como si supiera.

No lloré.

No lo necesitaba.

Porque entendí que no estabas para responderme.

No ahora.

No así.

Estabas para cerrar el círculo.

Para que, si algún día vuelves a abrir los ojos,

sepas que no estuve sola.

Que no te esperé vacía.

Dejé la carta junto a ti

y me recosté un poco hacia atrás,

dejando que el calor del día acariciara mis brazos

como si pudiera suturar algo con solo estar ahí.

No era una carta para él. No del todo. Era para mí. Para cerrar lo que nunca supimos abrir.

Esta vez no me deshice por dentro.

O eso quise creer.

Esta vez... simplemente estuve.

Me dolías.

Claro que sí.

Pero ya no me rompías.

Mentí.

No me sentía orgullosa.

Pero lo hice.

Porque hay días en los que sobrevivir también se parece a mentirse un poco.

—Soy su prima. Acabo de llegar de fuera.

—Nadie me ha dicho nada claro y necesito saber cómo está.

Me crucé de brazos con suavidad,

como si pudiera sostenerme a mí misma sin que se notara.

Sentí el roce fresco de la falda sobre la piel

y fue como un ancla pequeña.

Un recordatorio de que seguía ahí.

Presente. A medias.

Pero ahí.

La enfermera tardó en responder.

Sostenía la carpeta contra el pecho

como si estuviera abrazando un secreto.

Uno frágil. Uno incómodo.

Bajó la mirada.

Buscó algo en el suelo que solo ella podía ver.

Y luego soltó un suspiro.

Tan bajo, tan lento, que casi sonó como un perdón.

—No debería, pero solo unos minutos. Y no digas que fui yo, ¿vale? —susurró Delilah, con una voz baja y cansada.

El sol empezaba a bajar cuando por fin me levanté.

Crucé la puerta sin mirar atrás,

pero te sentí en la espalda, como si aún me siguieras.

Las cigarras seguían cantando,

ajenas a todo,

como si el mundo no hubiera cambiado.

Y, en cierto modo, yo también empezaba a sentir eso:

que lo demás... ya poco importaba.

Solo quería cumplir la promesa.

Esa que ni tú ni yo sabíamos cómo sostener.

Pero que ahí estaba.

Como una cuerda invisible entre los dos.

Me senté en el pasillo.

Acomodé la falda larga sobre las piernas,

la misma que me hacía sentir un poco más yo,

como si eso bastara para no perderme.




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