Harper Chauvin
Sala de espera hospital — 14 :00 p.m.
Y ahí estaban.
Cinco cartas, atadas con un lazo amarillo, del mismo tono que el sobre. Cuatro eran mías; reconocí mi letra al instante. Pero la quinta... no. No era reciente. Estaba apenas doblada, con una caligrafía que no me sonaba. Parecía escrita por alguien que ya no existe, o que había aprendido a escribir desde otro lugar del tiempo.
Mis dedos la rozaron con cautela, como si pudiera deshacerse con solo mirarla demasiado fuerte. Un escalofrío me subió por la espalda, lento, seco, como el aliento de un recuerdo que no pedí revivir. Tragué saliva. Me ardía la garganta.
No sé por qué, pero lo sentí: esa carta lo cambiaría todo.
«¿Nico... me escribiste?»
Pensarlo fue casi peor que decirlo. Tomé la carta como quien sostiene algo sagrado, y por un segundo temí que el simple latido de mi corazón pudiera romperla.
—¿La escribiste antes de...? —susurré sin terminar la frase—. ¿Pensabas dármela? ¿Ibas a enviármela?
Otra vez esa punzada en la garganta. Otra vez Nico. Y esta vez, con tinta.
La abrí con las manos temblando, y entonces, en su letra desordenada y viva, Nico empezó a hablarme otra vez.
Carta número cien
Harper,
Sé que no debería escribirte. Después de todo, dejaste claro que no querías saber nada más de mí.
Pero llevo varios días soñando contigo.
Soñando con tu bufanda envuelta en otoño, con tus cartas que guardas como si fueran promesas, con ese día en el café cuando dijiste que el amarillo era un color horrible.
Fingí que no me dolió, como siempre. Pero duele.
No por el color, sino por cómo lo dijiste.
Porque incluso cuando odiabas algo, lo hacías con esa intensidad que te hacía inolvidable.
Siempre me gustó cómo hablabas, Harper.
Como si cada palabra tuya pudiera salvar a alguien.
Como si tus palabras, de algún modo, hubieran salvado a este pedazo roto que soy.
Quizás, solo quizás, lo hicieron... hasta que desapareciste.
—Nicolás.
Me llevé la carta al pecho.
Cerré los ojos.
Y el hospital, con su olor a desinfectante y ventanas demasiado limpias, desapareció.
Solo quedábamos él y yo.
Él... y el eco de algo que ya no existe, pero que aún arde como si acabara de pasar.
—Estoy aquí, Nico... aunque no puedas oírme... estoy aquí —susurré con la voz más temblorosa que las manos.
La carta pesaba más que el mundo.
No por el papel. Por lo que decía. Por lo que no decía.
Durante un segundo, quise creer que me escuchaba.
Que en algún rincón del universo, donde el tiempo no corre ni hiere, sus ojos se abrían al oír mi voz.
Yo, que guardo tus cartas como quien guarda promesas.
Yo, que me envuelvo en tu bufanda cuando no sé cómo seguir.
Yo, que siempre idealicé el amor, incluso cuando dolía.
Abrí los ojos.
El hospital volvió.
Pero yo ya no era la misma.
Porque esta vez, no me escondí detrás del recuerdo.
Esta vez, me quedé.
Noche – 23:30 – Playa
El cielo estaba despejado, salpicado de estrellas, y la luna se asomaba entre las palmeras como un recuerdo antiguo que se negaba a desaparecer. Todo parecía sacado de un sueño: el murmullo suave del agua, las sombras alargadas de los árboles, ese azul eléctrico que titilaba con cada movimiento del mar.
Por un momento, me sentí parte de algo inmenso, como si el universo supiera que lo necesitaba... que necesitaba un sitio donde no tuviera que explicarme, un silencio que no doliera, un lugar donde pudiera, simplemente, respirar.
Me senté en la arena, dejando que el vestido de seda azul marino se empapara de sal y humedad. No me importó. Sentí cómo el tejido, que antes se deslizaba suave sobre mi piel, se pegaba ahora a mis piernas, arrastrando con él la noche.
Como si también él cargara con todo lo que yo no decía.
Me quedé así, con las piernas cruzadas y los pensamientos hechos un nudo. Cerré los ojos, no para escapar, sino para quedarme justo ahí, en ese instante.
No pedía nada más... salvo mi propia presencia.
Y la de Nicolás.
Lo extrañaba más de lo que quería admitir.
«Si pudiera detener el tiempo, lo haría justo ahora.»
Y esa noche, la marea azul fue la forma que tuvo el mundo de recordarme que aún quedaban rincones donde la magia seguía viva.
Entonces, un crujido entre las hojas me sobresaltó.
Abrí los ojos, aún con la sal del aire pegada a las pestañas, y vi una figura acercarse por la orilla.
La arena se hundía bajo sus pies con cada paso silencioso.
Heather.
Me quedé quieta.
El corazón no latía, golpeaba.
La última persona que esperaba ver esa noche.
—Harper, no esperaba encontrarte aquí —dijo ella, con una sonrisa que no llegó a sus ojos grises, que parecían fijos en un punto indefinido, como si calculara cada palabra antes de decirla.
Noté cómo movía la coleta con un leve temblor, un gesto fuera de su costumbre, y cómo sus pasos sobre las hojas secas eran medidos, como si temiera romper el silencio.
—No pensé que volvería a verte tan pronto —su voz sonó distante, fría, como intentando borrar todo lo que habíamos compartido. Pero por un instante, su mirada vaciló, delatando la lucha que libraba por mantener la barrera entre nosotras.
Sus ojos bajaron y sus dedos jugaron inquietos con la etiqueta de la camiseta gris que llevaba puesta, buscando en ese pequeño detalle alguna respuesta que no encontraba.
Entonces, inspiró profundo, y el aire escapó de sus labios en un suspiro corto y contenido, que parecía arrastrar todas las palabras no dichas.