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Harper Chauvin
Playa — 23 :56 h
La reconocí por la forma en que se abrazaba a sí misma, como si el mundo fuera demasiado frío y solo sus brazos pudieran protegerla. Heather Lemoine. Siempre parecía estar en otra escena, una que nadie más lograba entender.
Ahí estaba, con sus gafas oscuras puestas, aunque el cielo estaba cubierto y el sol ni asomaba. Llevaba su chaqueta de cuero y esa coleta desordenada que nunca cambiaba, como si peinarse fuera una declaración silenciosa: No tengo tiempo para lo que no importa.
Pero sus ojos esos ojos grises que hablaban bajito decían otra cosa. Como si estuvieran hechos de recuerdos guardados y palabras nunca pronunciadas.
A veces me preguntaba si ella sabía cuánto dolía su silencio. No era frialdad. No con Heather. Era algo más hondo. Como si la nostalgia fuera su único refugio verdadero.
—Necesitaba aire... Este lugar siempre me calma, pero nunca imaginé que el destino me lo reservara para volverte a ver —dijo, con esa voz que intentaba sonar firme, pero se quebraba justo donde más importaba—. Sonríe, Heather.
No supe qué responder. Me quedé paralizada, tragando el peso del pasado. Heather no lloraba. Heather no temblaba. Pero ese "volverte a ver" sonó como un cristal resquebrajado... o quizás como si ya estuviera hecho añicos desde mucho antes.
Y entendí, de golpe, que no estaba ahí por casualidad.
Tal vez ella también había guardado cartas que nunca se atrevió a enviar. Quizás su morriña no tenía nombre, pero seguía viva. Como las flores secas que yo escondía en mi caja de madera.
La miré fijamente, intentando descifrarla. ¿Remordimiento? ¿Arrepentimiento? No lo sé. Solo vi un destello leve, una grieta diminuta en su coraza, como si algo en ella estuviera a punto de ceder... pero decidiera sostenerse un segundo más.
—¿Y tú? ¿Cómo estás, Heather? —pregunté, bajando la mirada apenas un instante, como si temiera que su respuesta doliera más de lo que estaba lista para admitir.
La voz me salió suave, temblorosa, como si hablara desde un rincón de mí que ya no visitaba tan seguido. Apreté con fuerza el borde de mi bufanda, la misma con la que me envolvía cuando todo parecía escaparse de las manos.
—Sobreviviendo... Nicolás y yo —dijo sin mirarme, aferrándose a su chaqueta como si pudiera sostener algo más que tela—. Pero no fue como él esperaba. Yo siempre supe que esto no iba a durar. El amor a distancia es una ilusión bonita... pero igual de frágil.
La escuché en silencio, viéndola perderse en un punto invisible, como si repasara recuerdos que preferiría enterrar.
—Me enfoqué en la universidad, en el trabajo. Nicolás se aferraba a promesas que yo no podía cumplir.
—Supongo que es más fácil mantenerme distante que arriesgarme a que todo se rompa otra vez —añadió, quitándose las gafas. Sus manos temblaban. Su voz no. Y sin embargo, el temblor hablaba más.
Me dolía verla así. Tan rota y a la vez tan intacta. Como si la herida fuera invisible pero sangrara cada vez que alguien pronunciaba su nombre.
El silencio nos envolvió. Solo el mar hablaba, susurrando verdades que ninguna de las dos se atrevía a decir.
A veces siento que vivo más en mis recuerdos que en el ahora. Cada carta que Nicolás me escribió no es solo tinta sobre papel: es un fragmento de un nosotros que se resiste a desaparecer. Las guardo en una caja, entre flores secas, como si pudiera detener el tiempo.
Sé que suena obsesivo. Un poco loco, incluso.
Pero para mí, esas cartas son promesas que aún no se han roto del todo.
No siempre fui así. Hubo un tiempo en que creía que el amor era un cuento con final feliz. Que bastaba sentir para que todo funcionara. Pero amar a Nicolás me enseñó lo contrario: que amar también es perder. Y que a veces, lo que más duele no es el adiós... sino el vacío que queda después.
Intento no dejar que el pasado me consuma, aunque a veces me descubro buscándolo en cada rincón.
Quiero ser valiente.
Pero también quiero proteger este corazón que tantas veces se ha roto.
Y quizás, solo quizás, tengo miedo de perderme a mí misma si lo entrego todo otra vez.
—Sabes que todo fue culpa tuya —solté, casi sin pensarlo. La crudeza de mis palabras me sorprendió, pero también me aliviaron. Como si por fin me deshiciera de un peso que llevaba demasiado tiempo callando.
Heather me miró, y esta vez su sonrisa fue distinta. Sincera. Frágil. Como si en ese gesto me confesara que también cargaba con un secreto sin nombre.
Me quedé pensando en eso mientras la luna deslizaba su reflejo sobre las palmeras, como si también buscara respuestas. El mar seguía su vaivén, como un corazón que no deja de latir aunque esté herido.
Y por un instante creí o quise creer que justo ahí, en esa orilla bañada por estrellas líquidas, podíamos empezar a entendernos sin palabras.
Era absurdo, lo sé. Pero también era yo.
Siempre fui esa chica que guarda cartas como si fueran amuletos. Que le pone nombre a cada flor seca. Que se aferra a los silencios como si pudieran sostener lo que ya se rompió.
Pero esa noche... algo cambió.
No de forma dramática. No con frases de película.
Fue algo sutil. Íntimo.
Como cuando dejas de esperar una respuesta, y simplemente escuchas.
Tal vez por primera vez no quise explicarlo todo. Solo estar ahí. Sentir. Respirar.
Y quizás, solo quizás...Esa fue mi primera forma de soltar.
No pedía un regreso. Solo una posibilidad.
—Lo sé... —murmuró Heather, bajando la mirada, como si hablara más consigo misma que con los demás—. Pero a veces... a veces es más fácil cargar con la culpa que mirar de frente lo que en verdad duele. Fingir que no pasó nada... duele menos que aceptar que tal vez, lo arruiné todo sin darme cuenta.
Nunca entendí del todo a Heather.