Harper Chauvin
Martes 17 de junio 2026 Playa — 00 :00 h
Me quedé pensando en eso mientras la luna avanzaba despacio entre las palmas, como si también buscara respuestas. Por un momento, creí que quizá, justo ahí, en esa orilla bañada por estrellas líquidas, podíamos empezar a entendernos... sin decir ni una sola palabra.
—Vamos, sentémonos... no hay prisa. El mar hoy escucha mejor que nadie —dijo Harper con una sonrisa suave, de esas que apenas se notan pero dicen mucho. Se acomodó en la arena con cuidado, como si cada movimiento necesitara permiso. La bufanda —esa que siempre llevaba cuando lo extrañaba— le rozó la mejilla al sentarse, y por un segundo, pareció que el viento le traía una voz que ya no esperaba oír.
Heather asintió, y nos sentamos juntas. La brisa era tibia, y el azul del mar se fundía con el cielo como si todo estuviera en pausa, como si por una vez el mundo no doliera tanto.
Me abracé las piernas sin pensarlo, la bufanda descansando sobre mis hombros. Pero esa noche era distinta. No se trataba solo de Nicolás. Había algo en el rumor de las olas, en el silencio cómodo entre nosotras, que me hizo pensar —por primera vez en mucho tiempo— que tal vez podía seguir adelante.
No olvidar, porque yo no soy de las que olvidan. Pero sí aprender a soltar sin romperme.
Quizá el pasado ya no necesitaba que lo cuidara tanto.
Acaricié con los dedos una conchita blanca. Me recordó a una de las que había guardado en mi caja de madera, junto a las flores secas y las cartas de Nicolás, esas que ya olían más a recuerdo que a tinta.
No hablaba mucho de él. No con palabras, al menos. Pero a veces, sin querer, cada cosa que hacía cada pausa, cada silencio decía más de lo que me atrevía a admitir.
Y aun así, esa noche me sorprendí escuchando el mar, como si una parte de mí todavía creyera que se podía empezar de nuevo.
Quizá no era que quisiera olvidar. Tal vez... solo estaba aprendiendo a no aferrarme tanto.
Esa noche, uno de ellos regresó. Y con él, algo que no estaba preparada para volver a sentir.
Me senté sobre la arena tibia y sentí cómo los granos se deslizaban entre mis dedos, tan diminutos y frágiles como los recuerdos que, a veces, se me escapaban justo cuando más necesitaba retenerlos.
Esa noche, uno de ellos regresó. Y con él, algo que no estaba preparada para volver a sentir.
[ Flashbacks ]
Fue tan simple como una risa. No la mía, sino la suya, enredada en un recuerdo que creí enterrado. Estábamos en su jardín, él sostenía una manguera torcida, empapado, riendo como si el mundo no pudiera tocarlo. Yo también reía. Había sol, olor a césped mojado y esa forma suya de mirarme, como si lo supiera todo de mí y, aun así, eligiera quedarse.
Me mordí el labio. No porque doliera, sino porque no quería que doliera.
Respiré hondo. Dejarlo entrar por un instante no significaba invitarlo a quedarse.
Tal vez ya no tenía que luchar contra los recuerdos. Tal vez solo debía aprender a convivir con ellos sin convertirme en ellos.
Con la manguera en mano, él me empapaba hasta los calcetines, riendo como si el mundo no pudiera tocarlo. Yo también reía, con el cuerpo temblando de frío y las mejillas adoloridas de tanto sonreír. Pero no me importaba.
Había sol, olor a césped recién cortado, y esa forma suya de mirarme... como si yo fuera su lugar seguro. Como si conociera cada parte de mí incluso las que aún no entendía y, aun así, eligiera quedarse.
Esa era la parte que más me dolía recordar: su elección. Porque en ese momento, él me eligió sin dudar, y yo me creí eterna en sus ojos.
Suspiré. No de tristeza. De comprensión, tal vez. Porque por mucho tiempo pensé que recordar era una forma de mantenerlo conmigo. Pero ahora... ahora empezaba a entender que también era una forma de dejarlo ir sin borrarlo.
Y en ese equilibrio, entre lo que fue y lo que ya no será, había algo nuevo naciendo en mí. No fuerza, todavía. Pero sí una especie de paz que antes no conocía.
—Estás empapado —le dije entre carcajadas, tapándome la cara con las manos, como si eso pudiera contener la risa... o lo que empezaba a sentir por él.
—Y tú estás preciosa —me respondió sin pensarlo, como quien respira, como si decirlo fuera tan natural como mirarme... y verme de verdad.
Esa fue la primera vez que creí en algo más fuerte que el miedo. Porque con Nicolás, todo era así: palabras que parecían escaparle sin querer, pero que se quedaban conmigo como si las hubiera escrito en mi piel.
Él nunca hablaba mucho. Pero cuando lo hacía, cada frase pesaba el doble. Era de esos que se esconden detrás del silencio, pero que escriben cartas como quien deja pedazos del alma en papel. Las mías, todas, las guardé en una caja de madera con flores secas. La suya, nunca supe dónde la escondía... aunque a veces sospechaba que la llevaba adentro, como una herida que nadie más veía.
Yo era diferente. Sentía demasiado, hablaba en voz alta de lo que dolía, como si nombrarlo pudiera salvarlo. Él no. Nicolás callaba hasta romperse por dentro. Y tal vez por eso funcionábamos: porque yo ponía voz a lo que él no sabía decir.
Pero ese día manguera en mano, mojado hasta el alma, mirándome como si yo fuera lo único claro entre tanto gris me dejó ver un rincón suyo que casi nadie conocía. Y ahí, en ese instante mínimo, me eligió. O al menos eso creí.
Ahora, desde la distancia, entiendo que el amor no siempre se parece a lo que imaginamos. A veces es solo un destello, un "te veo" dicho en el momento justo... y después el silencio.