100 lunes para Recordarte

Capítulo 8 Lo que el mar nos dice

Harper Chauvin

Martes 17 de junio 2026 Playa — 00 :45 h

—Me gusta eso —dije, con una sonrisa que apenas lograba alcanzar mis ojos—. A veces necesitamos aferrarnos a esos pequeños sueños, aunque todo parezca complicado.

Asentí en silencio, dejando que esas palabras calaran más hondo de lo que parecía. Por primera vez en mucho tiempo, sentí que compartía ese peso sin juzgarlo, sin el nudo en la garganta que siempre me hacía resistir.

Dolía, claro que dolía.

Pero ya no me rompía.

O tal vez estaba aprendiendo a romperme sin ruido, a esconder las heridas para que nadie viera que sangraba.

A veces, compartir no era soltarse del todo, sino dejar que alguien sostuviera un poco ese peso que creías solo tuyo. Y aunque las palabras fueran pocas, el aire entre nosotros se llenaba de un silencio cargado de verdades no dichas.

Un pequeño sueño, sí. Quizás eso era todo lo que necesitábamos para seguir.

—¿Crees que el amor puede ser ligero? —le pregunté casi sin esperar respuesta.

Heather río como un sonido que se quiebra contra el cristal y me fusioné con el murmullo del mar.

—Creo que el amor es muchas cosas, Harper —dijo Heather, mirando por la ventana—. Puede ser ligero, pesado, dulce, amargo... pero, sobre todo, es real. Y a veces, solo a veces, alcanza para sanar un alma rota.

—¿Y tú qué quieres? —preguntó Heather, apoyando la espalda contra la pared, con las gafas de sol a medio bajar, dejando asomar unos ojos grises que parecían buscar algo más allá.

—No sé... quizás solo que duela menos. O que duela diferente.

quizás resignación.

—Lo que tú quieres es intenso, puro, arriesgado. Quieres amar con el corazón abierto, aunque eso signifique romperte. Yo, en cambio, busco que duela menos. Que sea un amor que no se rompa con el viento, algo real, sí, pero controlable, que me permita seguir adelante sin perderme.

—Entonces —dije, tomando aire—, lo que queremos en el amor es diferente.

Heather asintió, sin soltarme la mirada.

—Sí. Y eso está bien. Porque cada uno tiene su manera de cuidar lo que ama.

La observé en silencio, y por primera vez vi más que la fachada fría.

Golpeaba, pero no me quebraba. Aunque tal vez solo estaba aprendiendo a quebrarme sin hacer ruido.

Como la arena que se desliza entre los dedos sin que el viento lo note, así eran sus muros: fuertes, pero frágiles al mismo tiempo.

Quería abrirse, lo sentía en la tensión de su voz, en la forma en que evitaba mirarme a los ojos.

Era un duelo entre lo que ella mostraba y lo que callaba, entre la coraza y el deseo de ser vista.

Y yo, con mi corazón hecho de letras y cartas, solo podía sostener ese silencio compartido, esa pausa entre dos almas que se entendían sin palabras.

Ella, el hielo que se derrite poco a poco. Yo, la llama que se resiste a apagarse.

Quizás, al final, ambas éramos eso: contradicciones a medias, buscando un refugio en medio de el vendaval.

Ella parecía firme, inquebrantable, pero yo sabía que detrás de esos ojos grises y esas gafas oscuras había un mundo que apenas se atrevía a mostrar.

Heather negó con la cabeza, incómoda, como si las palabras que había escuchado la rozaran demasiado profundo.

Quería entenderla, quería alcanzarla en ese lugar donde el miedo se mezcla con la esperanza.

Ella evitaba mis ojos, pero yo veía más allá del muro que construía.

Era un equilibrio frágil: mostrar y ocultar, ser fuerte y vulnerable al mismo tiempo.

Y yo, con mi corazón hecho de fragmentos de palabras, solo podía sostener ese instante compartido, ese suspiro suspendido entre nosotras.

Yo la miré, sin saber si creerle o no. Seguía atrapada en esa idea rota que llevaba conmigo desde siempre: que el amor tenía que ser grande, intenso, casi doloroso.

Cada carta era como un pacto, algo eterno... o eso quería creer.

Y mientras la miraba, dudaba. ¿Podría el amor ser diferente? ¿Más suave? ¿Menos quebradizo?

No lo sabía. Y eso... me asustaba un poco.

Porque soltar esa idea era como dejar caer la última hoja del otoño.

No sabía si estaba lista para dejarla ir.

Asentí, aunque no sé si ella lo notó.

Entendí, en ese instante, que la distancia entre nosotros no era solo porque yo estuviera con Nicolás, ni porque Heather fuera su ex, ni porque el pasado aún latiera en cada silencio.

Era más profundo. Más pequeño, también.

Era ese miedo tonto pero no tan tonto de abrirnos, de mostrarnos con la piel en carne viva, de decir "esto soy" sin el escudo de las bromas o de los adioses que lanzábamos como piedras para que no se acercaran demasiado.

La distancia no era un espacio. Era un miedo.

Era todo lo que no decíamos, las risas que usábamos para tapar los vacíos, las miradas que se desviaban en el momento exacto antes de que doliera.

Y me quedé ahí, con ese asentir leve que no arreglaba nada, pero que era un pequeño "estoy aquí" que me temblaba entre los labios.

Las gafas de sol de Heather eran imposibles de ignorar, grandes y oscuras, como si se hubiera puesto un pedazo de noche sobre los ojos.

Y, aun así, su voz era calmada.

Casi suave.

Como el agua que corre sin prisa entre las piedras, como ese aire fresco que roza la piel cuando todo parece demasiado pesado.

Me desconcertaba.

Ese contraste entre lo que mostraba y lo que callaba. Entre el brillo de sus gafas al inclinar la cabeza y la calma de su voz, que no combinaba con la forma en que se frotaba las manos cuando pensaba que nadie la miraba.

Era llamativa, sí.

Pero también frágil, aunque no se le notara.

Y me quedé ahí, con la sensación de que todos llevamos algo que cubre nuestros ojos, algo que nos protege y, al mismo tiempo, nos separa. Algo que pide ser visto, incluso cuando decimos que no queremos que miren.

—No entiendo cómo puedes aferrarte tanto, tanto, a esas promesas de papel —dijo, con la voz calmada, aunque en su garganta se notaba un leve temblor que apenas dejó escapar—. ¿No te cansas de vivir en el pasado?




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