100 lunes para Recordarte

Capituló 10 Un momento que duele

Harper Chauvin

Martes 17 de junio 2026 cama habitación — 4 : 30 am

Me acuerdo del pasillo y de cómo la luz parpadeaba en la esquina, como si tuviera miedo de apagarse para siempre.

Me acuerdo de sus manos inmóviles sobre las sábanas, tan quietas que parecía que ya no le pertenecían.

A veces escuchaba cómo respiraba.

Él. Las máquinas. El pasillo.

Ese pitido intermitente que se colaba en mis huesos,

y era mi culpa.

Porque yo estaba aquí, de pie, respirando sin permiso,

mientras él estaba allí, inmóvil,

y cada pitido era un latido que me atravesaba las costillas,

como si me reclamara el aire que él no podía tomar.

Decía que quería que despertara,

pero no sabía si quería o si lo temía, porque si abría los ojos, quizás me miraría igual que antes,

o quizás ya no me miraría nunca.

Me quedaba contando las luces del techo,

mientras el olor a desinfectante se pegaba a mi ropa,

mientras el café se enfriaba en mis manos,

mientras el mundo seguía girando y yo quería que se detuviera, solo un segundo, solo para nosotros.

Y ese pitido, ese maldito pitido,

me recordaba que cada segundo que él no despertaba,

era otro segundo que yo seguía aquí,

cargando con esta culpa que no sé si merezco,

esperando.

A veces me sentaba junto a él y me quedaba en silencio.

Contando los segundos que respiraba,

mirando cómo se movía su pecho, tan despacio,

como si cada inhalación le costara una vida entera.

Pero otras...

cuando la oscuridad subía por las paredes,

y el pasillo se llenaba de ecos,

y el mundo se hacía tan grande que yo me sentía tan pequeña, me atrevía a hablarle.

Le contaba cosas tontas,

cómo olía el café en la mañana,

cómo el sol entraba por la ventana como si fuera verano aunque no lo fuera, cómo me dolían las manos de tanto apretarlas.

A veces le decía que estaba bien,

y a veces le decía que era mentira.

A veces le pedía que despertara,

y otras le pedía perdón por pedírselo.

Y mientras hablaba, y me quedaba allí sosteniendo su mano.

— No te vayas — le dije una vez, aunque juré que nunca se lo pediría.

Tess me miró desde la puerta, con ese café barato en la mano.

— ¿Qué has dicho?

— Nada. Olvídalo.

— Harper...

— Solo está dormido, Tess. Es lo que dicen, ¿no?

— Harper.

— Ya basta, Tess.

— No puedes quedarte aquí todo el día.

— No estoy todo el día. Voy y vengo. Respiro. ¿Contenta?

— Esto no es tu culpa.

— Ya sé que no es mi culpa —respondo, pero mi voz se apaga al final.

Tess suspira, como si supiera que estoy mintiendo.

— No me mires así.

— ¿Así cómo?

— Como si supieras lo que estoy pensando. No lo sabes.

Se queda en silencio. Yo me acomodo la bufanda. Me froto las manos. No quiero llorar. No voy a llorar.

— Solo... avísame si pasa algo —dice Tess, antes de cerrar la puerta.

Y cuando se va, me quedo otra vez con él.

Con ese pitido intermitente.

Con el "no te vayas" que nunca debí decir.

No sé si han pasado horas o días, o si estoy aquí o si ya me fui.

«Creo que estoy despierta.»

«O tal vez sigo dormida.»

«Tal vez esto nunca pasó.

Abro los ojos.

Y estoy sola.

Aunque no sé si los abrí de verdad.

Tal vez sigo allí, con ese pitido que no me dejaba dormir,

con el olor a café frío y desinfectante,

con las flores marchitas en el vaso de plástico,

esperando, esperando, esperando.

Digo que estoy bien, pero no lo estoy.

Digo que no me importa, pero sí.

Digo que no le necesito, pero no sé respirar bien si no está.

Me quedo mirando el techo, buscando grietas,

como si de ahí fuera a salir una respuesta,

o al menos un poco de consuelo,

o al menos un poco de algo.

No sé si quiero que despierte,

o si quiero que descanse.

No sé si quiero quedarme aquí,

o si ya me fui hace tiempo.

A veces pienso que me escucha,

en ese lugar donde habita entre sueños y latidos,

en ese silencio que se siente más pesado que cualquier palabra.

A veces pienso que me escucha,

y otras veces, me asusta la idea de que no quede nada de él que pueda escucharme.

Aunque no sé si los abrí de verdad.

Tal vez sigo allí, con ese pitido que no me dejaba dormir,

con el olor a café frío y desinfectante,

con las flores marchitas en el vaso de plástico,

esperando, esperando, esperando.

Digo que estoy bien, pero no lo estoy.

Digo que no me importa, pero sí.

Digo que no le necesito, pero no sé respirar bien si no está.

Me quedo mirando el techo, buscando grietas,

como si de ahí fuera a salir una respuesta,

o al menos un poco de consuelo,

o al menos un poco de algo.

No sé si quiero que despierte,

o si quiero que descanse.

No sé si quiero quedarme aquí,

o si ya me fui hace tiempo.

A veces pienso que me escucha,

en ese lugar donde habita entre sueños y latidos,

en ese silencio que se siente más pesado que cualquier palabra.

A veces pienso que me escucha,

y otras veces, me asusta la idea de que no quede nada de él que pueda escucharme.

No sé si grité.

No sé si lloré.

Solo sé que me desperté con las manos entumecidas,

aferradas a la bufanda,

como si de verdad hubiera intentado alcanzarlo en la oscuridad.

Fue solo un sueño.

Eso me dije.

Solo un sueño.

Pero la oscuridad seguía allí,

en el techo, en mis costillas,

en ese miedo de que si cerraba los ojos otra vez,

no los volvería a abrir,

o que cuando los abriera,

él ya no estaría.

Porque a veces,

no es el sueño lo que da miedo.

Es despertar. Y encontrar el pasillo vacío.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.