100 lunes para Recordarte

El vaso que casi rompe

Harper Chauvin

Martes 17 de junio 2026 cama habitación

— 5 : 00 am

Miré la puerta, entreabierta, como una herida tímida en el pasillo. No sabía si quería entrar o quedarme afuera.

El silencio llenaba todo, pesado, como un secreto que duele sin decirse.

¿Era miedo? ¿Era esperanza? No lo sé.

Quise empujar esa puerta, buscar respuestas. Pero también temí lo que pudiera encontrar, como si abrirla rompiera algo que aún late, algo que duele, pero vive.

Me quedé ahí, en el borde entre la luz que no entra y la sombra que no se va. Con el corazón a medias. Con palabras que no se atrevían a salir.

La puerta no se cerró, ni se abrió del todo.

Di un paso.

Ojalá dejara de crujir esa puerta. Ojalá dejara de crujir todo. Incluso yo. Incluso esto que siento.

— Ojalá dejara de crujir esa puerta y esa luz parpadeante... ¿Tan difícil es cambiarla?

Estaba en mi cama, enredada con la manta como un burrito mal hecho, pero cálido. Aferrada a mí misma.

La puerta cruje. Otra vez. Y otra.

La luz no para de parpadear, como si el pasillo respirara en cortos, como si se atragantara de tanto querer iluminar.

Y yo... yo tampoco paro de parpadear.

De pensar que no me importa, que es solo una bombilla, que es solo una puerta vieja.

Pero me importa.

Porque en el fondo es ese sonido, ese parpadeo, el que me recuerda que hay cosas rotas que no sé cambiar.

Me digo que no es mío lo que cruje.

Me digo que no es mío lo que parpadea.

Pero sigo aquí, envuelta, quieta, escuchando cada crujido como si me hablara.

Como si me pidiera que me levante, que lo arregle.

Como si me retara a admitir que también me duele.

Y no sé si es el frío del suelo, o la luz, o la puerta, o yo.

No sé qué es lo que está pidiendo ayuda esta noche.

Miro el techo, susurrando.

O quizá solo eran mis labios moviéndose en la penumbra, sin voz, sin nombre.

Decía que estaba bien.

Lo repetía.

Bien, bien, bien...

Como quien frota una mancha que no se va.

Pero me dolía.

Me dolía en ese punto detrás del esternón, donde se guarda la última respiración antes de llorar.

Me dolía de forma pequeña, casi tierna, como un moretón que ya no sabes de dónde vino.

Quise no sentirlo.

Quise pensar en otra cosa, en el desayuno que no comí, en las luces que parpadeaban, en la grieta en el techo.

Pero incluso esa grieta parecía su mano abierta, apuntando hacia mí.

No sé por qué le hablaba al techo, por qué le pedía que me escuchara, que me dijera que esto pasaría.

No sé por qué seguía contando los segundos, las respiraciones, las veces que pensaba su nombre sin decirlo.

Dije que estaba bien.

Me giré en la cama, enredada en la manta, con el susurro pegado a la lengua.

Porque a veces no se trata de olvidar, sino de aprender a sostener el recuerdo sin que pese tanto.

O eso me repetí, mirando el techo, susurrando.

— Ya, por favor. —Mi voz sonó más cansada de lo que quería.

Cogí el móvil con las manos frías.

Marqué.

Videollamada.

Se escuchó ese tuu... tuu...,

como un latido que no quería escuchar.

Click.

Tess apareció con el pelo hecho un nido,

los ojos hinchados,

la camiseta arrugada,

tan Tess que me dolió.

Quise sonreírle, pero no encontré la forma de hacerlo.

El silencio se sentó entre nosotras, pesado,

incómodo,

cálido de algún modo.

Pensé en colgar.

Pensé en decirle que estaba bien, que era tarde, que se fuera a dormir.

Pensé en decirle que lo había soñado otra vez,

que me desperté con el nombre de él en la boca,

pegado al paladar como una palabra que no se dice.

No dije nada.

Solo miré su cara en la pantalla,

la luz parpadeando detrás de ella,

el reflejo de mis ojos en el cristal.

«Estoy bien», iba a decir.

«Solo quería verte», iba a decir.

«Te necesito», pensé.

Eso sí era verdad.

Pero no se lo dije.

Me quedé allí, sosteniendo el móvil como quien sostiene un salvavidas, y Tess me miró, despeinada, medio dormida, con sus ojos de siempre.

Y aunque no dije nada, ella entendió.

— Son las cinco de la mañana, Harper. —Tess se rascó la cabeza, despeinándose más. Su voz sonó ronca, sin filtros.

Parpadeé, mirando el brillo tenue de la pantalla.

Tess se levantó, se puso de pie frente a la cámara, buscó algo fuera de plano y volvió con su termo de café. Llevaba su camiseta negra de The Strokes y pantalones rotos. Sus uñas rojas se veían desgastadas.

— Lo sé. —Me encogí de hombros, como si no me importara.

— No, no lo sabes. —Se sentó de nuevo, apoyando la cabeza en la pared—. ¿Qué pasa?

— Nada.

— Mentira. —Tomó un sorbo de café, sin apartar la vista—. Y si vas a despertarme a las cinco, al menos que sea por algo.

Me quedé en silencio. Jugué con el cordón de mi sudadera, enredándolo entre mis dedos.

Tess suspiró, con esa paciencia rara que sacaba solo conmigo.

— ¿Lo soñaste otra vez?

Tragué saliva. No quería decirlo en voz alta. «Sí», pensé. Pero solo me quedé mirando el brillo en su labio inferior, el reflejo de la pantalla en sus ojos.

— Harper... —Su tono se suavizó, y me molestó que se notara que me conocía tanto.

Me pasé la mano por el pelo.

Me reí, un poco. Una risa rota.

— ¿Sabes qué es peor? —dije, subiendo el volumen sin querer—. Que me desperté creyendo que estaba bien.

Tess apoyó el termo en el suelo. Se subió una pierna al pecho, abrazándola, con sus converse negras raspadas en la cámara.

— Y no lo estás.

Negué con la cabeza, con una mueca que no era sonrisa.

— No. No lo estoy.

Ella no dijo «te lo dije», no dijo «ya pasará». Solo se quedó ahí, con su pelo hecho un desastre, su cara cansada, el delineador corrido.




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