Harper Chauvin
6: 13 am
— Bueno... solo quería escuchar a alguien que no crujiera, —dice.
Y ahí está. Como si fuera tan fácil.
Como si yo no estuviera hecha de astillas bajo la piel.
Como si mi silencio no sonara como un árbol podrido al romperse.
— Entonces escogiste mal. Yo hago más ruido cuando intento callarme.
— Aunque, hey, a veces me sale bien el papel de madera decorativa . Cero crujidos. Solo estética.
Tess frunció el ceño, confusa o dolida.
Yo no lo sabía. No quería saberlo.
No quería mirar demasiado, no fuera a encontrar algo que me obligara a sentir.
Mentí.
Mentí para proteger algo.
¿A ella? ¿A mí?
¿O solo porque, si lo decía en voz alta, se rompía de verdad?
A veces las palabras eran cristales colgando de un hilo.
Y yo, con las manos sucias, temblorosas, sin saber si tocar o dejar caer.
— No fue para tanto —dije.
Y eso fue todo. Eso fue todo lo que me permití.
Una línea recta, fría, como si no tuviera grietas por dentro.
Pero sí las tenía.
Y dolían justo donde su voz rozaba mi nombre.
Ella asintió despacio. Esa forma suya de decir que no creía ni una palabra,
pero que no iba a obligarme a decir la verdad.
Eso era lo más cruel.
Y lo más tierno.
A veces no sabía qué dolía más.
Me reí.
De verdad.
No por cortesía. No por evitar el silencio.
Me reí como si el cuerpo, por un segundo, hubiera olvidado que estaba cansado de sostenerse.
Apoyé la cabeza en la almohada del hotel.
Suave, pero hueca.
Como una promesa mal doblada.
Tenía ese olor neutro, blando, sin historia. Como si nunca nadie hubiera llorado sobre ella.
Como si nadie hubiera amado, ni extrañado, ni muerto un poco ahí.
Demasiado blanca.
Demasiado limpia para que yo pudiera confiar.
La cama era grande, demasiado para una sola.
Y aun así, no sobraba espacio.
Porque los pensamientos ocupaban el doble.
Porque el eco de alguien que no está... se estira más que un cuerpo.
Las sábanas tenían la textura de los silencios largos:
lisas, impersonales, un poco frías.
Una parte de mí quería hundirse.
Otra parte quería huir.
Y aun así...
me quedé ahí.
Respirando.
Contando las grietas invisibles en el techo.
Intentando no recordar.
O recordarlo todo, de golpe,
como si eso me devolviera a algún lugar que nunca fue del todo mío.
— Idiota —me responde Tess, sin siquiera mirarme, como si la palabra se le cayera de la boca entre un suspiro y una canción.
Tenía los auriculares puestos, uno solo en realidad el izquierdo, el otro colgaba sobre su pecho como si quisiera escucharme... a medias.
Sus uñas rojas golpeaban el vaso de plástico entre sus manos. Tic, tic, tic.
Un sonido casi molesto. Casi hipnótico.
Como si estuviera marcando el ritmo de algo que yo no alcanzaba a entender.
Y aun así, su risa se escapó.
Esa risa suya.
Que sonaba a patio de colegio, a verano sin reloj, a todo lo que fuimos antes de que el mundo empezara a pesar de verdad.
Antes de que doliera.
Antes de que algo lo que fuera se rompiera en silencio.
Me quedé callada.
No porque no tuviera nada que decir, sino porque, por una vez, su risa me bastaba.
Era como volver a casa sin moverse del sitio.
Como respirar hondo y que no doliera el pecho.
— No puedes seguir pensando que las cartas te van a decir algo que no sabes ya —añade, cruzando las piernas sobre el sofá, con sus converse negras sucias de ciudad.
No cree en las cartas.
No cree en señales, ni en fantasmas, ni en casualidades cósmicas.
Pero cree en mí.
Y eso a veces es más difícil.
— Igual ya lo sabía —le digo.
— Entonces eres doblemente idiota —responde, sin rabia, sin juicio. Solo con esa honestidad suya que no pide permiso para entrar.
No sé si quiero abrazarla o lanzarle una de sus botas por la ventana. — Anda, duerme ya. Y si se va la luz, considéralo ambientación gratis para tus traumas.
Sonreí. No pude evitarlo.
Nadie más podía decir algo así sin parecer un monstruo. Pero Tess no era cruel.
Era... otra cosa.
Era una ventana mal cerrada que no dejaba pasar el frío.
Era un "quédate" que no se decía en voz alta.
Era casa.
No una de paredes, sino de esas miradas que no preguntan nada porque ya lo saben todo.
A veces me preguntaba si me quería, pero luego decía cosas así.
Y yo pensaba: "Quizá no me quiere.
Pero me cuida.
Y eso también es querer. ¿No?"
No lo sé.
Pensar en eso era como intentar recordar un sueño después de despertarme.
Algo que se escapa.
Algo que se disuelve justo cuando crees que lo tienes.
La luz no se apagó.
Pero, por un segundo, deseé que lo hiciera.
Para quedarme en la oscuridad con esa frase suya flotando en el aire.
Como si el silencio fuera su forma secreta de abrazarme.
—Buenas noches, Tess.
Mentira. No es una buena noche. Es una noche con bordes. Una de esas que raspan por dentro sin hacer ruido. Una noche que se hunde, pero en silencio, como una carta que nunca se envía.
Ojalá supieras cuántas cosas no te estoy diciendo.
Cuántas veces me muerdo el nombre que no quiero pronunciar.
Cuántas palabras me tiemblo para que no se me salgan sin permiso.
Te digo "buenas noches" como si eso bastara.
Como si ese saludo pudiera disfrazar lo que me falta, lo que me sobra, lo que arde.
Y tú asientes. Y yo no te miro. Y parece que todo está bien.
No está bien.
Pero si te lo digo, se rompe. Y si no te lo digo... también.
Así que sonrío.
Y dejo que la noche me trague.
Una noche más. Una mentira más. Una versión de mí que aguanta un poco más.