Eran las tres de la tarde cuando Danna y su padre, Tom, arribaron al puerto, en una vieja barca que gozaba de sus últimas travesías. El viento de la costa les dio la bienvenida, aferrando a sus narices el hedor a pescado podrido y agua salada. Múltiples miradas se posaron sobre ellos, examinando cada centímetro de aquellos dos locos que se atrevían a visitar un lugar en donde el sol parecía ocultarse de aquel olvidado pueblo costero. Lugar que algún día, en algún posible pasado gozó de cierto interés turístico; mucho antes que lo mágico se tornara macabro, incluso de que las leyendas resultaran ser más que simples leyendas. Era el último destino de cualquier viajero, y digo «el último» solo para mantener la posibilidad de que alguien lo considerara como un lugar interesante para unas vacaciones de verano.
La estampida de miradas consternadas era desafiada por la frente en alto de Tom; aunque su hija se mantenía cabizbaja, sorteando su atención entre el suelo mojado y la mano de su padre que sostenía un revolver entre su gabardina.
—Mantente cerca —susurró él.
El puerto adoptó un silencio fúnebre: cada conversación, gaviota, y ruido en la lejanía, quedó enmudecido con el desfile de ambos; era evidente que los habitantes no estaban acostumbrados a recibir forasteros.
Caminaron entre casas arrasadas por el olvido, rincones en los que el viento parecía cantar sus propias tonadas de advertencia; como gritos desesperados de almas que perdieron la oportunidad de escapar a su debido tiempo. Allí, en una esquina enmarcada por dos árboles inclinados, los esperaba un anciano, sosteniendo un manojo de llaves entre sus manos temblorosas —usted debe ser Tom —dijo.
— ¿Es esta la casa? —preguntó Tom subiendo las escaleras que llevaban al pórtico.
—Sí —respondió el viejo, entregándole las llaves.
Tom abrió la puerta e hizo señas a Danna para que entrara primero.
—Recuerden cerrar las ventanas por las noches —alcanzó a decir el anciano justo antes de que el hombre cerrara la puerta.
Al primer vistazo Danna, concluyó que su nuevo hogar no resultaría igual de cómodo que los ya, habitados en el pasado. La madera vieja y sus oscuros rincones denotaban una complicidad longeva, recelosos de cualquier visitante que amenazara sus misterios. El recibidor abrió el telón, adornado por el polvo que danzaba entre los pocos rayos de sol que se colaban por la ventana de la cocina.
—Tardaremos años en limpiar todo esto —aventuró la chica luego de un suspiro al viento.
Subió al segundo piso y se encontró de inmediato con las escaleras que llevaban al ático; llamó a su padre, sin recibir respuesta hasta el segundo intento: —Estoy aquí arriba —contestó.
Danna subió y echó un vistazo. No había más que cajas viejas y madera desgastada. Curiosamente, aquel brío místico que rodeaba la casa no estaba presente en ese lugar. Se respiraba un aire menos denso, el sol entraba con firmeza por los ventanales situados en cada uno de los extremos.
—Aquí dormiremos —avisó Tom.
—Papá hay como mínimo tres habitaciones abajo.
A Tom, solo le bastó una mirada para censurar por completo los posibles cuestionamientos de su hija, y ella tampoco estaba demasiado dispuesta a llevarle la contraria. Había sido un viaje largo, de esos que parecen poner un «punto y aparte» en la vida de cualquiera.
Danna colocó su bolso junto a las escaleras y bajó. Aún faltaba escudriñar la mayor parte de la casa. La sala era por el momento, el lugar que más atraía su curiosidad. Una serie de pinturas colgadas en la pared, relataba la historia que abrigaba a los antiguos habitantes de la casa. El primer cuadro, que permanecía encima de la chimenea, detallaba con una precisión escalofriante a sus abuelos; su madre estaba en el centro de ellos. En el segundo, se podía ver un bosque en completa penumbra; sin estrellas en el cielo, con sombras huérfanas en el suelo. El tercero y cuarto, se basaban en bocetos incompletos del rostro de su madre; pequeñas diferencias en el contorno de los ojos y su sonrisa, delataban la búsqueda fallida del retrato perfecto. El camino trazado por los cuadros la llevó a posar su mirada hacia la cocina, donde continuó su exploración…
A medida que avanzaba, se materializaba el escenario; donde imaginaba las historias contadas por su madre en el pasado. Todo lugar que alguna vez supuso que era colorido, hoy se desplegaba entre pasillos sombríos: entre manchas de humedad en las paredes y un comedor desarreglado. Se acercó al fregadero y abrió la llave del grifo, «toda estadía sería un poco más llevadera con agua potable» pensó. Por un momento, solo escuchó el eco de la débil presión en las tuberías, hasta que gotas marrones empezaron a salir.
No había lugar dónde escapar cuando su cabeza quiso imaginar un futuro prometedor. Se descubrió de pronto en el lugar del que huyó su madre años antes, miró sus manos manchadas por el barro, dirigió sus ojos hacia arriba y se encontró con la humedad en el techo. Todo apuntaba a un desenlace en el que las lágrimas serían invitadas de honor, pero la voz de su padre interrumpió la embestida de sentimientos que se amontonaban en su garganta: —Sé que no es el lugar más cómodo, pero es todo lo que nos queda —dijo con un tono más calmado, intuyendo las batallas internas en su hija—. Espérame arriba, limpiaré aquí para servir la cena.
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Editado: 11.02.2022