2048

12 de enero 2042

Aún recuerdo cómo caía la nieve, serena y dulce, llegando al suelo con delicadeza y tiñendo de blanco las calles.

Una sábana blanca se elevaba sobre ella, solo era visible el rostro quemado de una chica, su pelo rubio ahora estaba lleno de cenizas; sus ojos antes llenos de vida, apagados; las yemas de los dedos ensangrentadas por los intentos de huida. Lo único que seguía intacto era su nombre, Lydia.

Alrededor del cuerpo estaba su familia, una mujer castaña, su madre, y un hombre cubierto de lágrimas, su padre. Luego estaba yo, apartada y apoyada observando la escena en el árbol más cercano, viendo como esa nieve tan pura se cubría de su sangre.

Recuerdo este día como si lo hubiese vivido una y otra vez en pesadillas, cosa que no me extrañaría.

El rostro de Lydia era una mezcla de polvo y cenizas, no distinguía más que su figura. Si no supiera que era ella jamás la hubiésemos reconocido aquel día. Recordaba cada detalle de los minutos previos a todo esto...

Recordaba cada detalle de los minutos previos a todo esto        

— ¡Apártese! 

Un hombre corpulento pasó corriendo a mi lado, la manguera que llevaba continuaba con muchas más personas tras él siguiendo su paso. Cada vez que una de ellas pasaba chocaba con mi hombro, haciendo que perdiese más y más el equilibrio hasta ser agarrada por la mujer de traje.

El compañero de aquella señora de cabello canoso continuaba hablando con la misteriosa figura oculta en el interior del coche. La persona responsable de que mi casa ardiera hasta sus cimientos tenía tanto poder que era imposible de detener, y a pesar de ello era tan cobarde que no fue capaz de dar la cara tras aquellos cristales tintados.

La mujer tiró de mí alejándome de la escena bajo mis gritos y sollozos. Sentía la garganta desgarrada, el sabor de la sangre en mi boca, la misma luz que emitían las llamas en la noche molestaba en mis retinas y escocía mis ojos.

Derrotada me callé, el único grito que se escuchaba provenía del interior de la casa, el último grito desgarrador fue emitido por mi hermana antes de morir devorada por las llamas.,

A los pocos minutos los bomberos comenzaron a apagar el fuego. Mi madre sujetando entre sus brazos a mi padre, totalmente destrozado. Los policías nos empujaron y alejaron de las vallas que impedían que nos acercáramos a la escena.

La nieve comenzó a caer en aquel frío invierno, mis pantuflas de conejos antes blancos ahora se cubrieron de las cenizas que caían del cielo acompañando la nieve.

No grité más, no me quedaban lágrimas para llorar, no supliqué por la vida de Lydia ni un solo segundo desde aquel momento. Mi dolor solo lo reflejaba mi aspecto demacrado, mi cuerpo derrotado y hundido, arrodillado en la acera rodeado de miradas curiosas.

Aquella mujer canosa posó una mano sobre mi hombro, sólo alcancé a leer sus labios de un rosa potente. Intentaba que no se notase, fingió empatía por mí y mi familia, a pesar de sus intentos un atisbo de sonrisa y alivio se dibujaba en su semblante.

El fuego casi extinguido aún llamaba la atención de todos los que me rodeaban, nadie reparaba en mí. Ni en mi aspecto ni antes lo hicieron en mis gritos, todos aliviados de que ella se fuera.

—Era lo mejor Eliana, compréndelo, ERS-24 es una amenaza para todos no debemos permitir que llegue.

No hice nada, se movían alrededor a cámara lenta como buitres al acecho. Con un poco de impulso, me levanté, aún cayendo un par de veces por el shock. En el proceso pude andar sujetada a los árboles que encontraba a mi lento paso.

Aquel coche negro seguía allí, hablando tranquilamente con el compañero de la mujer canosa, trabajadores que cumplían órdenes, exterminar cualquier entrada del virus de cualquier forma, no importaba cuándo ni cómo, solo debían acabar con él.

A mi hermana decidieron quemarla viva en el interior de la casa, encerrándola en ella, dejándonos escuchar sus gritos de auxilio totalmente impotentes durante minutos que parecieron horas.

Tomé al hombre del cuello mientras se cerraba la ventana tintada, lo agité y golpeé varias veces contra el coche.

—¡Ojalá seas el siguiente! —grité en medio del caos, el conductor tomó una de mis manos y para su sorpresa caí de rodillas abrazada a la pierna de aquel sujeto que decidió el destino de Lydia.

Lloré, todo lo que no había echado junto a mis padres y grité la culpa que me comía por dentro.

Quería matarle, meterlo en aquella casa carbonizada y que mirara el cuerpo de Lydia, pero sólo cumplía órdenes, un pobre hombre al que le comieron la cabeza. En ese momento temí que fuera yo la siguiente en perder la cordura.

El fuego extinto permitió entrar a los bomberos, sacaron en una sábana el cuerpo de mi hermana. Las yemas de sus dedos estaban ensangrentadas, también sus nudillos... El cristal de su dormitorio manchado de rojo y arañado daba una idea de sus intentos de fuga.

Nos permitieron sobre pasar la valla, solo nos limitamos a mirar el cuerpo sin vida que tendía en el suelo, cubriendo con sus manos y numerosas heridas la nieve, ella dejaba rastro de su presencia y el asesinato hecho allí bajo la orden de algún alto cargo que no se atrevía a dar la cara.

Ella tenía 15 años, seis menos que yo, aún así después de muerta luchó por dejar un rastro de su presencia en este mundo.

Estaban corrompidos por el miedo tras lo ocurrido en Francia, y sólo era el comienzo.

—Tienen un minuto para despedirse.

Las personas de traje se alejaron, las personas ya aliviadas se marcharon por miedo a contagiarse.



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En el texto hay: aventura, amor, pandemia

Editado: 30.03.2021

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