2048

20 de enero 2042

El helado frío de la noche provocaba que girase una y otra vez sobre mí misma, enredando la delgada sábana que me separaba del suelo con el punzante césped. La colocaba una y otra vez bien, volviendo a girarme pero por los ridículos e incómodos pinchazos.

Miré a mi padre, dormido con una expresión tranquila y de paz, el único momento en veinticuatro horas que su rostro no estaba contraído por los nervios, la noche era su lugar seguro a diferencia de mí, que cada nueva hora nocturna se tornaba más y más angustiosa.

Totalmente quieta, usando mis propios brazos ya adormecidos de la almohada comencé a contar las estrellas. Una tarea ardua sin duda ya que en el centro del bosque, sin las luces de las grandes ciudades, el cielo se veía iluminado por todas aquellas enormes esferas a kilómetros de mí...

Agotada acabé dormida, soñando con Lydia quien se sentaba a los pies de mi cama y me tendía un lápiz de grafito, muy especial para ella siendo el único que tenía.

"Gracias" susurré antes de que se desvaneciera con aquella enorme sonrisa.

Era el lápiz con el que te escribo, quizás por ello aún no os he dejado atrás, eres un regalo de la persona que más cruelmente he perdido, y de forma irónica, también la que más he querido. Sé que era mi hermana, nos peleábamos como cualquier par de hermanos, pero la quería, y si hubiera podido me hubiese cambiado por ella aquella noche. Siendo yo la que se sirviese en bandeja a las llamas, aunque jamás me hubiesen dejado.

Todo lo que había ocurrido en apenas días lograba quitarme el sueño, solo conseguía cerrar los ojos cuando me encontraba tan agotada que ni mis párpados lograban mantenerse abiertos.

Sentía que mi cerebro luchaba por mantenerme despierta, con una necesidad insaciable de recordarme lo que había ocurrido una y otra vez, sin darme tregua un solo minuto. De ello eran testigos mis ojeras enormes y mi cabeza, quien a pesar de molestarme también comenzó a delirar, de vez en cuando confundí la rama de un árbol con el cabello de mi madre o un rápido movimiento de cabeza, me hizo imaginar que la figura de Lydia se encontraba allí de pie, mirándome y observando cada uno de mis movimientos desde que nos fuimos.

Todas esas noches en vela me ayudaron a no olvidar sus rostros, a grabarlos a fuego en mi mente, temiendo que cualquier día llegara a olvidar incluso sus nombres. No pude decir adiós, ni un mísero lo siento, aún menos lo suficientes te quiero. Me sentí como una inútil totalmente perdida que debió apretar los dientes y continuar por ver a su padre levantarse cada mañana. Dar fuerza a los pocos que hay a su alrededor con una sonrisa cada mañana cuando luego, pasaba las noches entre llantos silenciosos.

Me destrocé a mí misma.

Un par de horas más tarde el sol quemaba mi cara y molestaba a mis ojos, rodé remoloneando un poco hasta que mi padre sacó la sábana de debajo de mí y volvía a pincharme con la hierba seca.

— Llevas toda la noche dando vueltas — no iba a negarlo, era obvio con todo el ruido que hago cuando me incomodo.

Abrió la mochila y con un leve suspiro volvió a colgársela del hombro. Después de tantos días no quedaba comida ni agua, ni siquiera la caducada.

— ¿Vamos al refugio? — pregunté solo para asegurarme.

Él asintió y nos pusimos en marcha.

Los refugios eran pequeños bloques de pisos cuyos habitantes del pueblo guardaban en secreto, incluso a quiénes vivían o vivieron allí por tiempo limitado. Los alimentaban, les permitían dormir e incluso duchas de agua caliente. Cosa que oliendo bien nos hacía cierta falta.

Corrimos las cortinas dejando entrar la luz, una litera en la esquina con sábanas blancas destacaba sobre la pared y el suelo de madera de roble. Era un lugar oscuro, demasiado para mi gusto.

La cocina, al lado de la única ventana que además la separaba de la cama solo consistía en una pequeña nevera con pocos alimentos y un fogón al lado del fregadero.

Todo estaba junto en una habitación alargada, por suerte al lado de la litera una puerta del mismo tono de la pared separaba el baño del resto.

Giré la llave, dejando que el agua caliente corriera sola mientras dejaba mi ropa sucia a un lado aunque cerca de mí.

Metí la cabeza bajo el agua sin importar en aquel momento lo que quemara, dejando que los restos negros de barro en mi cuerpo cayeran por el desagüe. ¿En qué momento la muerte de mamá y Lydia había dejado de importar? Todo parecía ser un absurdo sueño del que no podía despertar, como si levitara sobre los problemas, sufriéndolos pero sin que llegaran a doler.

Limpié la ropa bajo el agua y salí, dejándola reposar sobre la ventana. Me vestí, con la chaqueta vaquera y las mayas negras que quedaban en la bolsa. Acto seguido contesté a la llamada de mi padre y tomé el bocadillo que me ofrecía.

El silencio de la sala era abrumador, entre mordiscos y toses ningún sonido entraba a la sala.

Al menos, hasta que los gritos del exterior se hicieron insoportables, tanto que tuve que asomar la cabeza viendo así algo que me provocaba terror, los coches patrulla parados frente a la puerta.

Metimos toda la comida en las mochilas y mi padre guardó su navaja en uno de mis bolsillos, colocó un dedo en sus labios y señaló la ventana.

Caímos sobre un tejado y salimos huyendo, si nos quedábamos moriríamos con ellos. Un vecino nos vio y dio la voz de alarma, aún me acuerdo de la cara de aquel desgraciado en su cómoda vivienda.

Las patrullas comenzaron a seguirnos, nos alcanzaron y mi padre desesperado me empujó haciéndome caer por el otro lado del tejado.

Mi respiración se detuvo notando como mi corazón latía en mi garganta. Aquella horrible sensación de falta de aire, aún peor cuando, con el corazón en un puño, mi padre echaba un último vistazo diciendo un silencioso adiós con la mirada.

A continuación, entre el pequeño hueco de dos casas me asomé y un pequeño ojo pudo verle una última vez.



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En el texto hay: aventura, amor, pandemia

Editado: 30.03.2021

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