Prólogo.
Dicen que los amores de verano duran lo que una canción. Cortos, intensos, capaces de quedarse grabados en la piel como un tatuaje invisible. Yo nunca creí demasiado en esas frases hechas, hasta que llegó él.
No lo busqué, no lo esperé. Su presencia apareció en mis vacaciones como un viento inesperado: fuerte, fresco, imposible de ignorar.
Lo conocí de la manera más absurda y menos romántica posible. Y, tal vez por eso mismo, lo que vivimos después fue tan especial.
Fueron veintiún días. Veintiún noches que parecieron un universo entero, donde el tiempo dejó de tener importancia y cada instante se sintió eterno.
No sé si llamarlo destino, casualidad o simple coincidencia. Lo único que sé es que esa historia se quedó conmigo, grabada en la memoria, latiendo como un recuerdo que todavía arde.
Esta es mi historia.
La llegada a Puerto Azul
El calor húmedo de Puerto Azul me recibió apenas bajé del auto. Me solté la trenza que llevaba y dejé que el cabello cayera libre sobre mis hombros; el viento de la tarde movía algunos mechones sobre mi rostro, y no pude evitar sonreír. Estaba de vuelta en este pueblo que, aunque pequeño, siempre tenía algo que me hacía sentir viva.
Saqué el teléfono y escribí un mensaje rápido a mi hermana menor:
—"¡Hey! Llegué a Puerto Azul, dentro de un rato estoy en la ciudad. 😎"
No pasó mucho antes de que ella respondiera:
— "¿En serio? 😲 No sabía que venías. ¡Qué bueno! Avisame cuando llegues a la casa de Emi."
Sonreí, guardé el teléfono en el bolso y respiré profundo. Me quedaría en casa de mi hermana mayor, Emi, y la idea de pasar unos días allí me relajaba. Siempre lograba que me sintiera en casa, incluso en medio del bullicio de Puerto Azul.
Mientras caminaba por las calles conocidas, notaba las miradas de siempre. No era que me importaran demasiado, pero admito que disfrutaba los piropos discretos, las sonrisas cómplices. Me sentía cómoda, arreglada con cuidado, sabiendo que cada detalle de mí estaba ahí porque yo quería, no para nadie más.
Los colores del pueblo, el olor a mar mezclado con pan recién hecho y flores en las ventanas, me llenaban de una sensación de libertad que hacía que los días de vacaciones parecieran eternos. Pensaba en lo que haría durante mi estadía, en los momentos con mi hermana, en las risas y conversaciones nocturnas, sin imaginar que esa tarde iba a traer algo inesperado.
Al doblar la esquina de la calle, ya podía ver la puerta de la casa de mi hermana Rosio, y un cosquilleo de emoción me recorrió. Apenas abrió, me recibió con una sonrisa enorme, y detrás de ella, mi sobrina corrió a abrazarme con fuerza, chillando mi nombre.
—¡Tía! —gritó mientras me rodeaba las piernas—. ¡Te extrañé!
Me agaché para devolverle el abrazo y la abracé como si no hubiera pasado un solo día desde la última vez que nos vimos. Su risa me hizo sonreír automáticamente, y sentí esa calidez familiar que solo ella podía provocar.
Mi hermana me rodeó con un brazo, pegándome a ella y mirándome con sus ojos brillantes de emoción.
—¡No puedo creer que estés aquí! —dijo—. ¿Cómo te fue en tu ciudad? Cuéntame todo, quiero saber hasta el último detalle.
Mientras caminábamos hacia el auto, me acomodé el bolso y empecé a relajarme. El camino hasta la casa de Emi era corto, pero suficiente para conversar y ponernos al día.
—Todo bien, tranquila —le respondí con una sonrisa—. El trabajo, la vida… ya sabes, la rutina de siempre. Pero necesitaba un cambio de aire. Y bueno, aquí estoy.
me lanzó una mirada inquisitiva, divertida, mientras conducía:
—¿Nada emocionante que contarme? —preguntó, arqueando una ceja—. Anda, sé honesta.
—Em… un poco aburrido, la verdad —dije, riendo suavemente—. Nada que valga la pena en esta historia.
Ella me miró con esos ojos que parecían leerme, y yo solo pude encogerme de hombros. Mientras pasábamos por las calles de Puerto Azul, con sus casas coloridas, el olor a pan recién horneado y la brisa tibia del mar que llegaba desde lejos, sentí que el verano finalmente había empezado.
Al llegar a la casa de Emi, el calor húmedo del atardecer se filtraba por las ventanas abiertas. La vi acercarse con su sonrisa habitual, abrazándome con fuerza.
—¡Por fin estás aquí! —dijo mientras me guiaba al interior—. Cuéntame, ¿cómo fue tu viaje? ¿Llegaste sin problemas?
—Sí, todo bien —respondí, dejando caer el bolso cerca de la puerta—. El viaje fue tranquilo, nada fuera de lo normal.
Nos acomodamos en la sala, y mientras Emi me servía algo de beber, seguimos conversando. Hablamos del trabajo, de la ciudad, de cosas sencillas que parecían importantes después de tanto tiempo sin vernos. Su energía era contagiosa, y poco a poco sentí que podía relajarme por completo.
—¿Vas a quedarte mucho tiempo? —preguntó, acomodándose en el sofá—. Quiero que aproveches al máximo estos días.
—Sí, unos días —le respondí, sonriendo—. Necesitaba un cambio de aire, y ya sabes… pasar tiempo contigo siempre es agradable.
Después de un rato, sentí que era momento de prepararme para descansar un poco y darme una ducha.
—Bueno, voy a darme un baño —dije mientras me levantaba—. Después bajo a cenar con ustedes.
Emi asintió, dejándome camino libre, y subí las escaleras con el bolso en la mano. Cerré la puerta del baño, respiré profundo y dejé que el agua caliente cayera sobre mí, lavando el calor del viaje y un poco de la rutina acumulada.
Me sentí relajada, disfrutando de ese momento de privacidad. Cerré los ojos y dejé que cada gota me recordara que esos días serían solo míos, que podía desconectarme del mundo por un rato y simplemente ser yo misma.
Salgo del baño con la piel todavía húmeda y el cabello suelto, dejando que caiga libre sobre mis hombros. Respiro profundo y me miro en el espejo: me siento fresca, cómoda, lista para aprovechar los días que tengo por delante. Me pongo la ropa que traje para estas vacaciones, algo ligero y cómodo, pero que sé que resalta lo que quiero mostrar.