245, no te acerques

2 LA PRIMERA MARCA

Monte Tâmpa, Brașov

9:24am

El monte Tâmpa comienza a alzarse frente a nosotros, majestuoso y antiguo, envuelto en una niebla baja que se enreda entre las ramas como dedos flacos e insistentes. A esta hora, el sol ya debería haber atravesado las copas, derramando luz sobre los senderos, pero el bosque parece rehusarse a ceder, dándome la sensación de que desea preservar su oscuridad.

A pesar de mi pesado abrigo, la humedad se adhiere a mi piel, fría y pegajosa, calándome hasta los huesos, como si intentara avisarme que lo que me espera más arriba no es solo un caso más. No necesito abrir el expediente para reconocer el patrón: ocho casos, ausencia de algunos cuerpos, los mismos rastros que no obedecen a la lógica y bueno, mucho menos a la ley natural. «Otra vez el bosque. ¿A quién arrastraste esta vez, Varcolac?» pienso, dejando que la palabra me queme en silencio.

Desde el asiento del acompañante, miro el asfalto dando paso al camino angosto, bordeado por raíces expuestas y piedras viejas que cuentan historias en voz baja. Ya había caminado por aquí al amanecer, con los sentidos atentos y la ciudad aún bostezando a lo lejos, pero esta vez, algo pesa en el ambiente. El monte se siente distinto, como si respirara.

Mi jefe no dice una palabra. Yo tampoco. El silencio entre nosotros no es incómodo, es necesario. En apenas dos semanas viviendo en esta ciudad, he escuchado más historias de las que cabrían en un informe forense. Algunas hablan de ecos entre los árboles, de susurros que aparecen en lugares donde no hay nadie, de sombras que se arrastran justo fuera del alcance de la vista. Al principio pensé que eran solo supersticiones locales, retazos de folclore aferrados al monte como la niebla. Pero hoy… hoy no me atrevo a descartarlo.

Y ahí está. En algún lugar entre los árboles. No lo veo, pero lo presiento. Se arrastra en el aire, en la piel, en el silencio espeso que cubre Brasov. No es solo otro caso. No es solo un cadáver. Hay algo en este bosque… algo que respira, que nos observa, y que nos espera.

—Ya estamos llegando —dice mi jefe, bajando la velocidad al tomar una curva cerrada—. ¿Estás lista?

—Siempre —respondo, estirándome en el asiento, aunque la verdad es que no. Nadie está listo para lo que no se puede explicar.

El camino de tierra vibra bajo las ruedas. A lo lejos, detrás de una bruma más espesa que el resto, veo el parpadeo de las sirenas. La escena nos espera, suspendida en ese silencio que solo los bosques antiguos saben guardar.

—Ponte el traje antes de bajar —dice sin mirarme—. Voy a reunirme con el equipo en el perímetro. Esta vez necesitamos todos los ojos posibles en esto —añade, apagando el motor.

—Si, jefe —asiento—. Lo veo mas tarde.

La puerta se cierra con un golpe sordo, dejándome a solas con el silencio que se instala como un zumbido molesto en los oídos. El Tyvek blanco me espera doblado en la mochila, junto a la cámara, los guantes y el resto de mis herramientas. Respiro hondo, tratando de blindar mi espíritu de lo que está por venir.

—Vamos allá —susurro, y tomo la mochila.

Apenas abro la puerta, el aire cambia. Es más denso. Más frío. Tiene ese peso particular que solo se siente cuando hay algo más que árboles mirándote. Me enfundo el traje blanco por encima de la ropa, ajusto el cierre hasta el cuello y me cubro el cabello con la capucha.

—Guantes, botas selladas… y mi compañera de crímenes —digo al tomar la cámara y colgarla del cuello.

Cruzo el primer cordón policial. Las hojas secas crujen bajo mis botas, y por un segundo, eso es lo único que existe. No hay viento. No hay aves. Ni un mosquito. Todo parece suspendido, detenido en una pausa inquietante, como si el bosque esperara algo de mí.

«Solo necesito una pista. Una sola».

La tierra húmeda cede bajo mis pasos al avanzar hacia el claro. Ahí está: parte del corazón de la escena. La sangre traza un rastro irregular que desaparece entre la maleza, como si la víctima hubiera sido arrastrada por algo de gran tamaño… o de voluntad inquebrantable. Me detengo junto a una figura marcada en el suelo, apenas visible entre el musgo y las hojas caídas. No es un símbolo perfecto, sino un trazo abrupto, con líneas afiladas que se extienden en direcciones impredecibles.

Lo reconozco, no por su forma exacta, sino por lo que me provoca. Esa incomodidad sorda, ese escalofrío que se instala en la nuca. Ya lo he sentido antes, en escenas que aún me persiguen al cerrar los ojos. Tal vez no se trata de un símbolo en sí, sino de una firma. Una forma cruda y primitiva de marcar territorio. O de advertir.

Tomo una serie de fotografías desde distintos ángulos. Ajusto el enfoque, mido la luz natural filtrándose entre las ramas, y disparo. El clic de la cámara rompe el silencio A nuestro alrededor. Este no es un imitador. No es alguien improvisando. Se puede ver que hay intención en cada trazo, en cada rastro. Quizás sea la forma en que el asesino nos mira de frente para decirnos «aquí estoy».

—¡Ostias! Pero si es la princesa Mérida de las fotos —escucho la voz de Marcelo justo cuando bajo la cámara—. Bienvenida al festival del terror, rojiza.

—Buenos días, Marcelito —camino hacia él y le doy un beso en ambas mejillas.

—Hueles exquisito, como siempre —susurra con una sonrisa, guiñándome el ojo—. Anda, déjame ayudarte.




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