A estas alturas me resulta complicado desvelarme, por más empeño que ponga, el cansancio siempre me vence. Anoche decidí dormir en el auto con los jóvenes, aunque ninguno despertó, su respiración se escuchaba normal. Fueron los maullidos del gato y el reflejo del sol en el retrovisor lo que me despertó. Los golpes que sufrieron comenzaban a mostrarse a manera de moretones. Salí del auto y subí a mi departamento ubicado en el primer piso para buscar algo en el botiquín de primeros auxilios y de paso desayunar. La puerta de entrada al edificio siempre la cierro con llave, para evitar que alguien indeseado o un animal ingresen, aun así no es extraño ver correr a algún rato o encontrarme con los maullidos de un gato que parece encerrado en otro departamento. Elaboro algunos sándwiches con la esperanza de que despierten pronto. La muestra del paso del fin del mundo por esta calle es discreta, un par de autos pudriéndose, con las ventanas rotas y los interiores con huellas de mordidas de animales. Al no existir más humanos la basura no se acumula, mis desechos los llevo a uno de esos contenedores sin fondo que existen en la ciudad y de vez en cuando me pongo a barrer el polvo de la calle, como otro de esos rituales para fingir que la vida no cambió. El silencio a veces es tanto que punza en los oídos.
Fue hasta el mediodía en que los jóvenes comenzaron a despertarse. Una combinación entre el dolor por los golpes del choque y la incertidumbre de no saber dónde estaban. Me acerqué al auto y abrí todas las puertas, una de ellas me costó trabajo por las abolladuras.
-Hola, ¿Cómo se sienten?
Ni mi tono más amable hubiera sido suficiente para tranquilizarlos. Una serie de gritos desesperados, llanto y un listado de groserías hacia mi explotaron apenas me vieron. Me alejé unos pasos, levanté los brazos para mostrarles que no les haría daño pero aun así pasaron unos minutos para que se tranquilizaran. Esto era nuevo para mí, en la vida previo a esto de por si me costaba trabajo socializar, ahora no estaba seguro si las reglas se aplicarían igual.
-Aquí tengo algunos sándwiches, solo son embutidos y mantequilla salada, no he podido conseguir crema. Mi nombre es Omar.
Con precaución y un poco temerosos salieron del auto mientras me senté sobre una parte del pavimento a la que daba la sombra del edificio. Al ponerse de pie ellos sintieron los moretones de sus frentes, algunos en el brazo y los hombros y se quejaron.
-Traje agua oxigenada, alcohol y un ungüento que encontré, quizá deberíamos revisar los golpes- dije
-¿Dónde estamos? ¿Qué pasó?- preguntó el joven quien tocaba su barba, que parecía apenas de unos dos días.
-Chocaron ayer a unos kilómetros de aquí. Pude traer el auto hasta acá, tenía suficiente combustible.
-Sí, lo acabamos de llenar ayer por la mañana. ¿Fue ayer?
-Si, después del choque quedaron inconscientes pero no pasó nada grave.
Ella se acercó poniéndose tras el joven como protegiéndose.
-No habíamos dormido en días- dijo finalmente, enredando su cabello largo con dificultad por el dolor de su mano derecha que estaba casi morada del golpe.
-Yo soy Oscar y ella es Claudia, somos hermanos- dijo el joven extendiendo la mano. En estos días hay un asunto curioso, puedes desconfiar de todo o arriesgarte.
Mientras comían los sándwiches mirando temerosos al origen de cualquier ruido que les parecía extraño, me platicaron que buscaban cruzar la ciudad. Su familia murió por el virus, pero su estadía en la capital se volvió una pesadilla al paso del tiempo. Su historia difería de mi experiencia en el encuentro de violencia en su camino. El acontecimiento inmediato fue su encuentro con una jauría de perros que les provocó acelerar y una mezcla entre el cansancio por no dormir o descansar lo que provocó el accidente.
-¿Tienen prisa para ir?- pregunté
-En realidad no sabemos qué haremos al cruzar la ciudad, solo queremos alejarnos lo más posible- dijo Oscar
-Alejarse ¿de qué?
Quizá en ese momento se dieron cuenta que el orden mundial cambió. El tiempo es ahora una oportunidad y no un lujo. Subimos al departamento, les instruí sobre el uso de agua, y que a pesar de tener electricidad no funciona la estufa a gas por lo que solo se puede usar el horno eléctrico. Les mostré la alacena, pero mi inseguridad y paranoia me prohibió revelarse lo abastecido que tenía una de las habitaciones que tenía como bodega.
Claudia conectó su teléfono a la corriente eléctrica para cargar la batería pero miraba perpleja que no funcionara el internet y por lo tanto algunas de las aplicaciones.
-¿Había internet en la capital?
-No- respondió- es tan solo la esperanza de que algo pasara, que hubiese sido solo una falla.
Estuve tentado a mostrarles mi colección de películas en video y ver alguna para relajarnos pero no quería gastar mucha luz.
La pesadez del silencio provoca una especie de cansancio, más el cumulo de los días anteriores los pusieron a dormir de nuevo. Entre tanto seguí planeando en la mesa del comedor los días siguientes, con la esperanza de tenerlos cerca para beneficio mutuo, y aunque en otro escenario lo negaría, también me dio una sensación cálida el haberlos encontrado.