Entre la repentina ansiedad de largarnos de aquí y una comezón insistente por aprovechar al máximo la oportunidad de entrar a cualquier parte de la ciudad sin romper las leyes porque ya no existen o al menos no existe quien las ejerza, desde temprano salimos a buscar. Llevamos cada uno un silbato que encontramos en una tienda de la esquina, de las que venden juguetes y dulces baratos, para dividirnos y llamarnos si era necesario. Sin señal, sin internet, ahora los celulares tampoco eran útiles. Ellos tenían además la esperanza de encontrar algún otro sobreviviente, a mí eso me tenía indiferente.
Mirar las calles que en mi juventud tuvieron valor sentimental y que al paso de los años parecían una prisión, ahora me producen una sensación confusa, como un mal sueño. Como armas provisionales, nada más clichés que unos bates de beisbol con clavos entre salidos, que espero nunca debamos usarlos, porque no sé si seré capaz de hacerlo.
Nuestra logística fue ubicarnos calle por calle en las casas o negocios que se mostraban con potencia, y aunque parecía ridículo, tocábamos el timbre o la puerta antes de allanar. Llevamos nuestros inseparables carritos de supermercado, y la consigna de solo tomar lo necesario. A menos que la votación unánime lo permitiera. Así llegamos a llenarnos de alimentos, algunos libros interesantes, productos de aseo personal y más baterías.
Hubo una casa en particular que me gustó, incluso con la tentación de mudarnos, de alguien que sin duda era conocedor de arte, sus paredes casi pulcras adornadas tan solo con algunas pinturas deslumbrantes, tome una de ellas y pensé en llevármela, de cualquier manera nadie la disfrutaría ya en esa pared. Una especie de paisaje conceptual cuyos colores penetraban a la vista dejando una sensación como viendo un atardecer. Caminaba a la salida para llevarla a los carritos cuando escuché un silbato. Salí más rápido. En la calle Oscar miraba a un lado y otro intentando descifrar de donde venía el sonido, quizá nuestro plan no era tan infalible. Después de un par de silbatos más Claudia salió a la calle, estaba pálida y no dejaba de sonar y hacer ruido hasta que su hermano la detuvo. Lo jaló al centro de una casa con fachada blanca, un pasillo largo y varios departamentos en el interior, como una especie de vecindad, con ropa aun colgando de sogas secándose después de lavarse, pero ya había pasado tanto tiempo que el sol las había dañado. Los cuartos estaban solos excepto uno, Claudia entró con rapidez.
Adentro se encontraba una señora de unos 70 años, de vista cansada, recostada en la cama. No estaba muerta pero sin duda agotada.
-¡Ayuda!-fue un grito que nos erizó. Provenía de la casa de al lado, en las escaleras se encontraba un chico de unos veintitantos que se había torcido la pierna al bajarlas y no podía moverse. Al mirarnos llegar dejó de gritar.
-¿Quiénes son ustedes? ¿Y mi abuela?
-Tu abuela está bien, está recostada, no te preocupes, queremos ayudarlos- dije
Pero no le inspiraba mucha confianza que Oscar tuviera empuñado el bat con miras a tirar un jonrón. Le hice una seña para bajarlo. Me acerqué para ayudarlo a levantarse y al hacerlo se mordía los labios a la vez que sus ojos se humedecían a punto del llanto. Llegamos de nuevo con la anciana y ayudamos a sentar a su nieto.
-Creí que ya no había gente en la ciudad
-Yo tampoco- dije
El lugar se miraba sucio, como si no hubieran barrido el piso desde hace días.
-Fui por unas cosas a la casa de al lado, pero no puedo hacer mucho desde hace unos días en que ya no se levanta de la cama, solo pide agua y no sé qué hacer- dijo.
Su voz comenzó a entrecortarse, mientras más relataba. Oscar no soltó el bat pero tuvo una postura menos amenazante.
-No sé cocinar, quemé varias cosas pero ya no queda nada, salí a las tiendas pero no sé qué hacer, soy un estúpido- entonces se echó a llorar. Los tres nos vimos a los ojos y nos alejamos a la cocina.
-No podemos dejarlos aquí- dijo Claudia
-No tenemos material de curación para él y no sabemos qué le pasa a ella. Ciertamente no es el virus, debe ser fatiga, mala alimentación.
-Creí que eras el buen samaritano.
-No dije que no los ayudaría, sino que deberíamos pensar muy bien cómo proceder.
Me acerqué a la señora mientras Claudia trataba de consolar al joven. Moví un poco a la mujer, parecía que había pasado un par de días ahí, la piel estaba húmeda y desprendía algo. La solté bruscamente y miré al nieto asegurándome que no se hubiera percatado de mi actitud. No dejaba se escuchar el corto circuito en mi cabeza, esto no era lo que esperaba, no podía dejar que algo les pasara, pero tampoco quería más responsabilidades. Fingí salir por algo tan solo para tomar el aire fresco. Sentí mi libertad cortada y me sentí peor por sonar tan egoísta.
Oscar fue por el auto y llevó a los nuevos conocidos, Carlos y Angélica a casa, mientras que Claudia y yo retornamos minutos más tarde con nuestros carritos de súper.
-¿A qué se dedicaban?
Claudia se rio un poco antes de contestar, nos tuvimos confianza pero jamás habíamos ahondado en cosas que parecen básicas, quizá porque ahora son triviales.
-Somos músicos, Oscar toca el violín, yo toco la batería. También tocamos la guitarra. Extraño los instrumentos, fue lo primero que vendimos cuando alguien nos estafó con una cura para nuestros padres nuestra y hermana, ¿y tú?
-Oficinista, administración, aunque de joven tocaba la guitarra, quizá ahora formemos un grupo.
-¿Y a quién perdiste?
-Ya había perdido a todos antes de la epidemia.
Le dije mientras seguimos hasta llegar a casa recibidos por el anochecer.