30 días después del fin del mundo

Dia 10 Viaje en carretera

Para salir de la ciudad tuvimos que atravesar algunos de los lugares de siempre, esta vez ya no escuché risas de niños, ni vi a los desconocidos que alguna vez cruzamos miradas a lo lejos. Sentí que íbamos retrasados, y bloqueaba mis dudas sobre esta aventura en carretera con tres extraños. Yo conducía la camioneta y me acompañaba María, los hermanos iban en el auto rojo. Preferí llevarme el vehículo con las provisiones más importantes, inspirado en parte por el temor de otra traición. Dejamos al gato con suficientes provisiones y con una ventana abierta para que pudiera salir a su antojo.

Estar en el límite de la ciudad me hizo sentir la sangre casi hirviendo. Y mi cabeza punzaba con el temor de equivocarme al salir de mi burbuja. Aunque no he sido víctima de los dolores de la edad aún, gracias a mi cuidado en la salud, sentía que los huesos de mis manos crujían y dolían al aferrarme al volante. Nos vimos de un auto a otro como en las competencias clandestinas de autos, listos para arrancar pero esta vez para volver solo si era necesario.

Miré por última vez en mucho tiempo la ciudad solitaria, no parecía un producto del apocalipsis bíblico, más como un domingo por la mañana en día festivo. Solo con más basura de lo normal y un olor que crecía día a día.

Propusimos algunas indicaciones, para comenzar no perdernos de vista, si no llegábamos a algún destino al mediodía nos detendríamos para comer y descansar, y una hora antes del anochecer buscaríamos refugio, bien fuera estacionados en un lugar seguro.

La ocasión me dio la oportunidad de platicar con María, no sabíamos nada del otro. Si yo a mi edad siento que no tengo nada que perder, asumí que ella tampoco.

-Trabajé durante muchos años en el área administrativa de una empresa, nunca me casé ni tuve hijos, escapé del virus al ausentarme del trabajo, estuve encerrado en casa algunas semanas, y ustedes son las primeras personas con quienes hablo desde el final, aunque no las únicas que he visto. No estoy esperando que usted me cuente su vida, solo que, me nació hacerlo. Lo siento, no estoy acostumbrado a estas conversaciones, siempre las evité cuanto pude.

Mientras le hablé miró fijamente el camino, al terminar hubo una pausa, respiró hondo y platicó.

-Soy María, pertenecí a una asociación religiosa

-¿Cómo una monja?

-Si, como una monja.

-¿Y sus hábitos? Perdón, la estoy interrumpiendo.

-No me hables de usted. Entré muy joven al convento, después de la universidad. Los primeros días del brote quisimos ir a ayudar pero los superiores lo impidieron. Me frustraba el encierro en esa situación y decidí salir dejando atrás los hábitos, lo que quería era ayudar. Sé que mis años pesan y quizá no podría esforzarme tanto como quisiera pero no podía quedarme de brazos cruzados. Los hospitales estaban llenos, de infectados como de voluntarios, sobre todo jóvenes que tenían ese destello de esperanza. Uno de ellos me refugió en su casa los días en que estuvimos ayudando, solo un par hasta que el hospital quedó en cuarentena. Llegó el ejército, las barreras aumentaron hasta que fueron insuficientes. Tuve una crisis espiritual y decidí visitar la casa de mis padres, que ahora estaba desierta por quienes la habitaron durante años después de su muerte. Tan solo quería aferrarme a un recuerdo. Llegué a la casa en donde me encontraron, quise desconectarme de todo, estaba harta y cuando me sentí mejor la comunicación falló. Ya no supe que pasaba y temía salir, escuché gritos en casa de los vecinos, llantos, pero esa vez ya no quise ayudar, sabía que era en vano. Al ver el calendario vi que solo habían pasado un par de semanas, todo fue tan rápido. Agradecí a Dios estar viva, pero últimamente siento que no fue su mejor decisión.

-Si, todo pasó demasiado rápido, y sigue pasando, tal vez porque el día se siente tan inmenso da la sensación de que todo va a un ritmo lento, o porque pasó tanto en poco tiempo que perdimos sincronización.

Seguimos por la carretera por un par de horas más con la vista en sembradíos, montañas, con el sonido del viento acompañándonos. María se quedó dormida poco después de platicar. Sonreí un poco con el cliché, una religiosa y un ateo en el mismo auto. Creo que ahora más que nunca las diferencias no importaban, solo esperaba que muchos hayan llegado a esa conclusión, pero sueno demasiado inocente al pensarlo.

A mediodía llegamos a uno de esos pueblos pequeños, casi de paso. Nos estacionamos, nos abastecimos de combustible pero no paramos más que para comer. Y solo por una tienda en particular, de instrumentos musicales. Los ojos de Oscar y Claudia brillaron, se humedecieron. Corrieron y tocaron, probaron, miraron todo a su alcance. Pasamos horas y sería un buen lugar para pasar la noche.

Instalamos nuestra cocina improvisada, elaboramos y calentamos unos sándwiches de atún, hervimos agua y preparamos café. Todo mientras los hermanos daban una serenata. Hasta nos pusimos a bailar.  




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