El búnker. Una ciudad subterránea oculta bajo la superficie de un mundo desolado y muerto. Lo que a simple vista podría parecer un refugio, un santuario, era en realidad un laberinto frío y calculado de acero, cemento y tecnología avanzada. Durante años, 300 personas —las más ricas y poderosas— se habían recluido allí, protegidos de la devastación exterior, viviendo en un sistema cerrado que les brindaba todo lo necesario para sobrevivir. Pero aquella mañana todo cambió.
Para los habitantes, el búnker era una jaula dorada, segura pero claustrofóbica. Habían aprendido a vivir con la rutina de sus días programados, con momentos de ocio en salones de recreación, gimnasios subterráneos y hasta pequeñas bibliotecas digitales. Sin embargo, la mayoría nunca había puesto un pie en la superficie desde que llegaron. Exceptuando los equipos de exploración, claro.
La idea de salir era un tabú. La radiación, las tormentas de polvo radioactivo, los seres mutados que rondaban la superficie, y las comunidades hostiles que peleaban por cada centímetro, hacían que esa realidad fuera casi inimaginable. Era más fácil aferrarse a la vida controlada que a la incertidumbre del mundo exterior.
Pero esa seguridad se vino abajo con una explosión que sacudió los cimientos del refugio.
Un estruendo seco y violento resonó en los pasillos principales, seguido de un apagón y una alarma estridente que llenó el aire de urgencia y miedo. La sala de máquinas, donde el generador de oxígeno hacía funcionar todo el sistema, había explotado. El escape de gases y chispas provocó que varios técnicos se apresuraran a evacuar, mientras los demás trataban de contener el desastre.
Kevin, el comandante, corrió hacia el centro de control, sus pasos se encontraron retumbando en el pasillo vacío, mientras la luz roja intermitente iluminaba su rostro serio y sudoroso. El sistema estaba muerto. El oxígeno almacenado solo duraría unas pocas horas.
—¡Atención a todos! —su voz se propagó por los altavoces, grave y firme, una vez llegó al centro de control y agarró el megáfono—. Hemos sufrido un fallo crítico en el generador de oxígeno. El sistema está fuera de servicio... Las reservas durarán aproximadamente doce horas. Hay que repararse para evacuar tal cual hemos hecho en los simulacros.
El búnker quedó en silencio. Un miedo tangible se extendió como una sombra invisible entre los habitantes. Helena, una de las residentes, sintió que el corazón se le aceleraba mientras tomaba una máscara de oxígeno en la estación cercana donde había máscaras colgadas para emergencias, como había en casi cada rincón del recinto.
—¿Evacuar? —murmuró, incapaz de creerlo—. ¿Salir a la superficie?
Marcus, técnico y viejo amigo de Helena, la miró con seriedad.
—No hay otra opción. El aire aquí se acabará, es un hecho. Las máscaras filtran los gases tóxicos, pero afuera es un mundo hostil. Tenemos que movernos rápido.
El murmullo se transformó en pánico. Las personas comenzaron a correr hacia los puntos de reparto de máscaras, algunos llorando, otros discutiendo.
—¡No podemos! —gritó una mujer—. La superficie está llena de mutantes y radiación. ¿Quieres que salgamos a morir?
Kevin intentaba mantener el orden, con palabras duras pero necesarias.
—Escuchad. Las zonas seguras existen, han sido detectadas por drones y por equipos de exploración. Es nuestra única esperanza. En este lugar ya no queda esperanza alguna.
Helena respiró profundamente por la máscara, el aire filtrado era frío y metálico, pero era vida. Las paredes, el sistema, la seguridad, la comida, todo eso que los mantenía vivos ahora parecía una mentira.
El reloj avanzaba, el tiempo corría en su contra, y fuera, la tierra tóxica esperaba.
El sonido metálico de las máscaras al ajustarse en los rostros se mezclaba con los sollozos, gritos y órdenes que resonaban por los pasillos del búnker. Kevin recorría con paso firme los corredores, con una expresión que intentaba ocultar su propia incertidumbre y pánico. Sabía que en ese momento estaba al mando de la única posibilidad para sobrevivir de aquellos trescientos privilegiados. Pero también entendía que salir a la superficie era como lanzarse al vacío, a un territorio desconocido y letal.
Helena observaba a su alrededor, a las familias que alguna vez consideró acomodadas y seguras, ahora se veían obligadas a ser convertidas en un mar de nerviosismo y dudas. Los niños, muchos de ellos nacidos en el edificio subterráneo y que jamás habían visto la luz natural, se aferraban a sus padres, confundidos y aterrados. Una niña pequeña, con ojos grandes y lágrimas brillando tras la máscara, preguntó con voz temblorosa:
—¿Mamá, volveremos a casa?
Su madre, con la voz quebrada, solo pudo abrazarla fuerte y susurrar:
—No lo sé, cariño. Pero tenemos que intentarlo.
Antes de la explosión, la vida bajo tierra tenía un ritmo constante, casi ritual. Cada día comenzaba con el ciclo de luces simulando el amanecer, un tenue brillo cálido que recorría las habitaciones y los salones comunes. En el comedor, mesas largas con asientos modulares permitían a los residentes reunirse para las comidas preparadas con ingredientes frescos de las granjas hidropónicas.
En esos cultivos, agricultores especializados monitoreaban constantemente el estado de las plantas. Las cámaras mantenían un ambiente controlado donde tomates, lechugas, zanahorias y fresas crecían bajo luces LED especialmente calibradas para replicar la luz solar. El agua, reciclada y purificada una y otra vez, circulaba con precisión milimétrica para no desperdiciar ni una gota.
En los corrales subterráneos, donde se criaban conejos y pollos, el olor a heno y animales impregnaba el aire, ofreciendo un pequeño consuelo a quienes anhelaban algo de normalidad mundana. Y en un área más alejada, las colmenas artificiales zumbaban con el trabajo incansable de abejas modificadas genéticamente, cuyo producto dulce y vital era una fuente extra de alimento y energía.
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Editado: 22.05.2025