El sendero serpenteaba entre la maleza como una cicatriz mal cerrada. Árboles deformes emergían de grietas en el asfalto, sus ramas retorcidas rozaban los edificios colapsados como dedos huesudos. Coches oxidados, derretidos por el paso del tiempo y la radiación, descansaban como esqueletos metálicos cubiertos de moho y polvo.
Cada paso que daban crujía como una advertencia.
La bruma densa que colgaba en el aire teñía el cielo de un gris enfermo. Incluso con las máscaras, el aire olía a óxido, humedad y descomposición lejana. Pero era su única opción: seguir avanzando hasta encontrar una zona segura... si es que tal cosa existía.
— ¿Qué es eso? —preguntó Sara, la botánica del equipo, señalando una estructura a lo lejos.
Parecía un edificio cuadrado y antiguo, de varias plantas, rodeado de un muro de ladrillos parcialmente derrumbado. Sobre la entrada, aún se leía, aunque desgastado: Centro Educativo San Gabriel.
— Un colegio —confirmó Kevin, el comandante, deteniéndose al pie de un portón medio abierto—. Probablemente abandonado desde el Impacto.
—Podríamos revisar el interior. Tal vez haya recursos útiles —dijo Omar, ajustando su visor térmico.
— O podríamos encontrarnos con otra trampa mortal —replicó Leena, la médico, con voz tensa—. Este tipo de lugares son perfectos para... emboscadas.
El grupo debatió en voz baja. Había tensión, pero también cansancio. La caminata desde el búnker destruido había sido agotadora y no podían seguir sin al menos buscar refugio temporal. Finalmente, Kevin alzó la voz:
— Entraremos. Quizá podamos encontrar un lugar seguro ahí dentro. Que nadie se separe —añadió en un tono autoritario.
Avanzaron en formación, cruzando el portón de hierro oxidado que chirrió con un lamento metálico. El patio estaba cubierto de vegetación extraña, con hongos del tamaño de balones de fútbol adheridos a las paredes. En el centro, lo que parecía un columpio retorcido se mecía por la brisa.
Entraron al edificio principal. Las aulas estaban destrozadas. Escritorios volcados, libros descompuestos y juguetes podridos cubrían el suelo. Había algo inquietante en la quietud del lugar, como si estuviera conteniendo la respiración.
Y entonces se escuchó un crujido.
No uno, sino muchos. Rápidos, secos, envolventes.
De las escaleras, del pasillo, de una de las aulas, comenzaron a emerger formas humanas... o lo que alguna vez lo fueron.
Eran veinte, quizá más. Algunos vestidos con jirones de uniformes escolares, otros desnudos, la piel pegada a los huesos y plagada de placas grisáceas. Sus ojos, completamente blancos, sin iris, brillaban con hambre.
— ¡Atrás! —gritó Kevin, desenfundando su arma.
Pero era tarde. Las criaturas se lanzaron como ráfagas de carne deformada. Se movían con una velocidad inhumana, arañando las paredes, trepando por los techos como simios mutados.
Uno de ellos saltó sobre un joven del grupo, un técnico llamado Bruno. No tuvo tiempo de gritar. Otro fue arrastrado por el pasillo.
El pánico estalló.
Algunos corrieron hacia la salida, otros buscaron refugio en las aulas o tras muebles podridos. En cuestión de segundos, el grupo se separó.
— ¡Mantened contacto visual! ¡No os separéis! —gritó Kevin, pero su voz se perdió en los gritos.
Helena corrió con Ada en brazos, apretándola contra su pecho mientras esquivaba a una criatura que se abalanzaba desde el techo. Marcus la sujetó del brazo en el último segundo, tirando de ella hacia un aula cercana. Cerraron la puerta con fuerza, usando una silla para atrancarla. Ada lloraba, temblando, pero no emitía un solo sonido. Había aprendido demasiado joven que el silencio podía significar supervivencia.
— ¿Dónde están los demás? —preguntó Helena con la voz quebrada.
— No lo sé —respondió Marcus, jadeando—. Han sido demasiados.
El golpeteo en la puerta no tardó. Un sonido seco, insistente, como uñas afiladas arañando la madera. Helena sujetó la pistola con manos temblorosas, pero Marcus la bajó con suavidad.
—Si entran, disparas. Pero hasta entonces, ahorra balas.
En otro pasillo, Kevin y Sara se habían parapetado tras una estantería caída. A través de las rendijas, vieron cómo uno de los suyos era arrastrado por el suelo, dejando un rastro de sangre y gritos que se apagaban rápidamente. Kevin apretó la mandíbula.
— Tenemos que sacarlos de aquí —murmuró, más para sí mismo que para ella.
Entonces ocurrió algo inesperado.
Un zumbido cortó el aire, como un silbido agudo. Desde una de las ventanas reventadas, una figura saltó con agilidad felina y cayó en medio de los mutantes. Vestía ropa oscura, reforzada con placas metálicas y un casco opaco con luces rojas. En cuestión de segundos, otros tres aparecieron, formando un círculo de combate.
Con movimientos precisos, comenzaron a abatir a los mutantes. Usaban cuchillas dobles, arcos de energía, incluso uno lanzó una especie de pulso sónico que hizo tambalear a las criaturas. No eran parte del grupo. No venían del búnker. Y eran letales.
El grupo observó atónito cómo los seres caían uno por uno. Pero los rescatistas no hablaban, no daban instrucciones. Solo ejecutaban. Hasta que uno de ellos —el más alto, con una insignia de dragón pintada en rojo sobre el pecho— se giró hacia la clase donde Helena y Marcus seguían atrapados.
Con un simple gesto, forzó la puerta desde fuera, apuntando hacia ellos con una linterna azul.
— ¿Tienes niños? —preguntó con una voz distorsionada por el modulador.
Helena asintió, abrazando aún más a Ada.
— Viene con nosotros.
— ¿Qué? ¡No! —gritó Marcus, interponiéndose.
Pero ya era tarde. Otro del grupo apareció por detrás y tomó a Ada con rapidez, aunque sin violencia. La niña apenas tuvo tiempo de decir "mamá" antes de ser envuelta en una manta térmica y cargada hacia la salida. Helena salió corriendo detrás, pero el caos del edificio y la oscuridad creciente la desorientaron.
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Editado: 22.05.2025