El silencio tras la tormenta era aún más insoportable que los gritos.
El aire seguía cargado de olor a sangre y ozono, y el crepitar lejano de algunos mutantes en combustión tardía resonaba como el eco de una batalla que nadie quería recordar.
Uno a uno, los heridos comenzaron a salir de sus escondites. Algunos cojeaban, otros sostenían miembros ensangrentados, vendajes improvisados con telas que traían en sus kit de emergencia o trozos de suéter en caso de no tener más disponibles. Un joven llamado Elías, apenas un técnico de mantenimiento del búnker, apareció desde debajo de una pila de escritorios, arrastrando a una compañera ya sin vida con él. Sus ojos estaban abiertos, clavados en un techo que ya no existía. Con el cristal de la máscara roto.
— Muertos… están todos muertos —repetía, sin mirar a nadie.
Kevin ayudó a Leena a levantar a los que aún respiraban. La médico temblaba, con el rostro salpicado de sangre ajena. Revisaba pulsos con dedos que ya no sentía, muerta de miedo, con la respiración jadeante.
— Necesitamos parar. Al menos unas horas. Si seguimos así, nadie va a llegar a ninguna parte... —murmuró.
Sara y Omar regresaron de una rápida inspección por el ala norte. Habían encontrado un pequeño cuarto de mantenimiento subterráneo, con paredes gruesas de concreto y sin ventanas. Estaba sucio, pero seco.
— Podríamos dormir ahí esta noche. Una entrada, una salida. Se puede sellar desde dentro —dijo Sara, su voz tan apagada como sus ojos.
— ¿Y si vuelven? —preguntó uno de los supervivientes, mirando hacia el exterior como si las sombras mismas lo amenazaran.
— No creo que vuelvan. No esos. Y si lo hacen... nos enteraremos —respondió Kevin con firmeza, pero sin esperanza.
El grupo, reducido a trece personas tras las trescientas que salieron del búnker entre muertos y desaparecidos, comenzó a moverse con lentitud. Marcus cargaba el cuerpo de una mujer que no sobrevivió al ataque, y Helena caminaba detrás de él, con los ojos secos, vacíos, como si hubiese llorado tanto que ya no quedara nada más dentro.
Al llegar al sótano, usaron escritorios y muebles caídos para atrancar la puerta. Dentro, el aire estaba rancio, pero no irrespirable gracias a sus máscaras. Encendieron una lámpara de emergencia con una batería que Omar aún conservaba. La luz era débil, amarillenta, pero suficiente para ver los rostros derrotados de quienes aún quedaban.
En un rincón, Leena cosía la pierna de uno de los heridos con hilo dental y una aguja desinfectada con alcohol. No había anestesia. El chico gritaba, pero no se movía. Sabía que dolía menos eso que morir desangrado.
Kevin revisaba un mapa viejo que había tomado del búnker. Buscaba rutas. Algún plan. Cualquier cosa.
Helena no decía nada.
Estaba sentada en una esquina, con los brazos rodeando sus rodillas, meciéndose lentamente. Solo se detenía para mirar de vez en cuando la manta térmica arrugada que Ada había dejado atrás. La apretaba contra su cara como si eso pudiera hacerla regresar.
Marcus se sentó junto a ella sin decir nada. No intentó consolarla. Sabía que en momentos como ese, el silencio era el único lenguaje posible entre dos almas rotas.
Fuera del sótano, la noche avanzaba como una bestia acechante. Nadie dormía del todo. Incluso aquellos con los ojos cerrados se revolvían como si pelearan en sus sueños.
Y en algún lugar, más allá de los muros de aquel colegio moribundo, Ada… y quizás otros niños… seguían vivos.
Tal vez.
La pregunta era: ¿a qué precio?
Helena no podía más.
El murmullo constante de las respiraciones entrecortadas, los gemidos de los heridos, incluso el chisporroteo casi imperceptible de la lámpara de emergencia le perforaban los oídos como si cada sonido fuera una acusación.
Ella no hablaba desde que se habían encerrado en el sótano, pero por dentro hervía. La rabia le trepaba por la garganta como una víbora envenenada. Se levantó de golpe, haciendo que varios se sobresaltaran. La manta de Ada cayó al suelo.
— No podemos quedarnos aquí —dijo, su voz ronca y quebrada, como si hubiese olvidado cómo sonar fuerte.
Kevin alzó la vista desde el mapa.
— Helena, necesitamos descansar. Tenemos heridos, gente que apenas puede caminar. No podemos salir de noche, no sin dirección.
— ¡Mi hija está ahí fuera! —gritó. Sus palabras golpearon el aire como un disparo seco—. Se la llevaron delante de nosotros. ¡Delante de mí! ¡Y a vuestros hijos! ¡Y nadie hizo nada!
— No teníamos cómo evitarlo —dijo Marcus en voz baja.
— ¡Tú me conoces, Marcus! ¡Sabes que no puedo quedarme sentada sabiendo que Ada está con esa gente! ¿Y si no son lo que parecen? ¿Y si…? —la voz se le quebró, se abrazó los codos como si eso pudiera sostenerla—. ¿Y si la están usando? ¿Y si está sola? Tiene cinco años, por Dios…
Leena se acercó con lentitud, con las manos alzadas en gesto de calma.
— Helena, yo también quiero ir tras ellos. Todos queremos. Pero si lo hacemos sin plan, nos matarán. Y entonces no habrá nadie para encontrarla después.
— Ya no me importa si muero —escupió Helena—. Lo único que me importa está allí afuera.
Un silencio tenso cayó sobre todos. Nadie sabía cómo responder a eso. Porque en el fondo, algunos pensaban igual. Solo que no tenían el valor —o la desesperación— de decirlo en voz alta.
Kevin bajó la cabeza. Se sentía derrotado, inútil. Había perdido soldados antes, incluso amigos. Pero esto era distinto. Esto era una niña. Y una madre rota.
— Te prometo que vamos a ir por ella. En cuanto amanezca. En cuanto estemos listos. Pero si sales ahora, Helena, si vas sola… no podrás ayudarla. Ni encontrarla.
Helena lo miró como si pudiera matarlo con los ojos. Y luego, de pronto, como si el dolor fuera demasiado para sostenerlo sola, volvió a desplomarse en el suelo. Marcus fue hasta ella. No la abrazó. Simplemente se sentó a su lado, hombro con hombro, en silencio.
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Editado: 22.05.2025