330 Horas De Esparcimiento

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Norte

 

—¡Luz natural! —dijo Hans Müller, en el segundo piso de su residencia, mientras Constanza terminaba de atusarle el cabello. De inmediato, el sistema de iluminación se desconectó y los tragaluces de vidrio oscuro se tornaron claros. La luz del exterior inundó la alcoba, arrancando finos destellos de las canas del hombre y de los hilos de cuarzo de sus trajes.   

     —Ya está —dijo Constanza, sonriendo. Besó a su marido en la mejilla—. Me siento orgullosa de ti.

     Hans se levantó del sillín anti gravitatorio e hizo un gesto de manos. Al instante, frente a él, apareció su propia imagen. Aparte de una vista frontal de sí mismo, tenía otras dos que lo mostraban de espaldas y de perfil. Era alto y esbelto. Pocas semanas antes había cumplido treinta y ocho años. Cerca de las imágenes apareció un gráfico con información acerca de su peso, altura e índice de masa corporal. El hombre volvió a hacer la misma gesticulación y las imágenes desaparecieron.

     —No está mal —dijo Hans en tono satisfecho—. Por mi parte, te puedo asegurar de que cualquier ciudadano en forma y con una esposa como tú se sentiría más que orgulloso.

     —Puede ser —dijo Constanza, con aire coqueto—. Pero la verdad, es que hoy nadie brillará más que tú en Ciudad Norte.

     El la abrazó.

     —¿Sabes que el hecho de verte allí, a mi lado, aumentará mi satisfacción?

     La sonrisa que la mujer le dedicó rebosaba encanto. En ella quiso transmitir toda su juventud y belleza. Hans le sonrió a su vez. Durante un minuto permanecieron callados, mirándose mutuamente, como si las palabras fueran innecesarias. Lentamente, él se apartó de ella y caminó despacio hacia el ventanal que daba al jardín. A través de los cristales, observó la calle. Sólo un grupo de servidores, a media distancia, con sus overoles de color rojo y sus rostros cubiertos, se encontraban midiendo y trazando un espacio deshabitado. Un Dron supervisor los acompañaba.

     —Al parecer, la mayoría de la gente ya está en camino —dijo Hans, sintiendo un hormigueo en el estómago.

     —Ya falta poco. ¿Estás ansioso?

     —Mucho. Sólo espero que las piernas no me tiemblen cuando llegue la hora de recibir la ovación.

     Constanza rió. Caminó hacia el ventanal. Con delicadeza encerró una mano de su esposo entre las suyas.

     —Tus piernas no temblarán y esta será nuestra mejor tarde —dijo ella recorriendo suavemente la barbilla del hombre con la yema de un pulgar, reparando en la emoción contenida en aquel par de ojos grises. Le gustaba verlo así, como un niño que ha esperado durante largo tiempo un premio anhelado—. A propósito, aún no me has dicho qué harás en tu futura vida de Ciudadano Insigne, ¿acaso es un secreto?

      —En realidad no lo he pensado. Pero, ahora que lo mencionas, tal vez solicite un apartamento en el sector de edificios rotatorios. La vista de la ciudad debe ser magnífica desde mil metros de altura, ¿qué te parece?

     —Es una buena idea. Pero te aseguro que ninguna mujer del mundo se sentirá más orgullosa que yo al verte ataviado en una túnica blanca.

     Hans le guiñó un ojo.

     —¿Y qué te parece si continuara trabajando? Tampoco sería mala idea que el IC me encargue otra Tarea Específica.

     —Lo que decidas estará bien. Lo único que me importa es que seas feliz. Tu felicidad es también la mía.

     Como todos los habitantes de Ciudad Norte, Constanza y Hans deseaban aprovechar al máximo las 330 horas de esparcimiento que comenzarían aquella misma tarde después del tradicional Tributo a la memoria del Patriarca. Cada año, al término del periodo laboral, la mayor parte de los ciudadanos debía asistir al Centro de Honores Públicos para cumplir con dicha tradición. Concluido el ceremonial, y respetando la costumbre, un delegado de los regentes mencionaría al habitante con mayores méritos para devenir Ciudadano Insigne, título que el IC otorgaba a los habitantes que lograban realizar su Tarea Específica, deber que les era impuesto a todos en Ciudad Norte según su especialidad. A Hans Müller, multi-ingeniero, Elegido procedente de Ciudad Sur, intelecto clase B, y mejor talento académico de su generación, se le había encargado la tarea de renovar el sistema de identificación personal vigente en el Norte. Los resultados que había conseguido, hasta el momento, lo hacían el mejor candidato al título de Ciudadano Insigne, y todo le hacía pensar que muy pronto luciría la túnica blanca que lo identificaría como tal.  

     —Este logro es tuyo también, Constanza —dijo él—. Sin tu compañía, todo esto hubiera sido imposible.

     —Eres muy generoso, pero todo lo que has logrado te lo debes sólo a ti. Yo no soy más que tu esposa. Tu feliz esposa.

      —Pero desde que llegaste todo ha sido mejor, ¿sabes?

     —Lo sé. Y que las cosas vayan cada vez mejor en tu vida es mi única preocupación.

      Él le aproximó los labios. Ella, con dulzura, correspondió al beso. Dejaron correr unos segundos, abrazados. Luego, como si acabara de recordar algo importante, Hans dijo:




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