365 días para cambiar

Solo me queda ser luchadora





Despierto sobresaltada después de una pesadilla. No sé exactamente qué era o de qué trataba, pero sentía que me hacían daño. Conservo algunos recuerdos difusos: en el sueño, personas sin rostro conocido me atacaban, y aunque huyese por calles ocultas entre ciudades que jamás había visi­tado, aquellos rostros siempre me acompañaban, mis atacan­tes eran más rápidos que yo, por lo que en algún momento terminaban atrapándome. De repente, justo cuando me en­contraba enfrente de una pared gris, he despertado, sobresal­tada y sintiéndome ahogada, segundos antes de que la alarma del despertador sonase.

Con la esperanza de olvidarme del sueño, miro a través de la ventana el claro amanecer, salgo de la cama y escojo la ropa al azar. En estos momentos no me encuentro muy obcecada en pensar qué ropa me pondré. Únicamente deseo que llegue mañana, a pesar de que solo con pensar en lo que ocurrirá siento los nervios a flor de piel y noto un nudo en el estómago.

Sin apenas ser consciente de ello, me encuentro temblan­do, con miedo de que la actuación en el concierto de música salga mal y que todo el mundo esté allí para verla.

Finalmente, me repito una y otra vez que todo irá bien. A fin de cuentas, he ensayado y tan solo me queda esperar que todo el esfuerzo concentrado en muchas horas diarias de ensayo no haya sido en vano. Una parte de mí sabe que está preparada, pero pensar que estaré delante de muchas perso­nas me genera un pánico que no sé cómo dejar atrás.

Tocar el piano enfrente de más de doscientas personas no es lo que me da miedo, lo que me aterroriza de verdad es que mi madre y mi abuelo estarán allí. Las personas que quisieron que tocara el piano de la misma manera que mi madre en su día llevó a cabo.

Desde pequeña, la música se ha ganado un rincón en mí y en este mundo siempre he encontrado consuelo y un lugar en el que sentirme cómoda. A base de tiempo, se ha transformado en algo que cada vez ha ganado más fuerza, pero secretamente sé que, pese a que nunca he rechista­do, no es lo que me llena y me hace feliz. A veces, me he planteado abandonar la música y atreverme de una vez por todas a decirle a mi madre que me quiero dedicar a la es­critura, que es mi verdadero sueño, pero no soy capaz de decírselo sin ver la sonrisa de ilusión que le provoca verme tocar el piano.

Dejo atrás mi reflexión y me concentro en el presente. Tras detenerme unos minutos a desayunar me encamino di­recta a la escuela, no sin antes darle un beso a mi madre. Hoy me siento de buen humor.

Las clases pasan rápido, para mi gusto acaban demasia­do pronto. Me encuentro en una contradicción constante. Por una parte, quiero que no llegue el día de mañana, o por lo menos que el tiempo pase tan lento como sea posible; por otra parte, siento alguna atracción respecto a ese sábado en concreto, para el cual llevo tantos días preparándome. Des­pués de algunos meses, el día ha llegado.

Por la tarde no tengo clases, así que justo cuando me pre­paro para ensayar durante unas horas recibo un mensaje: Pol, Clara y los demás irán a un club de fiesta por la noche.

Intento decirles que no puedo ir, porque debo ensayar para mañana, pero tras pensarlo varias veces decido que lo mejor será olvidarme de todo por un rato y mañana ya tendré tiempo de sobras para seguir ensayando.

De todas maneras, ensayo durante un par de horas, hasta que me empiezo a desconcentrar cada vez más y me sorpren­do perdiendo el ritmo de cada canción, desafino en algunos acordes, aunque estos son básicos y aparentemente no pre­sentan demasiada dificultad. En resumidas cuentas, mi mente divaga por mil lugares y está muy alejada de la música.

Al ver que por mucho que me empeñe no logro avanzar, decido que ha llegado la hora de desconectar, así que me cambio de ropa y me pongo un vestido que va con mi estilo, me maquillo sin esmerarme demasiado y en cinco minutos me hago un recogido y me encuentro lista para salir.

Al llegar a la discoteca, mis amigos ya están allí. Clara es la primera que me ve, se alegra y al mismo tiempo se sorprende, y me confiesa que pensó que no vendría. Aún así, me sonríe y me abraza.

Esta noche no beberé. Me lo prometo a mí misma porque sé que no puedo hacerlo, debo conducir de vuelta a casa. Me iré de la fiesta relativamente temprano a pesar de que el concierto no empieza hasta el mediodía, pero lo último que desearía es presentarme en el escenario ojerosa y sintiéndo­me molida.

Me tomo una copa y empiezo a bailar. Poco a poco noto como todas mis preocupaciones se desvanecen a medida que la música rebota por las paredes de la discoteca. Me siento bien, despreocupada y extrañamente feliz, sentimiento que no sé cómo describir.

Pasan algunas horas, aún no es tarde —nunca es tarde si se está en una fiesta—, pero el poco sentido común que me queda a las dos de la madrugada me advierte de que debo irme. Me despido de todos, a pesar de las protestas generales que me dicen que me quede un rato más, pero estoy cansada y ya he decidido que me iré.



#1352 en Novela romántica

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Editado: 11.03.2022

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