Los días pasan, y esta es la única certeza que tengo ahora mismo.
La hora en la que se celebraba el concierto estuve hundida entre lágrimas. Debería estar sobre aquel escenario luchando por todo aquello por lo que me había esforzado. Lo había dado todo de mí. Pero nunca, ni en mis peores pesadillas, hubiera podido imaginar que un grave accidente cambiaría el rumbo de mi existencia y la giraría de tal modo que abriría los ojos en una habitación de hospital.
Hoy tan solo los pensamientos negativos tienen cabida en mi mente. Sinceramente, me cuesta mucho pensar en algo bueno, porque todo aquello que era positivo para mí ahora apenas soy capaz de verlo.
Ya ha pasado una semana de mi nueva vida. De momento, no hay cambios. Sigo sin poderme mover e intento asumirlo con toda la tranquilidad de la que aún dispongo.
Hay muchas personas que vienen a visitarme, pero lo que nadie comprende es que en estos momentos quiero estar sola para poder perderme de una vez por todas en la oscuridad en la que se reduce ahora mi vida. Me gustaría que me dejaran sola. A veces la soledad es la única amiga que se necesita y en estos momentos es lo único de lo que me gustaría disponer, para poder poner en orden una pequeña parte de todos los pensamientos que vienen y van sin orden alguno. Lo último que necesito es que las personas me miren con cara de pena y me hablen con lástima. Seguramente piensan y creen que soy débil, algo que no puedo discutir más que nada porque ayer al mirarme al espejo pude constatar lo que ya suponía, que parezco ser frágil como un pájaro al que le han cortado las alas. Pero una parte de mí, ciertamente desconocida, consigue mantenerse fuerte a pesar de las circunstancias.
En el decurso de los últimos días he llorado hasta agotar todas mis lágrimas, que no eran solo de dolor, sino que se mezclaban con una tristeza inexplicable y una sensación de vacío que en pocas ocasiones he sentido. Mis padres están a mi lado, hay mucha gente que me acompaña ahora que el sol no está presente en mi mundo, pero a pesar de todas las muestras de afecto que recibo me siento más abandonada que nunca, porque una parte de mí se ha ausentado de mi cuerpo. Y este es el peor dolor.
También recibo un sinfín de llamadas de parte de mi familia, de gente que conozco, pero con la cual apenas he hablado algunas veces, pero sobre todo recibo mensajes y llamadas de mis amigos. Aun sin tener ganas de conversar, me alegro de que tanta gente me apoye.
Con el paso de las horas, voy entendiendo que debo esforzarme para continuar con mi camino y también para luchar hasta que no pueda más. He perdido muchas cosas, sí, es cierto, pero ahora no pienso dejar que el accidente me quite aún más.
Esta mañana me han anunciado que me trasladarán a una habitación en la que estaré con compañía. Justo lo que precisamente no necesito ahora. No quiero estar al lado de nadie, pero nadie me ha preguntado la opinión.
Un camillero me acompaña con la silla de ruedas hasta mi nueva habitación. Es la número 154, y no se diferencia de las demás que se encuentran en la planta número ocho. Entro y al llegar veo a un chico que tal vez debe de tener dieciocho años. Al momento pienso que es alguien encantador, a pesar de que puedo ver que él tampoco está atravesando sus mejores momentos y aun con esas tiene unos ojos azules que desprenden una fuerza y una energía muy fuertes.
No me saluda, simplemente se dedica a mirarme durante unos segundos. Y entonces, sin saber por qué, por primera vez en toda la semana, sonrío y agradezco que no se trate de una sonrisa falsa.
Mi madre me ayuda a tumbarme en la cama y quedo ligeramente incorporada por el respaldo mientras me doy cuenta de que el desconocido aún me sigue mirando. Pasa un largo rato en el que ninguno de los dos articula palabra alguna, y yo me distraigo mirando por la ventana hacia las nuevas vistas de la habitación en la que me encuentro.
Vislumbro unas cuantas casas de aspecto moderno que se extienden hacia el horizonte y me gusta imaginar qué vidas se ocultan en las entrañas de esas casas.
Los minutos siguen transcurriendo con calma y el silencio que nos rodea de alguna forma no llega a ser incómodo. Tal vez se debe a que ninguno de los dos cree que sea el momento propicio para hablar.
Al dejar de mirar por la ventana me encuentro en que he caído en el aburrimiento, por lo que me pongo a hablar con el chico.
—¿Cómo te llamas? —es lo primero que le digo para cortar el silencio establecido.
—Soy Drew, ¿y tú? —su voz es un tanto melódica y pausada y tiene un bonito acento que no sé decir de qué provincia es.