17 de noviembre del 2010
MAIKOL
—¿Nervioso? —pregunta Ken con una sonrisa y yo niego con la cabeza a pesar de que el nudo en mi estómago amenaza con sacarme hasta la bilis—. La pasarás genial, estoy segura, pero cualquier cosa me llamas, ¿ok?
—Claro que sí, Ken. —Una sonrisa dulce se extiende en su rostro mientras me peina el cabello con una mano.
Ken y Norma, dos asistentes sociales de la casa Mihor, un orfanato en las afueras de la ciudad donde crecí, son las mujeres más importantes en mi vida, lo más cercano que tengo a unos padres; son las que me han cuidado, criado y amado durante mis once años de vida pues para mis padres, al parecer no era tan importante.
—Ahora ve a divertirte. —Deposita un dulce beso en mi frente y al ver que no me muevo, me toma por lo hombros y me gira hacia el enorme autobús azul del colegio Nicolás Ice de Nordella.
Miro a mi alrededor y solo ver tantos niños vestidos elegantes, seguro que con ropa de marca, conversando entre ellos y con sus padres al alrededor, me intimidan.
Yo no me parezco en nada a ellos, solo soy un niño pobre, huérfano, que vive en una casa de acogida con veinticinco chicos más; con ropa que si bien no está rota, está bastante desgastada y cuyo único atributo es ser tan inteligente como para ganarse una beca en una de las mejores escuelas del país; además de alguna cualidad desconocida para mí, pero que por obra y gracia de Señor, una señora muy agradable la vio e hizo una enorme contribución para mi educación.
—Creo que mejor regresamos a casa —murmuro con los nervios a flor de piel y Kenia, con una sonrisa bonita, me impide moverme de mi lugar.
—Maik, tú puedes. Es el día del estudiante, tú día y debes pasarlo bien.
—No conozco a nadie.
—Más razón para estar aquí. Será tu primer viaje a la playa, a ese mundo azul que vez por el televisor y que tanto te gusta. Es la ocasión perfecta para que hagas algunos amigos.
—Ellos no van a querer acercarse a mí, ¿crees que no he visto cómo me miran?
—Ellos se lo pierden, pero créeme, en todo ese mar de estudiantes, habrán algunos que se pelearán por ser tus amigos. Eres maravilloso, Maikol, muéstraselos y el resto vendrá solo, ¿de acuerdo?
—De acuerdo —confirmo, pero sigo sin estar muy convencido.
Reúno todo el valor del que soy capaz y subo al bonito autobús azul y tal y como ha sucedido desde que llegué ayer a la escuela por primera vez, me siento observado, analizado, juzgado y esos sentimientos no me gustan. Sin hacer contacto visual con ningún niño, camino hasta el fondo del autobús, me siento en el último asiento pegado a la ventana, pongo la mochila sobre mis muslos y rezo para camuflarme y que nadie note mi presencia.
Unos minutos después, un niño pecoso de ojos marrón igual que su pelo se sienta a mi lado. Me mira de arriba abajo par de veces, se encoje de hombros y luego se marcha dejándome confundido. El autobús arranca y agradezco enormemente que el único asiento vacío sea el que está a mi lado. Aunque al mismo tiempo me pregunto si ese chico vio algo contagioso en mí y por eso no hay nadie más.
A mitad de camino me quedo dormido hasta que todos comienzan a gritar. Asustado abro los ojos y por la ventana veo el enorme mar azul.
¡Joder!
Espero que todos los niños bajen desorbitados del bus para luego hacerlo yo. Me alejo un poco de ellos y alucino ante tanta grandeza. Es gigante, más de lo que pensaba… no tiene fin… es alucinante.
—De acuerdo, muchachos —dice
uno de los hombres que andan a cargo de nosotros—. No se alejen, no corran, no peleen. En dependencia de cómo se porten estaremos más o menos tiempo aquí, ¿de acuerdo?
La mayoría contesta que sí, de hecho, yo asiento con la cabeza en acuerdo.
—Zion —llama a un niño rubio que tiene una pelota de futbol en la mano y por su cara de excitación, no dudo que esté a punto de lanzársela a alguien—. ¿Entendiste lo que dije?
—Qué sí, profe, no sea pesado. ¿Podemos irnos a jugar ya?
Abro los ojos, sorprendido, ¿cómo se le ocurre hablarle así a un profesor? El hombre lo mira con cara de desaprobación pero no lo regaña, luce como si estuviera aburrido de él.
—Felicidades, chicos.
Todos los niños toman sus palabras como una invitación a empezar a jugar. El rubio cruza su mano libre sobre los hombros de otro chico de pelo negro y desaparecen supongo que a jugar con la pelota.
Una vez me quedo en un short de nailon azul que me regaló Norma el año pasado, acomodo mis cosas dentro de mi mochila y saco mi merienda: un delicioso sándwich de jamón y queso y un refresco de naranja que me preparé antes de salir de Mihor.
Estoy a punto de darle una primera mordida cuando me doy cuenta que unos metros más allá, un grupito de niñas me observan con el rostro arrugado. ¿Qué demonios me ven?
Incómodo ante su escrutinio y asegurándome de que los profesores no me vean, me escabullo a una zona donde todo está más tranquilo, menos concurrido. Luego de merendar, regresaré con los demás e intentaré hacer amigos, a fin de cuentas, estudiaremos juntos.