5. Lo que siento cuando estoy contigo

10. Zion y Ariadna

Emma:

El viaje a casa de mis padres junto a Aaron es tranquilo. Él se limita a poner el reproductor que, para mi sorpresa, las primeras tres canciones son de esa mujer que solo Luciana adora. Es raro ver hasta qué punto mi hermana está en la vida de este chico.

Él no intenta buscar conversación, se limita a conducir en silencio mientras yo apoyo mi frente en la ventanilla y cierro los ojos intentando no pensar en nada, algo que no consigo demasiado.

Treinta y cinco minutos después, Aaron detiene su auto frente a mi casa. Salimos del coche y mientras él saca del maletero la pequeña mochila que preparé, yo me acomodo el bolso.

—Listo, sana y salva —dice una vez me tiende mi mochila.

—Gracias —le digo—. Nunca pensé que algún día tendría que agradecerte algo, pero te has comportado bastante bien; no tan idiota.

Una sonrisa de medio lado se extiende en su rostro.

—Tengo mis momentos, pero no te acostumbres, enana. Con esto he hecho mi obra de caridad de los próximos dos meses. A partir de ahora, todo vuelve a la normalidad.

—Totalmente de acuerdo.

—Me largo. —Pero no se mueve. Solo se queda mirándome mientras mueve las llaves del coche de una mano a la otra.

Frunzo el ceño sin saber qué sucede y eso me hace sentir incómoda.

—No les digas que salías con un Archer.

—¿Me ves cara de tonta o qué? Jamás haría eso. —Aaron asiente con la cabeza y no sé si es porque de verdad me ve cara de tonta o porque entiende que hablarles de los Archer no es una opción.

Sin embargo, no me da tiempo a preguntarle, pues se encoge de hombros y regresa a su auto. No tarda en desaparecer sin ni siquiera decir adiós.

Sin saber cómo sentirme al respecto, aprieto el asa de mi mochila y camino hacia la casa. Es lunes y a penas son las nueve con veinte minutos de la mañana, lo que significa que mis padres están en el trabajo y Zack en la escuela.

Abro la puerta y un nudo se me forma en la garganta al sentir el aplastante silencio que la envuelve. Desde que la nana Rosa murió el año pasado, esta casa ya no es la misma. Todo está demasiado quieto; cuando no hay nadie, no tiene la vida que ella le daba.

Me obligo a tragar el nudo de emociones y voy a mi habitación. Una vez dentro, me quito los zapatos y corro a la cama hasta hacerme una bolita bajo el edredón.

Decido conectarme a las redes sociales para entretenerme. Sé que si no ocupo la mente en algo, terminaré pensando en lo que no quiero y volveré a derrumbarme. Enciendo el móvil que apagué anoche cuando llegué a la residencia de los chicos mientras Aaron estaba en el baño, debido a las constantes llamadas de Cameron y me sorprende ver la cantidad de notificaciones, la mayoría de él, que entran.

Con las lágrimas nublando mi mirada, entro a la aplicación de los mensajes y me debato unos segundos sobre si leer o no los más de cincuenta que tengo de él. Quiero ver cuáles son sus excusas, pero al mismo tiempo no, pues sé que son solo eso: excusas; que nada de lo que diga será real y solo conseguiré lastimarme. Así que en contra de esa pequeña vocecita que me anima a leerlos, borro su conversación y antes de arrepentirme, los bloqueo a él y a Adela.

A pesar de ese pequeño acto de valentía, las lágrimas comienzan a caer y los recuerdos me inundan. Lloro sin consuelo por no sé qué vez desde que todo me explotó en el rostro y en esta ocasión se siente aún peor porque no tengo a nadie que me acompañe, a nadie que me consuele.

No sé en qué momento me quedo dormida, pero cuando vuelvo a ser consciente de mí, el calor abraza mi cuerpo de manera fastidiosa. Me remuevo incómoda, pero una mano sobre mí, me devuelve a la posición original... Espera... ¿Una mano?

Abro los ojos, sobresaltada, y se me hubiese salido el corazón por la garganta si no hubiese visto esos rizos rubios que tanto me gustan.

—Despertaste —dice mi hermano y yo sonrío inmediatamente.

Él y Luciana son los amores de mi vida.

Restriego mi rostro sobre la almohada eliminando los vestigios del sueño. Alzo un poco la cabeza.

—Corrección, me despertaste.

Zack me analiza con el ceño fruncido y por un momento temo que pueda ver a través de mí.

—¿A quién tengo que romperle la cabeza? —pregunta demasiado serio para sus once años.

Frunzo el ceño.

—¿Quién carajos te hizo llorar Emma? —Una sonrisa se extiende por mi rostro porque Zack es un niño tan adorable, que por muy bravucón que quiera verse, no lo consigue.

Me siento en la cama y él me imita.

—¿Qué te hace pensar que tienes que golpear a alguien? —Alza una de sus muy arqueadas cejas.

—Que no soy tonto. Sabía que algo había pasado desde que me di cuenta de que estabas en casa. ¿Por qué si no, la adicta a no faltar a clases, estaría una mañana de lunes durmiendo la mona?

Me lanzo sobre él provocándole cosquillas. Él ríe y ríe sin parar y eso es música para mis oídos. El remedio santo para todos mis males.

–¿Tal vez porque no tengo clases?




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