Kyle:
¿Cuántas veces en la vida han deseado volver a ser joven?
Digo, tengo cuarenta y tres años y par de veces al día, desearía tener veinte; fundamentalmente en momentos como estos, después de haber salido de una reunión con diez tíos que se creen que por haber puesto una cuota de su capital en una de las franquicias de “Patinajes Andersson”, en Diambo, justo al otro lado del mundo, pueden venir a cambiar mi forma de trabajar.
Me duele la cabeza horrores y no dudo que tenga la presión alta. He tenido que ponerme fuerte para hacerles entender que, si he logrado construir un imperio en el mundo del patinaje, es porque mis métodos funcionan y que, a no ser que traigan algo nuevo, por lo que valga la pena realmente apostar, las cosas se seguirán haciendo a mi modo, de lo contrario, pueden recoger su dinero y marcharse por donde mismo vinieron.
Por supuesto, todos recogieron sus agallas y aceptaron sin rechistar, pero el dolor de cabeza no hizo más que empeorar.
Me encanta la vida que tengo, pero el estrés al que estoy sometido constantemente, me hace añorar la época en la que era un crío sin responsabilidades, cuyas únicas preocupaciones eran salir bien en la universidad, ignorar a su padre, patinar, salir con sus amigos y ser feliz con la rubia desastrosa que llegó a su vida para ponerla patas arriba.
Sonrío al pensar en mi rubia preferida y esa forma tan peculiar que tuvimos de conocernos mientras me siento tras mi escritorio. Apoyo la cabeza en la silla giratoria y cierro los ojos esperando que el maldito latido en mi frente desaparezca.
Mi secretaria se adentra a la oficina a paso rápido y no necesito mirarla para saber que me trae un jugo de naranja y mi muy merecido paracetamol, pues los dolores de cabeza son bastante recurrentes cada vez que termino una de esas reuniones y ella me conoce demasiado bien.
—Gracias, Graciela —digo sin abrir los ojos.
—De nada, señor —murmura y cuando no escucho sus suaves pasos alejarse, abro los ojos.
Me observa con su característica mirada dulce y una sonrisa entrañable en su rostro. Lleva casi dos décadas trabajando conmigo, así que ya la conozco lo suficiente como para saber que está a punto de darme uno de sus consejos maternales que yo procuro siempre acatar. Se enoja cuando no lo hago y digamos que ya tengo suficiente con Doña Amelie como para hacer enojar a otra señora más.
Aflojo la corbata de mi traje y me tomo la pastilla.
—¿Me permite darle un consejo?
—¿Desde cuándo pides permiso para hacerlo?
Rueda los ojos y yo me río. Graciela es una señora de sesenta y seis años que me hizo las cosas bastante sencillas una vez comencé a trabajar aquí; pero no se confundan con su edad, tiene más fuerza y espíritu que yo.
—Termine por hoy. Salga temprano y relájese. Vaya a ver a su esposa, lleven a Kay y a la pequeña Lía a pasear, yo qué sé. Hagan algo en familia y relájese; lo necesita.
—Son las diez de la mañana, Graciela.
—¿Y qué?
—Que Addy está trabajando, las niñas están en la escuela y yo tengo un montón de cosas que hacer en la tarde.
—En realidad, lo que tenía programado para la tarde no era nada que no se pudiese posponer y yo me tomé el atrevimiento de reordenar su agenda liberando el resto del día.
Abro la boca, ligeramente sorprendido.
—El resto son excusas.
—¿Cambiaste mi…? —No me da tiempo a terminar mi pregunta, pues se cruza de brazos y me mira con los ojos entrecerrados.
—Kyle Andersson, recoja sus cosas y lárguese a descansar o juro que en el próximo café le echo el calmante más fuerte que encuentre. O descansa por las buenas o lo hace por las malas; usted decide.
Levanto las manos en son de paz.
—No hay necesidad de ponernos violentos —comento con una sonrisa, pero ella sigue seria—. Tranquila, me iré, ¿vale?
—Vale. Le das un beso a Addyson y a las chicas de mi parte.
Sin esperar mi respuesta, da la media vuelta y se marcha.
Suspiro profundo y decido que lo mejor es ir con mi familia; ellos sin duda son la mejor medicina a todos mis males y si ya Graciela vació mi agenda, no tiene sentido que me quede por aquí.
Me quito la chaqueta del traje porque odio estas cosas, subo las mangas de la camisa blanca y suelto los primeros dos botones. Recojo mis cosas, salgo de la oficina a paso rápido y la sonrisa de satisfacción de Graciela me despide cuando las puertas del ascensor se abren.
Presiono el botón del estacionamiento, mientras saco mi celular, busco la aplicación de mensajes y abro el chat que tengo con Kaitlyn.
Yo: ¿Clases?
Kay: A punto de entrar a la pista de patinaje.
Kay: ¿Por?
Yo: Solo para saber.
Yo: Nos vemos.
Yo: Te quiero.
Kay: Y yo.
Guardo el teléfono y una vez en mi auto, entro y pongo rumbo al instituto. Puede estar a punto de entrar a la pista, pero, por hoy, tendrán que liberarla. Estoy seguro de que no tendrá problemas, a fin de cuentas, es digna hija de sus padres y el patinaje se le da de maravilla.