Mientras la tarde de Buenos Aires comenzaba a teñirse de un naranja melancólico, anunciando el inminente crepúsculo, Dios permanecía sentado en su trono etéreo. No era un trono de oro macizo ni de gemas incrustadas, sino uno forjado de pura luz, resonando con la melodía silenciosa de la creación. Desde allí, contemplaba no solo el vasto universo que había urdido, sino también la más pequeña y compleja de sus creaciones: la humanidad. En particular, sus ojos se posaban en la vibrante capital argentina, donde el tiempo, una de sus invenciones más fascinantes y a veces frustrantes, se desarrollaba con una velocidad que a Él le parecía a la vez vertiginosa y exasperantemente lenta.
El tiempo. Una corriente imparable, un río cósmico que fluía desde el albor de la existencia hacia un futuro incierto. Dios no lo experimentaba como sus criaturas, en tics de segundos o giros de estaciones. Para Él, el tiempo era una sinfonía, un vasto tapiz cuyas hebras danzaban y se entrecruzaban, revelando patrones que a veces le llenaban de asombro, otras de una profunda melancolía. Hoy, la melodía parecía estar desafinada, las hebras enredadas. Una sensación de desasosiego, casi imperceptible para cualquier otra entidad, comenzaba a instalarse en su ser.
Había permitido que el libre albedrío, ese regalo y a la vez esa carga, guiara a sus hijos por caminos impredecibles. Había intervenido, sí, en momentos cruciales, sutilmente o con una mano más firme cuando la balanza amenazaba con inclinarse demasiado. Pero el plan mayor, la gran sinfonía, siempre había sido que sus creaciones forjaran su propio destino. Sin embargo, en las últimas eras, las disonancias se habían vuelto más frecuentes, más estridentes.
Sus pensamientos se dirigieron a Tamara, su hermana, la Oscuridad. Cuántos eones habían pasado desde su separación, desde que la Luz y la Oscuridad se bifurcaron del mismo origen. Ella, con su naturaleza indomable y su fascinación por lo inexplorado, siempre había sido un contrapunto necesario. Pero ahora, su unión con Castiel, uno de sus más fieles ángeles, había creado una grieta en el tapiz de la existencia. Era una paradoja. El amor, la fuerza más poderosa del universo, era también el catalizador de un desequilibrio sin precedentes.
Y luego estaba Rubby. La hija de ambos. Una híbrida. Un ser que no debería existir según las leyes fundamentales que Él mismo había establecido. Su nacimiento, su mera presencia, enviaba ondas de inestabilidad a través de todas las dimensiones. Dios la amaba, por supuesto. Amaba a todas sus creaciones. Pero el amor, en este caso, se mezclaba con una punzada de preocupación. Sabía que la existencia de Rubby había llevado a la decisión más dolorosa para Castiel y Tamara, una decisión que aún resonaba en el éter: borrar el recuerdo de un hijo para salvar a su primogénita. La ironía de tener que sacrificar una vida por otra, cuando Él había sido el dador de toda vida, era un peso pesado en su corazón.
Sus ojos divinos escudriñaron las almas de Castiel y Tamara. Los veía en Buenos Aires, una ciudad que bullía con la vida humana, con sus alegrías y sus penas, ajena a los dramas cósmicos que se desarrollaban sobre sus cabezas. Castiel, su Ángel del Señor, antes tan predecible en su devoción, ahora estaba anclado a la Oscuridad. Y Tamara, la siempre enigmática, había encontrado una luz propia en el amor de un ángel. El Destino los había unido, sí, pero las ramificaciones de esa unión eran vastas y preocupantes.
La melodía del tiempo comenzó a acelerarse, un crescendo que anunciaba un cambio inminente. Fue entonces cuando sintió una presencia, una que conocía bien. No era una llegada física en el sentido mortal, sino una resonancia en el flujo del tiempo, una alteración en las hebras del destino mismo.
Frente a Él, no se materializó una figura sólida, sino que la luz del trono pareció ondular y coalescer en una forma etérea, translúcida, compuesta de miles de hilos de luz, cada uno vibrando con las posibilidades del pasado, presente y futuro. Era el Destino.
El Destino no tenía rostro en el sentido humano, pero Dios podía percibir su expresión a través de la tensión en sus hilos, la forma en que se contraían y se expandían. Hoy, esa forma era tensa, contraída, como un nudo apretado.
—Padre —resonó una voz que no era audible con los oídos, sino que se sentía en la esencia misma del ser de Dios, como una nota grave y profunda en la sinfonía del tiempo—. He venido a comunicarte lo que ya sabes en tu corazón.
Dios no respondió de inmediato. Su mirada permaneció fija en las hebras enmarañadas que formaban el ser del Destino. Sabía. Claro que sabía. Había visto las trayectorias divergentes, los puntos de colisión inminentes. Pero siempre había una esperanza, una posibilidad de que el libre albedrío humano, o incluso el de los ángeles y las entidades primordiales, pudiera torcer la balanza.
—Las cosas no saldrán bien —continuó el Destino, sus hilos pulsando con una urgencia creciente—. La entropía ha aumentado exponencialmente. La unión de la Luz y la Oscuridad, si bien fue un catalizador para el amor, ha creado una inestabilidad que ahora amenaza con colapsar el tejido mismo de la realidad.
Un mapa estelar comenzó a brillar entre las formas etéreas del Destino, no de estrellas y galaxias, sino de conexiones. Líneas brillantes unían a Castiel y Tamara, a Rubby, a Luke, a Lucifer, a Jenna, a Dios mismo. Y en los bordes de ese mapa, grietas oscuras comenzaban a extenderse, como venas negras en un cristal.
—La paradoja de Rubby —explicó el Destino—, ha requerido una intervención que ha dejado una cicatriz en el éter. Borrar el recuerdo de un hijo, incluso para salvar a otro, ha enviado ondas de disonancia a través de la creación. La memoria, Padre, es un pilar fundamental. Al alterarla a esa escala, las bases se han debilitado.
Dios cerró sus ojos por un instante, sintiendo el peso de esa verdad. Lo había sabido, sí, pero escucharlo del Destino, la manifestación misma de la inevitabilidad, lo hacía real, tangible. La decisión de borrar el recuerdo del hijo de Castiel y Tamara había sido un acto de amor desesperado, pero también un precedente peligroso.
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Editado: 19.09.2025