El aire de Buenos Aires, incluso en las apacibles horas previas al anochecer, llevaba consigo el murmullo incesante de la vida, una sinfonía de bocinas distantes, risas lejanas y el suave rumor del Río de la Plata. Pero para Tamara, la Oscuridad misma, hermana de Dios, esos sonidos se filtraban como ecos distorsionados en su percepción, opacados por una disonancia más cercana, una vibración errática que había estado sintiendo desde hacía días. No era el rastro de un demonio menor, ni la impronta de un ángel extraviado. Esto era diferente. Un alma humana en profundo desequilibrio, una chispa de consciencia que luchaba por no ser sofocada por una oscuridad ajena.
Su búsqueda la había llevado al Cementerio de la Recoleta. Un lugar de reposo eterno, de mármol pulido y estatuas centenarias que se alzaban como guardianes silenciosos de historias pasadas. El sol poniente proyectaba largas sombras danzarinas sobre las bóvedas ornamentadas, creando un ambiente de solemnidad que a la mayoría infundiría respeto, pero a Tamara solo le confirmaba la ubicación de la anomalía. La presencia que buscaba era como una nota discordante en una pieza musical perfecta, una perturbación en el delicado equilibrio de la energía que envolvía el lugar.
Se movía entre los mausoleos con una gracia etérea, sus pasos apenas rozando el suelo, su figura envuelta en una oscuridad que absorbía la luz, haciéndola casi invisible para el ojo mortal, a menos que ella lo deseara. Sus sentidos, afinados a las complejidades del alma y la energía, la guiaban. El rastro se hacía más fuerte, más errático, como el latido de un corazón enloquecido.
Finalmente, lo encontró.
Sentado en el escalón de una tumba, con la espalda apoyada en un ángel de mármol que miraba al cielo con ojos vacíos, estaba Stiles. Pero no era el Stiles que quizás algunos recordaban. Su cabello estaba desgreñado, la ropa sucia y rasgada, y sus ojos... sus ojos eran una mezcla de terror y una extraña vaciedad, como si la consciencia que habitaba en ellos fuera solo una astilla de lo que alguna vez fue. Un aura de energía oscura, pero no la suya, vibraba a su alrededor, una mancha densa y corrosiva que se adhería a su ser como un parásito.
Esta no era la oscuridad de Tamara, la oscuridad primordial y equilibrada que era parte de la creación. Era una oscuridad impuesta, una fuerza invasora que había tomado posesión de un recipiente. Era una posesión.
Tamara observó a Stiles en silencio por un momento. Él balbuceaba incoherencias, palabras sueltas que no formaban frases, su cuerpo temblaba con espasmos intermitentes. Una pequeña corriente de su propia esencia fluyó de Tamara, una sonda inmaterial que se acercó con cautela a Stiles, mapeando la extensión de la intrusión. Era peor de lo que había percibido. La entidad se había enraizado profundamente, entrelazando sus tendones etéreos con los nervios y la mente del joven. No era una simple posesión, sino una fusión casi completa.
—Un huésped poco dispuesto —murmuró Tamara, su voz un susurro que parecía tejerse con la brisa.
No había un solo ser en el universo que pudiera escuchar ese susurro, excepto quizás Dios, si Él eligiera prestar atención.
Stiles levantó la cabeza bruscamente, sus ojos vacíos fijándose en la figura oscura que se alzaba ante él. No hubo reconocimiento, solo un temblor más pronunciado. La entidad dentro de él percibió una amenaza, una fuerza de una magnitud que no podía comprender del todo, pero que instintivamente rechazaba. La oscuridad parasitaria se apretó alrededor del alma de Stiles, un intento de sofocarlo, de proteger su nuevo hogar.
—Sé que no eres tú —dijo Tamara, su voz ahora un poco más clara, aunque aún resonaba con la profundidad de un abismo—. Pero sé que él está ahí. Luchando.
Un gemido escapó de los labios de Stiles, una mezcla de frustración y desesperación. Por un breve instante, una punzada de lucidez pareció atravesar el velo de la posesión, un destello de su verdadera personalidad. La entidad se retorció, proyectando una ráfaga de energía oscura hacia Tamara.
La Oscuridad simplemente la absorbió. No hubo esfuerzo, ni siquiera un parpadeo. Era como intentar apagar un incendio con el mismo fuego. Tamara era la encarnación de la oscuridad, y esta manifestación inferior era un mero eco.
—Inútil —sentenció Tamara—. Este cuerpo es valioso. Y su espíritu, resiliente. Lo has desgastado, pero no lo has roto.
La entidad dentro de Stiles no tenía voz, pero su presencia se hizo más agresiva, liberando ondas de miedo y hostilidad. Intentó que Stiles se levantara y huyera, pero el cuerpo del joven resistió, como si una parte de él se aferrara a la esperanza, a la posibilidad de ayuda.
Tamara sabía que no podía simplemente arrancar la entidad de su huésped. Estaba demasiado arraigada. Sería como desgarrar el alma misma de Stiles, dejándolo quizás libre, pero irrevocablemente roto. Necesitaba una aproximación más sutil, una que respetara la integridad del recipiente.
Extendió una mano hacia Stiles, no para tocarlo físicamente, sino para proyectar su energía. No era la Luz curativa de su hermano, ni la furia purificadora de un ángel. Era la Oscuridad, pero una Oscuridad que entendía el equilibrio, la ausencia, la nada de la que surge todo. Su esencia no buscaba destruir la entidad, sino ahogarla, sofocarla, hacerla insignificante hasta que ya no pudiera aferrarse.
Una niebla oscura, pero no amenazante, comenzó a emanar de Tamara, envolviendo a Stiles. No era fría, ni caliente. Era una ausencia, un vacío que comenzaba a envolver a la entidad parasitaria. La oscuridad invasora, acostumbrada a consumir y corromper, se encontró a sí misma siendo consumida por una oscuridad mucho más vasta y primordial.
Dentro de Stiles, la lucha se intensificó. La entidad se retorcía, lanzando proyecciones de terror y locura en la mente del joven, intentando utilizarlo como escudo psíquico. Pero Tamara no se inmutó. Ella veía a través de las ilusiones, directamente al núcleo del ser de Stiles, al alma que parpadeaba débilmente, pero que seguía encendida.
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Editado: 19.09.2025