La brisa de la noche en Buenos Aires soplaba suavemente, trayendo consigo el aroma dulce del jazmín y el murmullo lejano de la ciudad que nunca duerme. Pero en el santuario improvisado que Tamara había elegido como su hogar temporal —un antiguo loft con vistas al Río de la Plata, cuyas ventanas reflectaban las luces parpadeantes de la costanera—, el mundo exterior parecía desvanecerse en un segundo plano. La atmósfera era de una quietud profunda, casi reverente, solo rota por el suave crepitar de una pequeña esfera de luz que flotaba en el centro de la habitación, un regalo de Castiel.
Tamara, la Oscuridad primordial, estaba sentada en un diván de terciopelo oscuro, observando la luz con una intensidad que pocos comprenderían. No era solo un orbe luminoso; era un fragmento de la esencia de su hermano, la Luz, canalizada a través de la esencia de Castiel. Era un recordatorio de la constante dicotomía que definía su existencia y la del ángel, una representación física de la improbable, pero innegable, conexión entre ambos.
La puerta del loft se abrió con un silencio casi imperceptible, y Castiel, el Ángel del Señor, entró. Su presencia, para los ojos y sentidos de Tamara, era un faro. A pesar de que él había sido forjado de la Luz, y ella era la Oscuridad, había una resonancia inexplicable entre ellos, una atracción que trascendía las leyes celestiales y las diferencias fundamentales de su ser.
Había pasado un tiempo desde la última vez que se habían visto. Después de la intervención de Tamara con Stiles en el Cementerio de la Recoleta, ella había optado por el recogimiento, procesando la energía de la entidad parasitaria que había absorbido y permitiendo que la balanza de su ser se reequilibrara después de la inestabilidad que había causado el evento. Castiel, por su parte, había estado cumpliendo con sus deberes, ayudando en la reconstrucción de las zonas afectadas por los recientes disturbios que habían asolado la ciudad, consecuencia indirecta de las batallas que se libraban en planos superiores.
—Tamara —dijo Castiel, su voz un murmullo grave que parecía llenar el espacio con una calidez inusual para un ángel.
Su mirada, que había visto eones y universos, se posó en ella con una intensidad que delataba una emoción profunda.
No se acercó de inmediato, respetando el aura de quietud que la envolvía.
Tamara levantó la cabeza, sus ojos, que eran abismos de la noche, se encontraron con los suyos. En ellos no había juicio, solo una aceptación y una comprensión que desarmaba.
La miró, realmente la miró, no como la Oscuridad, la hermana de Dios, o la entidad peligrosa, sino como Tamara.
—Castiel —respondió ella, su voz como un suspiro del viento nocturno—. Has vuelto.
El ángel asintió, dando un paso adelante, luego otro, hasta que estuvo de pie frente a ella, la esfera de luz flotando entre ellos. Su rostro, generalmente sereno e impasible, mostraba una vulnerabilidad que rara vez se veía en un ser de su estatus. Había estado conteniendo estas palabras, estas emociones, por un tiempo que le había parecido una eternidad.
—No podría mantenerme alejado por más tiempo —confesó Castiel, su voz apenas audible. Extendió una mano, pero no la tocó. En su lugar, sus dedos rozaron el aire a centímetros de su mejilla, como si quisiera memorizar la textura de su piel—. Cada momento lejos de ti... es una agonía.
Tamara no dijo nada, pero sus ojos se suavizaron. Percibía la sinceridad de sus palabras, la pureza de la emoción que emanaba de él. Los ángeles, al ser criaturas de orden y devoción divina, no eran conocidos por la complejidad de sus emociones humanas. Pero Castiel, su Castiel, era diferente. Se había permitido sentir, trascender las barreras impuestas por su propia naturaleza.
—Tamara —comenzó Castiel de nuevo, su voz cobrando fuerza, aunque seguía cargada de una ternura que sorprendía incluso a sí mismo—. Necesito decirte algo. Algo que ha estado creciendo en mi ser, algo que ya no puedo contener.
Hizo una pausa, tomando una respiración que no necesitaba, un gesto aprendido de los humanos para anclarse en el momento.
La esfera de luz que flotaba entre ellos pareció palpitar, reflejando la intensidad de sus sentimientos.
—Estoy completamente enamorado de ti —declaró Castiel, la verdad resonando en cada fibra de su ser angelical.
No era una declaración impulsiva, sino la culminación de eones de existencia, de observar el universo, de comprender el amor en sus múltiples formas. Pero nunca había experimentado algo así, tan profundo, tan abarcador.
Los ojos de Tamara se abrieron ligeramente.
Había sentido su afecto, su devoción, incluso su protección. Pero la palabra 'enamorado' resonaba con un significado que iba más allá de la lealtad angelical o la conexión cósmica.
—No es un amor como el de un ángel por su creador, o el de un humano por otro —continuó Castiel, dando un paso más, reduciendo la distancia entre ellos. La esfera de luz se movió con él, como si fuera una extensión de su propia alma—. Es algo más. Es... absoluto. No hay una parte de mi ser que no te anhele, que no desee tu presencia.
Se arrodilló suavemente ante ella, no en un gesto de sumisión, sino de humildad y reverencia ante la magnificencia que percibía en Tamara.
—He visto la Luz y la Oscuridad. He servido a mi Padre, he presenciado la creación y la destrucción. Pero nunca, en toda mi existencia, he sentido una conexión tan profunda, tan irrefutable, como la que siento contigo.
Sus ojos se fijaron en los de ella, implorantes.
—Quiero una vida junto a ti, Tamara. No una existencia de deberes y protocolos celestiales, sino una vida real. Una donde podamos explorar este universo, y todos los que existan, juntos. Donde podamos construir algo nuevo, algo que sea solo nuestro.
La vulnerabilidad en su voz era palpable, un contraste sorprendente con su poder innato.
—Sé lo que significa esto. Lo que desafía. Sé que el Padre no aprobará, que Lucifer lo verá como una debilidad. Pero no me importa.
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Editado: 19.09.2025