6 Horas

Parte 1

A las 9 de la mañana, el cielo parecía no haber despertado. La oscuridad grisácea lo cubría todo, como si el sol hubiera decidido no salir hoy. Apenas había luz, y la sensación era más de noche que de día. Salí de casa, pero no sin antes poner algo de música. Un poco de reguetón para darle chispa a un inicio tan apagado. Subí el volumen, lo suficiente para sentir el ritmo, y crucé la puerta.

El silencio afuera era extraño. No había coches, ni personas, ni el bullicio habitual de la mañana. Parecía que todos se hubieran confinado en sus casas. Mis pasos resonaban en las calles vacías mientras me dirigía a la tienda. El objetivo: comprar queso, una fuente de proteínas ideal para mi entrenamiento de pesas. Han sido tres meses intensos, y cada día siento cómo mi cuerpo se fortalece un poco más.

Mientras avanzaba entre la neblina espesa del ambiente, mis ojos divisaron a tres figuras a lo lejos. Venían hacia mí, con la cabeza agachada, encapuchados, moviéndose con un ritmo irregular. Se empujaban y murmuraban entre ellos, casi como si estuvieran rapeando. Apagué la música, Daddy Yankee ya no encajaba con lo que estaba sucediendo. Mi mente empezó a calcular, fría y rápida: eran tres contra uno. No tenía ninguna posibilidad si las cosas se ponían feas.

A unos 30 metros de distancia, decidí dar media vuelta, sin disimulo. No me importaba que fuera obvio, prefería parecer cobarde que arriesgarme. Apuré el paso, mis piernas querían correr, pero traté de mantener la calma, troté hacia la esquina de mi casa. Los pasos detrás de mí comenzaron a acelerarse, lo que hizo que mi corazón latiera con una fuerza que casi podía escuchar.

Llegué al callejón que comparto con mi vecino, pero no tendría tiempo de cruzarlo sin que me vieran. Mis opciones eran limitadas, así que troté hacia la puerta del vecino y, sin pensarlo demasiado, toqué con fuerza. No esperaba que alguien me abriera, solo quería que los que me seguían creyeran que estaba buscando ayuda. Funcionó. Los pasos se detuvieron en seco, y pude escuchar cómo se alejaban lentamente, dudando. El alivio fue breve; no me abrieron la puerta, y no tenía idea de qué hubiera dicho si lo hacían.

Esperé un poco más, en silencio, hasta que no escuché nada. Me acerqué a la puerta de mi casa, tratando de no hacer ruido. Mis manos temblaban al buscar las llaves en el bolsillo. El sudor me corría por la frente, y cada segundo parecía una eternidad mientras la llave se atoraba entre mis dedos. Mi corazón latía tan fuerte que podría haber bailado al ritmo de mis propios latidos.

Finalmente, saqué la llave, pero meterla en la cerradura fue un desafío. Mis manos seguían temblando, y mi respiración descontrolada no ayudaba. Intenté concentrarme, recordando los ejercicios de respiración que aprendí en mis sesiones de meditación. Poco a poco, mi mente se aclaró lo suficiente como para acertar en la cerradura. Pero mis fuerzas estaban agotadas, el azúcar en mi cuerpo se desplomaba con la adrenalina, y me vi obligado a usar ambas manos para girar la llave.

Entré a la casa, agotado, sudoroso, y respirando con dificultad. El alivio no duró mucho. Unos pasos comenzaron a resonar en el callejón. Mi corazón dio un vuelco; la sensación de seguridad que creía tener se desvaneció de golpe. Estaban acercándose. No podía moverme, las piernas me fallaban, el miedo me paralizaba.

Pensé rápido. Si cerraba la puerta de golpe, sabrían exactamente dónde me había metido. No podía permitirlo. Así que, en un impulso desesperado, me escondí detrás de la puerta, conteniendo la respiración lo mejor que pude. Mi cuerpo temblaba, pero sabía que no podía fallar ahora.

Uno de ellos entró. Lo escuché acercarse. Caminaba encorvado, sin mirar hacia atrás, sin darse cuenta de mi presencia. Pasó por el pasillo sin techo de la casa, avanzando hacia la sala de estar y luego hacia el patio central. Desde mi escondite, no podía ver nada, pero lo escuché subirse a la moto de mi tío, el sonido del motor siendo encendido. La risa que soltó fue escalofriante. Era como si supiera que estaba cerca, escondido, y se estaba burlando de mí. Afuera, los otros también reían, sin entrar. Las carcajadas eran humillantes, como si disfrutaran mi miedo.

Pero lo que ellos no sabían era que mi tío vivía en el piso de abajo. De repente, lo vi salir en pijama, con un palo en la mano, y una expresión de furia en su rostro. No perdió tiempo. Se lanzó contra el ladrón en la moto, mientras los que estaban afuera retrocedían aterrorizados, asomando apenas la cabeza por la puerta. Aproveché el momento de distracción para cerrar de golpe la puerta de entrada y echarle llave. Sentí cómo todo mi cuerpo se desplomaba contra la puerta, agotado, mientras intentaba atrancar todos los cerrojos.

Cuando finalmente lo logré, me tambaleé hacia el patio central, mis piernas a punto de fallar. Escuché gritos y súplicas. Unos lloriqueos desgarradores rompieron el silencio. “¡Mami! ¡Mami, dónde estás!”, gritaba una voz infantil.

Llegué al patio y lo vi. Mi tío, jadeante, con el palo en la mano, observaba a un niño. El ladrón que había entrado no era más que un crío de unos 10 años. Tenía la capucha bajada, su rostro estaba cubierto de sangre y lágrimas. Los mocos le colgaban de la nariz, y sollozaba tan fuerte que apenas podía respirar. Estaba derrotado, no por los golpes, sino por el terror.

La adrenalina se desvaneció de golpe. Me quedé mirando esa escena, sin saber qué hacer. Un ladrón, sí, pero también solo un niño.



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En el texto hay: relato

Editado: 30.09.2024

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