7. Contigo, en todos los idiomas

5. Lía y Zacky

Zack:

Cuando Tahira me llamó, histérica, gritando a todo pulmón que algo le había pasado a Annalía, mi estúpido corazón se saltó dos latidos antes de salir corriendo a todo dar, amenazando con explotar en el centro de mi pecho. Antes de siquiera poder entender su nervioso parloteo, ya estaba saliendo del aula de conferencias donde los mejores cardiólogos del hospital debatirían con los adiestrados el modo de proceder en la operación a corazón abierto que tendría lugar en dos días. Sabía que eso me metería en problemas, pero en ese entonces no me importó.

A duras penas conseguí entender alguna de las palabras de la chica al otro lado de la línea, pero sabía que ese caos era común en la sala de emergencias, así que no lo pensé dos veces. Además, mencionó la sangre y Annalía podrá decir que ha superado su trauma, pero yo no lo creo y, por la reacción de su amiga, me parece estar en lo correcto.

Sofocado por la carrera llego a la sala de espera de emergencias y, sentada en una silla, alarmantemente pálida y con la mirada un poco perdida, está la chica que últimamente no sale de mi cabeza. Arrodillado frente a ella, sonriendo como un tonto, está mi mejor amigo y, antes de que pueda procesar mis acciones, lo aparto de mala manera y ocupo su lugar. Desesperado, la reviso por todos lados para asegurarme de que no se haya dado ningún golpe, mientras ella, sorprendida ante mi evidente preocupación, me asegura que está bien.

Cuando me dice que no llegó a caer al suelo porque Lucas la sostuvo, juro que debo apretar los dientes para contener el enojo inusitado. Debería estar agradecido de que haya estado cerca para socorrerla, pero imaginarlo tocándola, me molesta... Demasiado para mi propio bien.

Le digo a mi amigo que puede marcharse, pero el desgraciado se divierte a mi costa y alega que no se moverá del lugar. Entiendo su interés, no creo que me haya visto preocupado de esta forma por ninguna mujer y…

«No es una mujer, Zack», me recuerdo. «Es una niña de diecisiete años, es Annalía Andersson».

Últimamente, esa frase ha acudido a mi mente bastante a menudo; tal vez, si la repito bastante, acabe creyéndomelo.

Ruedo los ojos cuando Lucas se apoya en la pared y cruza los brazos sobre su pecho sin dejar de sonreír. Me centro nuevamente en mi pesadilla particular.

—¿Segura de que estás bien? —Vuelvo a preguntar y sale tan bajo, que por un segundo pienso que no me ha escuchado.

—Con tanta preocupación voy a creer que ya no me odias, Zack.

Sí, soy un imbécil. Aunque no lo crean, nunca ha sido mi intención que ella piense que la odio, eso ha sido un efecto colateral de mi distanciamiento; primero por el miedo a la Maldición Scott, ahora por la cantidad de pensamientos subidos de tono que me vienen a la mente cada vez que la veo.

—Es que yo no te odio, Annalía. —Es lo único que consigo decir y, ni a mí se me escapa el cariño con el que ha salido su nombre.

Ella suspira profundo y, sorprendiéndome, se acerca a mí de modo que nuestros rostros quedan a escasos centímetros. Mi corazón sale corriendo a millón ante su repentina cercanía y su olor embriagador que, ni siquiera el desinfectante del hospital, logra opacar. Sin poderlo evitar, me tenso, pero me obligo a no apartarme.

—Dime qué puedo hacer entonces para arreglar las cosas entre nosotros.

—No hay nada que puedas hacer para arreglar lo que ya está roto —respondo y me arrepiento inmediatamente.

El dolor en su mirada me indica que esta vez he ido demasiado lejos, que la he lastimado de verdad, pero es que ella no lo entiende. No se puede arreglar lo que está roto; no hay forma de reparar el filtro que me permitía verla como Annalía Andersson Scott, mi cómplice de aventuras, mi amiga a pesar de su corta edad, la hija de mis tíos, mi familia… Ahora, cada vez que la miro, solo veo a la chica hermosa en la que se ha convertido, la que se cuela en mis pensamientos más de lo que me gustaría y eso está mal. Muy mal.

Es menor de edad, es un delito mirarla de esta forma, mucho más desearla como lo hago porque sí, puedo intentar negarlo, hacer hasta lo imposible para no pensar en ello, pero es un hecho que la deseo.

—Annalía. —Me obligo a decir con brusquedad, hay que terminar con este absurdo—. ¿Por qué no regresas a casa? Este no es tu lugar, acabas de comprobarlo.

—No lo haré —responde con firmeza y algo en su mirada me dice que discutir es en vano, aun así, continúo:

—Eres una chiquilla cabeza dura. ¿Por qué no dejas de perder el tiempo y de que el resto lo perdamos también?

Coloca sus manos sobre mis hombros.

—Porque, por algún motivo que desconozco, te molesta tenerme cerca y he convertido en mi pasatiempo favorito joderte la existencia. Asúmelo de una vez, Zack, no me voy a ningún lado.

Me cago en su madre… Mierda, Addy no tiene la culpa.

—¿Estás admitiendo abiertamente que esta estupidez de las prácticas es solo una excusa?

—Eres lo suficientemente inteligente para saber la respuesta, pero sí, Zack, estoy en este hospital, arriesgándome a morir en cualquier esquina por un golpe en la cabeza luego de desmayarme al ver la maldita sangre, solo para joderte la vida.

—No tengo tiempo para hacer de niñero, Annalía —la reprendo con dureza.




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