MARATÓN 1 de 3
Annalía:
Bum, bum, bumbum. Bum, bum, bumbum, bumbum, bumbum, bumbum…
¿Alguien podría explicarme, por favor, qué demonios hace mi corazón latiendo acelerado?
Solo me ha llamado, Lía, ¡por el amor de Dios!
No Annalía, no chiquilla, mocosa o sus derivados. Solo Lía, como hace tantas veces lo hizo en el pasado. Así que, corazón mío, ¿podrías dejar las anomalías y comenzar a actuar normal? No ha sido nada del otro mundo.
¿O sí?
Zack se voltea hacia mí al percatarse de que no lo sigo.
—¿Qué sucede? —pregunta y su profunda mirada me exige una pronta explicación, que el tonto de mi cerebro no tarda en darle:
—Me gusta que me llames Lía, Zacky.
Una sonrisa lucha por abrirse paso en su rostro, pero él hace lo posible por ocultarla. Tengo la sensación de que a él también le afecta escuchar el mote que hace tantos años atrás le di, aunque no podría asegurarlo; con él nunca tengo las cosas claras.
—Venga, sigamos.
Sin esperar respuesta de mi parte, se aleja por el pasillo y yo decido seguirlo en silencio hasta llegar a la sala de oncología pediátrica.
Estoy nerviosa. Es decir, cuando se me ocurrió toda esta locura de las prácticas, supongo que, aun cuando sabía que tendría que trabajar, no lo interioricé realmente. Y, ojo, trabajar no me molesta, al contrario, me distrae y me ayuda a pasar el tiempo más rápido; lo que me trae de los nervios es la posibilidad de hacer algo que pueda traer malas consecuencias. Todo el que me conoce sabe que soy un desastre andante, igual a mi madre, así que ya podrían imaginarse la de cosas que podrían pasar.
Pero bueno, ya no puedo dar marcha atrás. He tomado una decisión, he actuado en consecuencia y ahora debo enfrentar lo que sea que venga.
Zack abre la puerta y nos introducimos al inmenso pasillo. Miro a mi alrededor e inmediatamente noto el cambio en el ambiente. Sí, seguimos en un hospital, pero aquí las cosas se sienten más ligeras; no porque las enfermedades que se tratan en esta sala no sean mortales, al contrario; sin embargo, la ligereza está en la decoración. Alguien se tomó seriamente el trabajo de humanizar el ala de oncología, supongo que en un intento de hacer sentir a los niños un poco más a gusto, más en casa, menos enfermos. Inmensos dibujos infantiles adornan las paredes, recreando aventuras mágicas que, de pequeña, me hacían soñar y las mesas y las sillas tienen formas de animales. Incluso tienen una pequeña biblioteca y un salón bien amueblado para ver el televisor.
A medida que avanzamos puedo ver los diferentes cubículos; los hay que tienen desde una cama, hasta cinco y la mayoría están ocupadas por niños que duermen la siesta.
—¿Annalía Andersson? —pregunta una enfermera de alrededor de cincuenta años, acercándose a nosotros.
Asiento con la cabeza.
—Me alegro de que haya llegado. Desde que Niara, la traductora del hospital, salió de licencia, esto ha sido una locura. Hemos tenido que auxiliarnos de un profesor de la universidad, pero ha sido complicado, fundamentalmente, desde que llegó un nuevo paciente. Me dijeron que hablas alemán, ¿cierto?
Vuelvo a asentir con la cabeza.
—Soy Flora, por cierto, jefa de enfermeras y, a partir de ahora, la persona que se hará cargo de ti. Todo lo que necesites, debes consultarlo conmigo. ¿Y tú eres? —le pregunta a Zack.
—Zack Bolt, adiestrado en el área de cardiología.
—¿Y estás aquí porque…?
—El doctor Carraz me pidió acompañar a Annalía.
—Perfecto, ya lo has hecho, puedes marcharte.
Uy, que bruja.
—Annalía y yo somos como hermanos.
Presiono los labios ante sus palabras. Somos amigos, creo, pero definitivamente no somos hermanos.
—Ella es menor de edad. No me iré hasta asegurarme de que se sienta cómoda. Me verá bastante por aquí, de hecho.
La seguridad con la que la enfrenta y su rostro mortalmente serio me impresionan y la tal Flora, termina asintiendo con la cabeza. La señora bajita se dirige a las puertas de uno de los cubículos, pero no la abre; no es necesario. Al ser de cristal, nos permite ver su interior.
Las cuatro camas están ocupadas. Tres de los niños duermen, pero uno está sentado sobre su colchón, con las rodillas dobladas contra su pecho, las manos alrededor de ellas y la cabeza apoyada mientras observa detenidamente algún punto en la sábana impolutamente blanca.
—Erick Meller, seis años, ingresó hace tres días y es alemán. Ha sido toda una agonía intentar comunicarnos con él.
—¿Diagnóstico? —pregunta Zack.
—Tumor de Wilms.
El rubio hace una mueca con sus labios y no entiendo ni carajo, pero la palabra tumor nunca significa algo bueno.
—¿Estadío?
—Dos.
Asiente con la cabeza.
—¿Cirugía?
—Eres un poco preguntón, ¿no?