7. Contigo, en todos los idiomas

21. Contigo, en todos los idiomas

Zack:

Alrededor de las siete de la mañana, comienzan las llamadas de felicitaciones tanto de mi familia como de mis amigos y, aunque me gustaría seguir durmiendo, mi madre se opone drásticamente alegando que tengo que ir a verla para que pueda darme un beso. Conociéndola, sé que, como no acate su orden, es capaz de aparecerse ella aquí y no quiero hacerla conducir cuando sé que terminaré allá.

Los planes para hoy son, o más bien eran, tarde en familia, cena y noche en una de las discotecas que regenta el marido de Sabrina. Ahora hay que sumarles un almuerzo y, que conste, no me quejo, pues no hay nada que me guste más que una buena comida casera que no haya salido de mis manos. Así que, poniendo todo de mi parte, me levanto.

Me aseo con rapidez y luego de escribirle a mis amigos que iré antes para la casa de mis padres, pues habíamos acordado ir juntos, salgo de mi apartamento. Media hora después estoy haciendo entrada al aparcamiento y no me he bajado, cuando ya tengo a la más loca de todas las familias, al lado.

—¡Mi niño! —grita a penas pongo los pies en el suelo y se lanza a mis brazos.

Sin dejarme si quiera saludarla, deja un reguero de besos por todo mi rostro que me hacen reír. A veces me pregunto si ella es consciente de que ya no tengo cinco años.

—¿Crees que me puedas dejar un pedacito de mi hijo? —pregunta mi padre unos pasos por detrás, haciéndonos reír.

Le sujeto las dos manos a mi madre para que me deje respirar y es mi turno de comérmela a besos como sé que le encanta. Yo soy, sin temor a equivocarme, su niño pequeño. No sé exactamente por qué, tal vez porque sigo soltero a los veinticinco, pero me trata como si no hubiese crecido ni un poco.

Mi padre, al ver que ni caso le hacemos, se nos acerca, coge a mi madre por la cintura y la aparta de mi cuerpo. Cuando la suelta, solo por joderlo, vuelve a lanzarse sobre mí y él, ofuscado, vuelve a separarla, pero esta vez, en vez de soltarla, la levanta por sus muslos y la lanza sobre su hombro como si fuese un saco de papas.

Mi madre chilla por la impresión y, a pesar de sus quejas, su esposo no se detiene. El muy maldito corre hacia la fuente y…

Nah, no va a hacer lo que creo que va a hacer, ¿verdad?

Sip. Lo hará.

—Zion, no te atrevas. ¡Zion! —grita mi madre cuando mi padre la deja en la fuente, entripándose en agua y corre hacia mí.

Sin dejar de reír, me abraza.

—Felicidades, campeón.

—Te estás buscando el divorcio —comento, devolviéndole el abrazo.

—Nah, ella me quiere demasiado.

—¡Me las vas a pagar, Zion Bolt! ¡Me las vas a pagar! —grita antes de desaparecer por la puerta principal de la casa, exprimiendo su ropa.

—Venga, entremos. Tus hermanas no tardarán en llegar.

Sin dejar de reír, lo sigo al interior de la casa y, honestamente, no sé para qué mi padre se mete con su esposa si sabe que ella siempre, siempre, se la juega y, por lo general, mucho peor.

Cuando abre la puerta, mi madre, que está justo al frente, lanza un cubo de agua entripándolo completamente. Veo el líquido golpear el rostro de mi padre deteniendo no solo su andar, sino también sus palabras y, a pesar de que intento alejarme, no es lo suficientemente rápido y hasta yo termino mojado.

Ariadna, como la diva que es y sin importarle un carajo la tos de su esposo, suelta el cubo en el suelo, se coloca el cabello mojado detrás de las orejas y señala a mi padre.

—Conmigo no se juega, musculitos. Seca el agua, voy a cambiarme antes de pescar un resfriado.

Se da la media vuelta y desaparece escaleras arriba.

—¿Ves lo que he dicho? —pregunta mi padre—. Me quiere demasiado.

—Papá, acaba de lanzarte un cubo con agua.

—Pero me dijo musculitos. No está enojada. —Coloca una mano sobre mi hombro—. Una de las razones por las que tu madre me quiere tanto es porque no la dejo en paz; su vida es demasiado divertida gracias a mí. —Me quiña un ojo y se exprime un poco el agua de su camisa—. Ve y cámbiate en lo que yo seco esto.

Niego con la cabeza, divertido, y, antes de subir a mi habitación, lo ayudo a secar todo.

Es increíble como a mi madre, por tal de devolvérsela, no le importa ni siquiera mojar todo a su paso.

Mis hermanas no tardan en llegar y solos los cinco almorzamos entre rizas y charlas, hasta que a Emma se le ocurre sacar el tema de la tonta competencia que llevan a cabo siempre este día. Necesitan que su madre les cuente su secreto mejor guardado y luego de hacerse la de regar, admite que le dio una difenhidramina a mi padre para que se durmiera y que, tal y como ha hecho los últimos tres años, le ha alterado la hora a todos los relojes, de las casas de mis hermanas. Con ayuda, pero lo ha hecho.

No sé cuál de todos luce más indignado.

Emma, le dice que tiene terminantemente prohibido ir a su casa el próximo veintinueve de noviembre y ella, riendo con pura maldad, agrega que esta vez los gemelos la ayudaron.

Sí, definitivamente esta mujer no tiene remedio.




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