9 Días Para Enamorarme

Capítulo 2; Esperanza

Hacía frío, Mimoso dormía y por alguna extraña razón mi cuerpo ahora sí quería cerrar los ojos y  quedarse en cama. Estuve listo faltando bastante tiempo para la novena, salí de casa dejando a Mimoso bien abrigado, me aseguré la puerta con recelo y caminé lento hacia el templo. Llegué con suficiente tiempo para ver que, con el patrocinio del clima, las parejas se acurrucaban en las sillas, los miembros de las familias se congregaban en el sitio usando los mismos buzos con temática navideña y los niños del coro navideño eran controlados con paciencia por los pobres músicos.

- No creo que les paguen lo suficiente – murmuré al ver el desorden y desobediencia de los niños.

Me quedé de pie, junto a una de las grandes puertas de la construcción. No quería estar tan adentro debido a mi desconfianza; cualquiera podía ser amigo de mi cartera y tomarla a pesar de que en ella no tenía más que mis documentos personales. En realidad, también tuve el temor de ser rodeado por muchas personas que podrían iniciar una conversación conmigo. Definitivamente no quería conversar con nadie.

- Buenos días – dijo una joven a mi espalda tocando mi hombro con su dedo -, estamos necesitando personas que quieran leer o ayudar en la organización ¿le gustaría ayudar?

Me fijé demasiado en su apariencia y titubeé para dar una respuesta. Era imposible negar que había algo en ella que no pude dejar pasar como si no importara; en realidad tuve la sensación de que ella me examinaba con la mirada, aunque no le di importancia y negué rápidamente al darme cuenta de lo mucho que tardé en dar una respuesta.

La joven mujer se fue, dejando en mí una sensación de que me había equivocado. No quería inmiscuirme en tareas que me comprometieran, no estaba seguro siquiera de si volvería a la novena en la siguiente madrugada o no. En ese momento incluso consideré volver a casa y envolverme entre mis cobijas, junto a Mimoso. Entonces, en medio de mis dudas y reflexiones, los miembros del coro comenzaron a cantar y las demás personas a aplaudir. Estuve quieto, sin mucha animosidad y murmurando débilmente algunos de los villancicos cuya letra logré recordar. A pesar de lo bonito que fuera el evento y las bonitas palabras que allí se promulgaban, la celebración terminó sin mayor incidencia en mí. Casi todos allí se retiraron, cargando los asientos que de casa habían traído y portando gestos alegres que a mi parecer morirían pronto. Yo, solitario y mirando hacia el lugar vacío, me quedé en silencio en aquel sitio mientras los niños del coro se despedían de los músicos y los encargados de la organización hacían limpieza y recogían lo que debía guardarse.

Emprendí el retiro del sitio en el momento en que comencé a sentirme idiota por estar allí parado, solo y sin hacer nada. Sin embargo, antes de salir definitivamente del lugar, una niña pequeña en silla de ruedas se volcó tras su fallido intento de bajar un escalón que daba hacia la salida. Corrí rápidamente y sin pensar hacia la pobre chica que se esforzaba por no llorar. Levanté con cuidado a la chica y con una mano, apoyada por mi pie, puse la silla de nuevo en posición para sentar a la víctima del accidente. La niña con una sonrisa me agradeció y dio un paquete de galletas que traía en su pequeña maleta. Me negué al principio hasta que llegó la madre de la chica quien también me agradeció e insistió para que aceptara el obsequio de la pequeña.

Salí del lugar y caminé hacia mi casa, ahora con el sol viéndome desde arriba, en tanto yo esperaba que calentara mis rodillas entumecidas por el frío de la madrugada; el resto del día iba a ser muy caluroso. Durante el trayecto a mi hogar pensaba qué hubiera sido de mí si no pudiera caminar; por alguna razón esa niña de la silla de ruedas implantó en mí tales pensamientos.

Cuando estuve en casa mi amigo me esperaba, desperezándose y mostrando las garras que dejé crecer libremente a pesar de la insistencia de los veterinarios para que se las cortara. Sin embargo, Mimoso no dañaba nada más que las cajas que ocasionalmente le traía a casa para que jugara. Mi piel estaba a salvo, él jamás me lastimaba y parecía comprender cómo jugar conmigo cuando se lanzaba a mi espalda o a mis piernas, escondiendo sus filosas garras para mostrarme que éramos amigos. Desayunamos, jugamos durante algunos minutos y luego me acompañó en mi cuarto en donde se acurrucó con calma en tanto yo dedicaba tiempo a los nuevos párrafos de la novela que escribía.

Durante mi escritura estuve distrayéndome de forma recurrente. Recordaba a la niña de la silla de ruedas y su sonrisa, recordé el paquete de galletas y lo saqué del bolsillo de mi chaqueta para luego consumirlas. Fue un detalle muy lindo el de la pequeña, pensaba que tal vez había sido la única persona, en años, que me daba un obsequio sin buscar algo en retribución. Creí que no sentía nada, que ya no podía involucrar mis emociones o sentimientos al relacionarme con alguien además de mi gato. Pero esa niña me mostró ese día que, a pesar de lo muerto que me sentía a diario, había un buen tipo dentro de mí.

El resto del día solamente escribí, con la niña en mente, como si me sintiera más liviano. Las palabras que lograba plasmar en mi computadora surgían libremente y creía que tenía más inspiración. A pesar de lo sucedido, mi buen humor se desvanecía en cuanto recordaba el pasado en la escuela, los cientos o miles de insultos o golpes que obtuve por no ser popular. Era estúpido, pero en la universidad me había ocurrido lo mismo. Al pensar en la niña de la silla de ruedas, creí que tal sonrisa en su rostro era falsa o simplemente ella no conocía todavía el mundo como yo ya lo hacía en mi infancia.




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