9 Días Para Enamorarme

Capítulo 4; Belleza

De nuevo me levanté muy temprano, el cansancio no se notaba en mí tanto como los días anteriores, o al menos eso decía mi rostro. Sin embargo, mi cabeza me pesaba y quería cerrar los ojos. Cuando era un niño solía despertar muy temprano, mucho antes de que el sol saliera, sin problema y sin cansancio posterior. Pero en cuanto creí y comencé a vivir solo con mi gato, empecé a sufrir de insomnio con pesadillas absurdas. En las noches me costaba dormir y en el día me costaba mantenerme despierto.

Rumbo al lugar de siempre, listo para el tercer día de novena, una joven con un vestido blanco y una chaqueta verde decorada con motivo navideño, se me acercó y me acompañó aunque yo no tuve mucho qué conversar en el camino. Aquella era Gabriella quien procuró conversar conmigo y mantenía el ritmo de mi caminar, que era bastante lento. Cuando llegamos al sitio de almacenaje sacamos las sillas y demás implementos, aunque esa vez yo ya no estaba solo. Tras cada carga que yo tomaba, Gabriella me seguía cargando otras cosas y organizaba en el templo al mismo tiempo que yo lo hacía, manteniéndose cerca de mí.

- ¿Le gusta cantar? - dijo ella de repente – Hoy no cantarán los niños, así que algunos de nosotros apoyarán. Estuvimos ensayando estos días.

- ¿Qué? No, no sé cantar – respondí tratando de no volcar la torre de sillas que estaba recién dejando en el piso.

- ¡No importa! - dijo ella con gesto animoso y una sonrisa –. No somos profesionales ni nada de eso, solo cantaremos juntos. Como no ha ensayado puedo darle la letra de las canciones que no se sepa.

Tal vez mi voluntad no fue lo suficientemente fuerte para negarme o su belleza encegueció mi razonamiento, pero después de un par de decenas de minutos estaba parado en la zona del coro, tras un piano y junto a un par de guitarristas. La mujer que me había invitado a la organización, que ahora me había convencido de cantar, se sentó a mi lado y durante toda la celebración sostuvo un pequeño libro que contenía las letras de los villancicos que cantaríamos.

El pianista comenzó a presionar teclas, los guitarristas rasgaban con alegría y mis compañeros en el coro agitaban maracas y panderos a ritmos ocasionalmente desordenados. Mis compañeros y Gabriella cantaban con animosidad mientras un tímido joven leía la letra del villancico de turno sin abrir mucho la boca. Ese joven era yo, quien asustado por el evento y la cobardía frente a la gente y directores de la novena, se negó a sacar su voz y abrir su boca para cantar con confianza. Recién se trataba de la primera canción.

- Cante tranquilo – susurró Gabriella a mi oído provocando en mí un escalofrío que procuré disimular -, aquí nadie va a juzgarnos. Yo canto horrible – se alejó de mi oreja y sonrió.

Durante esa primera canción fui consciente de la voz de la joven mujer, la cual no me pareció desagradable en absoluto. Cerré los ojos durante ese breve tiempo antes del segundo villancico, procurando mover mis piernas y cabeza para demostrar que no me había dormido, para dibujar en mi mente de forma borrosa los lejanos recuerdos de mi infancia. Recordé cómo cantaba sin miedo siendo un niño, la escasa teoría musical que jamás olvidé, lo mucho que extrañaba una navidad sin tristeza y lo mucho que anhelaba una familia que me quisiera.

Los villancicos siguientes me hicieron sentir muy bien. Por alguna razón que todavía no comprendo, obtuve fuerzas cuando Gabriella tomó mi hombro mientras cantábamos. Recuperé por fin las pocas memorias positivas de esa infancia en la que acumulé tantos rencores hacia tantas personas y eventos de mi vida. Después de ese segundo canto, tras tomar ánimos para cantar e ignorar mis temores, Gabriella estuvo observándome de forma recurrente en cada canción. No lo noté en el momento, pero ella parecía estar indagando en mi ser con tal solo observarme y escucharme. Al final de la última canción, cuando ya todas las personas se iban de vuelta a sus casas y respectivas celebraciones navideñas, Gabriella y yo tomamos nuestras sillas para llevarlas al salón donde pertenecían. Al dejar mi silla, con sensación de ligereza, tomé dirección hacia el templo para colaborar recogiendo lo que debía.

Tras mis pasos y sin que yo prestara atención, Gabriella ayudó a recoger algunas cosas sin perderme de vista. En cuanto recogí la última torre de sillas, me dispuse a llevarla a su sitio, sin embargo Gabriella me siguió cargando algunos adornos y pronunciando algunas palabras que me golpearon en más de una forma.

- Oiga, canta muy bien – dijo ella mientras yo trataba de encontrar el escalón que debía superar para ir al salón con la carga de sillas.

- No lo creo, pero gracias – respondí cuando por fin puse mi pie para apoyar mi siguiente paso.

- Hace frío – dijo ella con voz dulce -. ¿Quiere tomar algo caliente? Yo invito.

Mis pies captaron sus palabras como si de mis orejas se tratara, trastabillaron y caí cerca a donde Tiana cayó el primer día en su silla de ruedas. Esta vez eran las sillas las que iban sobre la víctima. Caí de bruces contra el piso con cada silla del arrume separándose para azotar mi espalda y cabeza con el dolor de mi impericia. Apenas si lancé un breve gemido y logré contener una maldición que hubiera sido muy mal juzgada por cualquiera, no solo por estar en un templo.

- ¡No puede ser! - dijo Gabriella a unos pasos de mí, soltando su carga y acercándose al arrume de sillas que se había volcado sobre mi cuerpo para convertirse en un reguero de asientos- ¿Está bien?




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